Julián Sauquillo
Cada vez se apela más a la pérdida de credibilidad de nuestros gobernantes. Y, como si tratara de una carencia histérica, tanto más atentos están ellos a su calificación de aprobado o suspenso en las encuestas. Por ahora, la mejor valorada es Rosa Díez –de Unión, Progreso y Democracia- y la confianza suscitada por Rodríguez Zapatero o Mariano Rajoy –del PSOE y PP- languidece mientras aterriza su partido en el caso del primero o levanta el vuelo su formación, paradójicamente, en el segundo. El crédito o la confianza otorgados por los electores a sus dirigentes tienen bases, en buena parte, irracionales. Quien supiera cómo perpetuar su estela entre los representados poseería un poder más fuerte que el del niño Arturo proclamado Rey de Bretaña por sacar la espada de la piedra ante la incapacidad y estupefacción de los nobles más diestros en armas. Todo un milagro. Contaría con una habilidad mágica que perpetuaría la obediencia de los súbditos sin límite temporal o accidente alguno. Pero algo así fue más posible en las sociedades tradicionales con un componente mágico religioso que ahora desapareció.
Las sociedades modernas se rigen por “democracias de audiencia”, en las que se juega captar el mayor número de seguidores de los lemas políticos y mensajes cortos de unos u otros competidores políticos. Como se trata de “juegos de suma cero” en los que la audiencia es captada por unos o por otros, se requiere de cierto espectáculo ruidoso y competitivo para atraer la atención del público. Las metáforas comparativas de los políticos con animales son antiguas y entre las inolvidables se encuentran las de Maquiavelo: zorras y leones. Quizás sea así porque la ética del político y la del ciudadano no sólo sean realmente diferentes sino que no deban ser iguales. Ni pueden ser iguales, ni debe, ni conviene que lo sean. La responsabilidad del político, tomada en serio, requiere de una entereza algo inhumana: necesita ser mitad hombre, mitad bestia. Nuestro teatro político se parece cada vez más a ese duelo que, también, describió Vilfredo Pareto entre “zorros” y “leones”. Los primeros en el gobierno, prestos a detectar las trampas que sus competidores les ponen –con pericia semejante a la de los artificieros de esa magnífica En tierra hostil de merecidos oscar–, los segundos, en la oposición, dispuestos a las mayores dentelladas que dejen heridos a quienes obstaculizan el allanamiento de su camino a la dirección del país. Un duelo en el que desaparecen los mensajes inteligibles para la ciudadanía en mitad de las ondas de la deflagración. De los ciudadanos sólo se espera unos “¡¡hurras!!” que acompañen a una bárbara celebración.
El único elixir existente para mantener el encantamiento del electorado por ciertos mensajes políticos es seguir haciendo milagros. Hubo un tiempo en el que el carisma se ganaba en la batalla o en la oración a los fieles en lo más alto de la montaña. Hoy en día, el carisma se sostiene en la fascinación causada por ciertos personajes excepcionales, bien por su oratoria, su inteligencia, la imaginación para idear fines colectivos, la vocación e integridad moral para desempeñar los cargos públicos,... Siempre que estas dotes sirvan repetidas veces para ganar elecciones se produce el milagro de la elección y los seguidores caen electrizados por unas expectativas razonables para ver solucionados sus problemas económicos a la vez que las filas partidistas ven ratificados sus puestos en el gobierno y administración de la política, periodo tras periodo electoral.
En la transición política española tuvimos políticos de especial carisma, de un atractivo trasversal a las posiciones políticas, como Antonio de Senillosa o Alfonso Guerra. También arrancamos con presidentes de gobierno con los que hubiéramos participado en un party complacidos, sin molestia de dejar nuestras ocupaciones o a los amigos. Pero en un país tanto más modernizado cada vez hay menos sitio para las cualidades personales de la política democrática y todo el espacio es ocupado por las agencias, los gabinetes y las consejerías de gobierno. Los gobernantes de la sociedad moderna están tan atenazados por la cualificación de las informaciones económicas y la prudencia obligada de sus decisiones como por la temeridad de los más arriesgados tripulantes de las más temibles navegaciones de abordaje. Lo peor de películas como Piratas del Caribe es que se nos quedan en la retina mucho después de que se enciendan las luces del cine. Zapatero, por hablar de quien hoy gobierna, no sólo se enfrenta dramáticamente a la tenacidad desmedida de una oposición que ve cada vez más cerca el puerto y sus lonjas sino a los designios fatales de unos indicadores económicos que marcan el desplome de la economía en el mundo. Ni los más sabios consejos de los economistas sirven para cerrar su coraza, pues lejos de orientar la economía política nunca salió de una opacidad de los mercados que sólo la “mano invisible” acertaba a cerrar como el más ignoto demiurgo. Así las cosas, las hazañas bélicas no cesarán de ornamentar la política hasta que las elecciones señalen otro “ave fénix” surgido de las cenizas.