Las desventuras de `monsieur´ d’Hondt

2

Jaime Nicolás *

¡Pobre señor d’Hondt! Mal podía imaginarse la cantidad de improperios que iba a recibir a costa de su triquiñuela de aritmético aficionado para hacer posible lo imposible, reconducir a enteros las fracciones, operación tan necesaria en las elecciones como frecuente en la vida ordinaria. El caso es que la crítica de la fórmula o método (nunca sistema) de Hondt constituye hoy, en España, uno de los dos ejes del cuestionamiento del sistema electoral vigente (como si fuera, en todo caso, uno de los parámetros –negativos– del modelo ideal de sistema electoral, obviamente proporcional). El otro centro de la crítica lo ofrece el tipo de listas –cerradas y bloqueadas– por el que ha optado el legislador constitucional, siguiendo, en ambos puntos y sin modificaciones relevantes, la norma diseñada en abril de 1977, en un momento, no lo olvidemos, preconstitucional y todavía predemocrático, para presidir la celebración de las primeras elecciones en la España de la transición. Sin embargo, los improperios que recibe el señor d’Hondt son enteramente injustos, por gratuitos, pues si por definición su procedimiento de reparto de restos electorales solo puede influir en la atribución de los últimos escaños en liza, esto es: mínima y marginalmente, en el caso español, aunque solo sea por el tamaño de las circunscripciones (o, mejor, por el escaso número de escaños a distribuir en cada una de ellas y lo elevado, por consiguiente, del cociente electoral requerido para tener acceso a una sede parlamentaria) su virtualidad es prácticamente nula. Dejemos en paz, pues, al jurista belga, que, de haberse enterado de tanta crítica, bien habría lamentado su incursión en la ingeniería electoral.

Lo de las listas petrificadas, harina de otro costal, tampoco es para tanto, pero al menos se puede discutir con mucho más fundamento. Esta no es una cuestión de cantidad o números, sino de calidad del voto, aunque no hay que ser muy materialista dialéctico para reconocer que a partir o por debajo de ciertos umbrales también la cantidad se puede convertir en calidad.

La discusión electoral tiene, por supuesto, otros hilos: quizás el más traído y llevado sea el del sesgo prorregionalista de la ley electoral. Se trata, sin duda, de una cuestión política de muy hondo calado, pero en el fondo no es una cuestión técnicamente electoral, sino simplemente política, de utilización manipulativa  o, si se prefiere, de pura (y tal vez necesaria) consideración del mapa político –territorial, sin metáfora alguna– y de la operación, nunca del todo automática, de su transformación en mapa electoral. Además de que ésta es también una discusión legítima, a la postre puede afectar a la calidad democrática de los sufragios. Pero sucede que el sesgo en realidad no se da (en contra de lo que se dice alarmistamente, el sistema electoral no beneficia –se limita a no perjudicar– a los partidos regionales). Tal vez pudiera ser de otra manera, pero esta pretensión más bien sería contradictoria con la idea que preside las críticas, que no parece otra sino la de la irreconocible proporcionalidad de nuestro modelo legal de proporcionalidad electoral. O ¿es que esto se puede hacer aumentando el número de los perjudicados por el sistema electoral y reduciendo el valor democrático, igualitario, de determinados sufragios sólo por razones de territorio? ¿No es esto acaso lo que se pretende corregir?

Dada la opción por un sistema proporcional tan sencillo como el español, virtud que aquí no cabe más que ensalzar, en realidad, las dos variables principales que se han de tener en cuenta a la hora de configurar o reformar la legislación electoral desde el punto de vista más técnico son simplemente la cantidad a distribuir, el número total de escaños, y el factor de división, el numero de circunscripciones, y desde luego más, si cabe, este último que el primero, ya que la cantidad de circunscripciones es el factor definitivo de la proporcionalidad, ya no teórica o potencial, sino real, sobre el terreno, pues lo que se da en llamar elecciones generales rara vez existen (solo cuando el sistema proporcional opera en un distrito único, nacional); lo que se da más bien –siempre, en el caso español– es una simultaneidad de elecciones uniformes en el conjunto de las circunscripciones, esto es: de elecciones provinciales, en nuestro caso.

La discusión de estos aspectos se complica hoy en España por los muchos condicionamientos que inusitadamente la Constitución fija para los sistemas electorales del Congreso (proporcional) y del Senado (mayoritario, aun con listas), que imposibilitan la reforma de los principales aspectos del régimen electoral sin una previa –y no imposible ni impracticable, pero obviamente, muy improbable– reforma constitucional.

Aún así, hay margen técnico para la mejora de la proporcionalidad del sistema, con su consiguiente repercusión en la de la calidad democrática del sufragio de un mayor número de ciudadanos (aunque, claro está, a algunos, hoy beneficiados, les toque perder o, mejor, ceder valor de voto para hacer eso posible).

En este sentido, tienen mucho valor las consideraciones y sugerencias formuladas a petición del Gobierno de la Nación por el Consejo de Estado, entre otras razones precisamente porque el encargo recibido del Gobierno le obligaba a moverse dentro del límite de lo hoy constitucionalmente factible. En su Informe, el Consejo demuestra que margen para la reforma, hay.

Aunque la variable principal –el número de circunscripciones, las provincias, más Ceuta y Melilla (donde, por imperativo constitucional específico, el sistema resulta del todo mayoritario, chocantemente más mayoritario que para el Senado)– es intocable, nada se opone, aprovechando el margen expreso previsto en la Constitución, al aumento hasta cuatrocientos del número de escaños del Congreso. La pequeña, pudiera parecer que irrelevante, mejora de proporcionalidad derivada, se vería reforzada por la reducción del mínimo provincial de escaños por circunscripción, que la ley fija en dos por provincia, pero que la Constitución tal vez –sólo tal vez, porque de esta forma se hace superflua la previsión explícita– no impide dejar reducido al mínimo lógico de uno por provincia. Esta operación, separada y, más aún, conjuntamente con el aumento del número total de los diputados del Parlamento nacional, para algo serviría indudablemente, aunque la mejora de la proporcionalidad global y en las provincias hoy más perjudicadas comportara necesariamente un incremento del esfuerzo electoral de las provincias hoy día beneficiadas, las menos pobladas y, de alguna manera, las más pobres. Si lo primero no debería suscitar mucha preocupación, esta segunda vertiente, todavía en 1977 reveladora de un sesgo político ideológico y de una manipulación, podría merecer una mayor consideración. Balanceando los pros y los contras de esta operación, sin embargo, la propuesta es perfectamente válida.

El Consejo de Estado, en todo caso, no se contenta mejora de la proporcionalidad de esas dos reformas, sino que va bastante más allá al atreverse a dar por buena, dentro de los estrictos bordes de la ley fundamental, alguna propuesta que apunta, en un sentido algo distinto, a la distribución de los cincuenta nuevos escaños del Congreso no entre las provincias, mejorando a unas proporcionalmente en detrimento de otras (en realidad, en compensación de la actual discriminación), sino entre listas, que se fusionarían por partido sin especial consideración territorial, y destinándolos para su distribución a escala nacional a los restos desperdiciados en las circunscripciones provinciales. Esta operación, que beneficiaría sobre todo a las opciones hoy más perjudicadas por el sistema electoral, sólo sería inconstitucional si se pudiera entender como la creación de una circunscripción realmente al margen de la provincia. Hay buenas razones para pensar que no es así, y sobre todo cuando el resquicio interpretativo no busca sino ajustarse a la proporcionalidad de los criterios del sistema electoral, impuesta por la misma Constitución.

Muy interesante a estos efectos resulta la escasa simpatía que muestra el Consejo en relación con las propuestas sobre la reforma del régimen de las elecciones al Parlamento Europeo que abogan por un mapa electoral ajustado al autonómico, en lugar del distrito nacional vigente, lo que no haría sino reducir la proporcionalidad del sistema (diecinueve circunscripciones seguirían siendo muchas para los escasos cincuenta y cuatro escaños a repartir, ¡una ratio mucho peor que la actual en el Congreso de los Disputados!) y que –en caso de no generalizarse el distrito autonómico, sino limitarse a las regiones que lo solicitaran o prescribirse automáticamente para las mal llamadas históricas– introduciría más desigualdad y complejidad no sólo en el plano electoral sino en el sistema político. Entre nosotros (por no hablar de Francia, donde su Consejo de Estado prácticamente ha rechazado, para las elecciones europeas, cualquier tipo de distrito que no sea el nacional, por puras razones de soberanía), la verdad es que, en su origen, la exclusión de la contemplación del distrito autonómico lo mismo en las elecciones europeas que, más aún, en las nacionales tuvo mucho que ver con un deseo callado de no resaltar el papel político de las unidades subestatales, razón no carente de fundamento ni entonces ni ahora, y escasamente necesitada de reforma  cuando el sistema electoral vigente no perjudica el valor de los sufragios emitidos en las comunidades autónomas con sistema de partidos específicos (pensando en las elecciones al Congreso) y que este tipo de división geográfica sólo dañaría la proporcionalidad (en el caso de las europeas), hasta el punto de excluir a las opciones muy diseminadas o simplemente pequeñas, como Izquierda Unida o el “partido de Rosa Díez”, en los comicios europeos -y no asegurarles unas mejores perspectivas de resultado en las generales.

En cuanto a la reforma del sistema de listas, el otro gran foco de la crítica del sistema electoral,  ninguna duda cabe de que en abstracto tanto la apertura como el desbloqueo de las listas producen por sí mismos una cierta mejora de la calidad del sufragio emitido por los ciudadanos. Hay dudas razonables, sin embargo, sobre su virtualidad, a la vista del escasísimo uso que hasta la fecha se ha hecho de la posibilidad ilimitada ya existente en el régimen electoral del Senado y de su nula incidencia en la singularización de los elegidos (como evidencia, desde otra perspectiva y en sentido contrario, el resultado de la ridícula exigencia de alfabetización de las listas senatoriales, que tanto ha maniatado a los partidos), pero sobre todo es dudoso que las ventajas de una reforma profunda del sistema de listas compensaran sus efectos negativos, que no sólo podrían afectar al proceso de formación de Gobierno, como apunta el Consejo de Estado, sino que introducirían unas dosis de complicación y conflictividad (desde las mismas operaciones de formación de listas y en el escrutinio, por no hablar de la litigiosidad en torno a los resultados) tal vez no recomendables ni ajustadas a la cultura política de los electores españoles. En todo caso, el balance podría no ser negativo, si la reforma, como señala el Consejo, se limitara a un cierto desbloqueo de las listas, pese a las tensiones, que también a juicio del Consejo, ello provocaría en los partidos y las dificultades para su unidad de acción, razones a lo mejor más positivas que negativas y que en ningún caso podrían primar sobre el ejercicio del derecho de sufragio en condiciones de máxima ciudadanía.

Del señor d’Hondt no nos hemos olvidado. Lo hemos vuelto a dejar para el final, simplemente porque el cambio de su fórmula por otra de las muchas que circulan para la distribución de los restos –todas las alternativas llevan apellidos igualmente extraños y, por cierto, nada expresivos– opera marginalmente. En un sistema como el nuestro, con una media muy baja de escaños por circunscripción, en pocas ocasiones, y sólo en las circunscripciones mayores, puede entrar en acción, aún así, sin una incidencia relevante en los resultados electorales generales, los porcentajes de escaños a nivel nacional (que responden a una extrapolación simplificadora política y periodística, pero no a una realidad electoral) –aunque otra cosa sea que cuando actúa pueda dañar con más intensidad a las candidaturas ya perjudicadas por los otros elementos del sistema electoral. En todo caso, visto su descrédito lo mejor que podemos hacerle para poner fin a su desventura, y él nos lo agradecería, es cambiarlo por Mister Hare, como propone el Consejo de Estado, Herr Hagenbach-Bischoff, Monsieur Sainte-Laguë o cualquier otro matemático profesional o aficionado que propugne un procedimiento para atribuir los escaños según la media más fuerte, beneficiando a los grandes partidos, u optar por una fórmula de restos más elevados, que es la que el sentido común parece que más justicia hace a los partidos y opciones más débiles, mejor: más perjudicados, y sobre todo a los partidos que están por nacer.

Dicho esto, y para recapitular: ningún sistema electoral es perfecto y ningún sistema electoral proporcional puede aspirar a la perfecta proporcionalidad. Las constituciones y las leyes tampoco ofrecen el rasero de la imperfección aceptable. Sobre eso bien se puede discutir. Los sistemas electorales, además de a la justicia electoral (el más depurado reflejo representativo), responden también a un complejo manojo de criterios y datos a tener en cuenta: la cultura política, la estabilidad gubernamental o la consolidación de los partidos, por sólo citar los más relevantes. Y todos ofrecen un amplio margen a la mejora. El nuestro, también –y más que otros. Por eso es de lamentar que los trabajos políticos que a tal efecto se están ultimando en la subcomisión del Congreso de los Diputados no parezca que, en lo esencial, vayan ni siquiera a aprovechar los márgenes de reforma que la Constitución procura y que bajo la concertación de sus grandes beneficiarios vayan a seguir consagrando legalmente un sistema electoral sólo nominalmente proporcional con efectos muy próximos, sin exagerar, a un modelo mayoritario. Seguir aferrándose a un sistema como éste no sería sólo un fraude constitucional. También podría constituir una nefasta irresponsabilidad.

(*) Jaime Nicolás (Aldeamayor, Valladolid, 1947). Administrador civil del Estado y constitucionalista.
2 Comments
  1. Albahar says

    He oído que claramente quien claras las cosas tiene las explica, y leído alguna vez. No es el caso.

  2. Albahar says

    Quería dar un voto negativo al artículo pero le he dado al positivo. Después de leerlo no me extraña que me haya confundido…

Leave A Reply