Aniversarios en tiempos de incertidumbre: suma de fracasos en el Mediterráneo

  • "El balance de esta década viene marcado por las excesivas expectativas de la etiqueta primavera árabe como sinónimo de una ola democratizadora que acabaría con todos los dirigentes autoritarios de la región de un plumazo"
  • "Muchos países de la región cayeron en guerras superpuestas, expulsión de personas, violencia sexual o atentados terroristas"
  • "Si queremos parar el caos al sur del Mediterráneo y dejar de sufrir sus consecuencias estamos obligados a tejer alianzas internacionalistas"

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David Perejil, periodista y analista internacional y editor del ensayo colectivo ¿Qué queda de las revueltas árabes?

Estos días asistimos a una ristra de décimos aniversarios de las revueltas árabes. Primero fue Túnez que logró expulsar a Ben Alí con el estallido de protestas tras el suicidio de Mohamed Buazizi. Después vino la acampada de la plaza Tahrir, en El Cairo, conmemorada justo el pasado lunes 25 de enero, que logró la dimisión de Mubarak. Más tarde, llegarán el recuerdo de los aniversarios de los alzamientos populares en Siria, Yemen y Libia, que dieron paso a conflictos superpuestos y guerras mundiales intermediadas que aún hoy arrasan el presente y el futuro de sus gentes. Y Baréin, con su revolución frustrada por la intervención de tropas del Consejo de Cooperación del Golfo, a la cabeza de muchos otros países en que se sintió la oleada de 2011.

Plantear un balance de procesos históricos -a los 10 años las revueltas árabes deberíamos sumar los del movimiento 15M, los 25 de las relaciones euromediterráneas y 5 desde los atentados terroristas en París- que desde finales del pasado año tiñen el inicio de este 2021 puede parecer un sinsentido. Peor aún, puede sonar a revisitar con nostalgia hechos lejanos en un momento en que vivimos una honda crisis sanitaria y social. Si hace apenas un año la publicidad llenaba nuestros sueños de un futuro perpetuo, como motor de autoexplotación y ropas de un emperador desnudo, hoy la palabra mañana está llena de temor. Tanto que estos tiempos de incertidumbre se convierten en una era de sombras, según las palabras de Mónica García Prieto en un reportaje de la revista 5W.  

Sin embargo, frente a esa incertidumbre y sombras necesitamos comprensión. No sólo porque ha cambiado las vidas de millones de personas en la orilla sur del Mediterráneo sino porque también nos ha impactado a las personas que habitamos en el norte. Y lo ha hecho de la peor manera al destruir países enteros, anular cualquier alternativa de cambio, abrir más muros de separación y dejar campo abierto a los proyectos más extremistas. 

El balance de esta década viene marcado por las excesivas expectativas de la etiqueta primavera árabe como sinónimo de una ola democratizadora que acabaría con todos los dirigentes autoritarios de la región de un plumazo. Un análisis que no tenía en cuenta ni apoyos internos y externos de los dirigentes árabes ni cuestionaba las estructuras económicas de la región. Este enfoque confundía los hechos excepcionales del estallido de las protestas con  procesos históricos diferentes en cada país.  

Así se entiende que en Túnez, las manifestaciones pudieran expulsar a un Ben Alí con escasos apoyos internos; o que en Egipto el ejército maniobrara para evitar la sucesión familiar de Mubarak aprovechando las manifestaciones en la calle y el apoyo de la tradicional oposición de los Hermanos Musulmanes. También, se comprende el estallido de conflictos larvados durante décadas en Siria y Libia. Y que Marruecos y las monarquías del Golfo pudieran encauzar sus protestas sociales con ligeros cambios económicos o democráticos para evitar su escalada.

El escritor libanés Gilbert Achcar explica que “el punto de ebullición alcanzado en 2011 solo podía conducir a un nuevo periodo de estabilidad duradera a través de un cambio radical de las orientaciones económicas”. Una transformación imposible sin cambiar de arriba abajo los sistemas estatales, las élites de cada país y sus relaciones con otras élites y países. Sin ningún cauce para satisfacer estas demandas sociales y económicas, todas las manifestaciones pasaron a pedir la caída de cada régimen. Y a partir de ahí, tras haberse recuperado de la sorpresa de las protestas, retornaron todos los agentes locales e internacionales presentes en cada país. Como expresa el mismo Achcar, tuvieron que hacer frente a una doble reacción del Antiguo Régimen y de las fuerzas reaccionarias de la región. El desastre estaba servido. Muchos países de la región cayeron en guerras superpuestas, expulsión de personas, violencia sexual, atentados terroristas... La región se convirtió en agujero negro de impunidad, ausencia de cualquier derecho y geopolítica del caos.

Este proceso de exigencia de dignidad de los pueblos árabes no sucedió sólo en 2011. Tampoco ha terminado. Están los antecedentes de las revueltas del pan en Egipto, la intifada palestina, la revolución kurda en Siria, la del cedro en Líbano, la verde en Irán y el campamento de Gdeim Izik en El Aaiún. También hubo muchas movilizaciones, como las protestas obreras en Túnez en 2008 y el movimiento Kifaya en Egipto. Y pese al carísimo precio pagado en vidas y destrucción, cada vez que ha habido un resquicio, han vuelto las movilizaciones. Sucedió en 2019 en lugares tan insospechados por su división sectaria como Líbano e Irak. También pasó en Sudán y Argelia, donde los manifestantes lograron que sus dirigentes no siguieran en el poder. Se podrá decir, con razón, que estos dos últimos países inician frágiles transiciones en las que los viejos actores de cada país maniobran para no perder su poder. Pero no se podrá negar la marea de fondo de la indignación.

El balance de los aniversarios de las revueltas también viene marcado por la mirada, esta vez sobre las sociedad civiles árabes. De nuevo, primó el acontecimiento sobre la larga trayectoria de cada país. Se pasó de centrarse en activistas a culpabilizarles de la posterior trayectoria de sus países. Era pura concatenación de acontecimientos. Similar a la que me expresó un activista israelí anti ocupación sobre nuestro país: “El 15M ha dado paso a la mayoría absoluta del Partido Popular”.

Pero el erróneo análisis no debe llevarnos a ocultar la importancia y el valor de las protestas. Con sus escasas fuerzas frente a otros actores políticos y económicos, fueron extraordinarias. Rompieron el miedo a la represión en sus países, funcionaron como espacios de libertades, abrieron huecos a todo a las reivindicaciones de las mujeres, mostraron una gran creatividad… Tanto que de un plumazo borraron las imágenes culturalistas “made in Fukuyama” que regían sobre toda su región. 

Y fueron una fuente de inspiración innegable para todo el mundo, como recordaba estos días la periodista Olga Rodríguez al referirse a la inspiración egipcia del 15M y después de las protestas en Grecia y EE.UU. En 2011 funcionó el “copy paste” de los métodos de indignación adaptados a los malestares de cada país. Y en 2019 la simultaneidad fragmentada, tan típica de nuestros días, con protestas en el mundo árabe, Europa, América Latina y Asia. Esta vez nos encontramos con estallidos provocados por demandas sociales y económicas. Protestas que, como nuestro propio décimo aniversario del 15M, necesitan un análisis más detallado pero que en este 2019 estaban marcadas por la desesperación. Esta vez, en lugar de grandes ejes de cambio, señalaron un profundo hartazgo relacionado con el deterioro estructural de un mundo que parecía dejar cada vez más gente fuera. Tanto aquellas personas siempre situadas en la periferia mundial durante décadas como aquellas otras convertidas en sur global tras los cambios tecnológicos, laborales y de sistema económico. Este análisis erróneo, que mezcla la valía de protestas sociales con su posibilidad de éxito frente a otros agentes políticos, no sólo es erróneo. Puede ser reaccionario. Así lo recuerdan estos días los testimonios desgarradores que llegan de Túnez, Egipto, Siria, Baréin, Palestina, el Sahara Occidental… que recuerdan también a muchas personas que han dado sus vidas en las protestas.

Vayamos ahora a las respuestas desde este lado norte del Mediterráneo. La primera constatación de los reveses apunta al fracaso de las políticas europeas hacia el Mediterráneo, que comenzaron con el proceso de Barcelona hace 25 años. No sólo hay más conflictos en la vecindad europea. También se ha constatado la falta de relevancia europea para promover cambios y alejar las consecuencias del desastre. 

Por un lado, como han señalado Bichara Khader y Haizam Amirah-Fernández, las políticas comunitarias hacia el Mediterráneo tuvieron deficiencias en su formulación, fueron incoherentes y nunca hubo voluntad política de llevarlas a la práctica. La idea de fomento de la democracia y los derechos humanos a través del mito de la globalización no rozó nunca el objetivo declarado de desarrollo compartido. Las liberalizaciones comerciales exigidas destrozaron los frágiles sistemas económicos de los países de la ribera sur, enriquecieron sólo al “capitalismo de amiguetes” de sus clases dirigentes y supusieron sólo transferencias a ciertos sectores económicos de la orilla norte. Además, la promoción de la democracia y los derechos humanos fue sustituida por la búsqueda de estabilidad con la que poder seguir con las habituales relaciones económicas, comercio de hidrocarburos y enfoque securitario, reforzado tras 2001, pero también obsesionado con frenar cualquier tipo de migración. También quedaron relegados conflictos de larga duración como el del Sáhara Occidental y Palestina, lo que en la práctica significó profundizar sus ocupaciones. Por otro lado, los principios enunciados fueron contrarrestados por el peso real de las políticas exteriores de los Estados Miembros. Así sucedió en Libia, país en el que Francia e Italia cargan con responsabilidades que avivaron el desastre y que hoy les lleva a participar en bloques rivales de una guerra interminable a apenas kilómetros de Europa.  

La segunda constatación de esos fracasos apunta a que los conflictos acrecentados al otro lado del Mediterráneo llegan al norte en modo bumerán. Peor aún, se acaban convirtiendo en gasolina cotidiana que alimenta a los extremistas de uno y otro lado. Así sucedió en 2015 con la llegada de las personas refugiadas que huían, entre otros, de los conflictos árabes. Así sucedió desde que llegaron los atentados del Estado Islámico a suelo europeo, primero en París hace cinco años y luego en otras ciudades como Barcelona. Estos ataques, que reproducían la matanza anual que se producen en muchos otros países del mundo, fueron contrarrestados con bombardeos y medidas policiales sin que se tomasen medidas estructurales para acabar con las raíces de su expansión.

Si algo hemos aprendido con la Covid es que las amenazas globales no sólo son hipótesis. Suceden con gravísimas consecuencias. Tienen costes económicos y humanos de una dimensión superior a cualquier discusión previa sobre cómo prevenirnos. Lo que hoy apunta a la emergencia climática que ya sufrimos. Y en el caso de los aniversarios que nos ocupan -revueltas árabes, 15M, proceso de Barcelona y atentados- pasa por comprender para actuar. La anterior estabilidad autoritaria de los países árabes era sufrida por la gran mayoría de sus habitantes, en beneficio de unas élites que no sólo estaban en sus países. Por esa razón, 2011 fue el punto de inflexión de unas movilizaciones que no han cesado. La suma de conflictos ha sumido a la región en una geopolítica del caos cuyas consecuencias han llegado también a esta orilla del Mediterráneo. 

Lo saben bien en una Unión Europea que, pese a exponer principios de democracia y derechos humanos, optó por primar la securitización, muros e intereses a veces confesables, otras políticamente incorrectos y, en alguna ocasión, inconfesables. También que con otras políticas basadas en el derecho internacional, paz, resolución de conflictos, derechos humanos, democracia, desarrollo compartido y no extractivo, feminismo y ecología podríamos vivir en un Mediterráneo diferente, algo que debería preocupar especialmente a España por su relación, cercanía y responsabilidades históricas con el Magreb.

Si queremos parar el caos al sur del Mediterráneo y dejar de sufrir sus consecuencias estamos obligados a tejer alianzas internacionalistas. O podremos correr riesgos similares. Ahora, más que nunca en esta era de las sombras, sabemos que aunque cada persona o país es diferente, pero que compartimos un destino que nos obliga a actuar en común. 

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