Nuestros hermanos saharauis

  • Ana Iris Simón es periodista y autora del libro ‘Feria’ (Círculo de Tiza, 2020). Este capítulo, cedido por la autora a cuartopoder, se quedó fuera de esta publicación
  • "En junio del 95, llegó Fatma, con una mochila en la que solo había dos mudas y dos collares de dátiles secos"
  • "La existencia de esos Campamentos de Refugiados sería una de las razones que esgrimiría ante Dolores, mi catequista, para negar la existencia de Dios"

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Ana Iris Simón, periodista y autora del libro Feria (Círculo de Tiza, 2020). Este capítulo, cedido por la autora a cuartopoder, se quedó fuera de esta publicación

Antes de vivir en Ontígola, el pueblo al que habían destinado a mi madre de cartera, vivimos durante dos años en Noblejas, de donde se decía que “había más putas que tejas”. En el pueblo en el que nació mi abuela María Solo, que está en Badajoz y se llama Castuera, se dice que “la que no es puta es turronera”. “Y nosotras somos turroneras”, completaba el dicho mi abuela cuando me lo contaba de niña y se reía y se veía que le faltaba un colmillo.

Mis cuatro bisabuelos por parte de madre eran feriantes. Los padres de mi abuela María solo fabricaban turrón en invierno y en verano lo vendían de feria en feria y los padres de mi abuelo Gregorio, su marido, eran un navajero albaceteño que vendía sus creaciones de mayo a octubre también en las ferias y una quincallera que cuando no estaba en el mercadillo arreglaba las sillas de anea del cine de Albacete. Con 14 años mi abuelo empezó por su cuenta en las ferias con una rata indiana que se compró. La llevaba en una moto y cuando lo recordaba yo me lo imaginaba conduciendo, con menos arrugas y más bajito pero ya con el cigarro en la boca, porque siempre llevaba el cigarro en la boca y mi abuela María no paraba de decírselo: “siempre estás con el cigarro en la boca”. Acabó muriendo de cáncer de pulmón después de ver un partido del Valencia, que era su equipo. Uno de sus últimos días en el hospital acabó también agarrando a mi abuela del cuello, intubado, porque no paraba de decirle que aquello era su culpa, por no haberse quitado nunca el cigarro de la boca “y mira que te lo dije y mira que te lo avisé”. La cosa no llegó a mayores y terminaron abrazándose. Ella también tenía cáncer, pero de útero y estaba menos grave. Se lo diagnosticaron a los dos el mismo día.

Además de la rata en la moto mi abuelo Gregorio también llevaba, cuando empezó por su cuenta en las ferias, una estructura de madera con casilleros sobre los que había escritos números. La gente apostaba a qué casilla iba a entrar el animal y le daba a mi abuelo una perra chica o una perra gorda y si acertaban se llevaban el dinero. Pero realidad era él quien elegía dónde entraba la rata, porque la iba guiando por detrás con un palo untado en queso. Mi abuelo y mi abuela se conocieron en la feria de Valdepeñas cuando él tenía 24 y mi abuela 19. A los tres años se casaron, se compraron una furgoneta Sava y se pusieron a recorrer España vendiendo primero bisutería -y por eso en Criptana los llamaban Los Bisuteros- y juguetes después. Al principio empezaban la temporada en abril, en la feria de Sevilla, y la terminaban en noviembre en la de Balaguer, en Lleida, y a medida que fueron naciendo mis cuatro tíos y la Ana Mari fueron haciendo menos ferias y más mercadillos y romerías, porque en verano podían llevarse a los críos con ellos pero durante el curso escolar no.

Cuando yo nací las ferias se empezaron a torcer, así que crecí con la sensación de que había llegado tarde. La Ana Mari me enseñaba fotos de ella con el Bombero Torero, un grupo de recortadores enanos que iban vestidos de rosa y que iban de pueblo en pueblo y de sus amigas la Tuta, la Tota y la Fátima, que tenían un zoo chico y un mono muy listo que a veces se le cogía al pelo y al que “yo no sé, lo tendrían que vender porque cada vez empezó a haber más papeleo y más restricciones ”. Mi abuela María también solía hablarme del papeleo. De que cuando Franco llegabas y plantabas el puesto donde te daba la gana y “ahora tenías que pedirle permiso hasta al Papa de Roma”.

“Antes de nacer tú”, me contaba la Ana Mari, “las ferias eran los únicos lugares en los que se podían comer hamburguesas o algodones de azúcar e incluso los únicos sitios en los que podías comprar juguetes o montarte en los cacharritos. Así que cuando llegábamos a los pueblos teníamos mucho trabajo y a veces hasta había quien hacía un desfile para anunciar que habíamos llegado, como los del Bombero Torero”, me decía.

Después llegaron los McDonald’s y los centros comerciales y los chinos y Port Aventura y la Warner y los recreativos y la Unión Europea y la vida se convirtió en una feria. Una feria en la que los neones y la diversión y el griterío y el consumir compulsivamente dejaron de ser cosa de una semana para convertirse en un objetivo vital. En un estado permanente. Eso lo entendí después, cuando veía a mi abuela haciendo cuentas o la escuchaba diciendo que “nada más que tenían trampas”, que era como llamaba ella a las deudas, solo sabía que las ferias habían empezado a ir mal cuando había nacido yo. Y que cada vez les costaba más pagar las letras de la Mercedes que sustituyó a la Sava y que un día fueron como el titiritero de la canción de Serrat, que me la ponía mi padre en el coche, una raza que “iba de plaza en plaza, de feria en feria, siempre risueña, de aldea en aldea”, pero ya no.

Con la Mercedes, a la que todos llamábamos “el furgón” hicieron mis padres la mudanza desde Criptana hasta Noblejas, que fue el primer destino de mi padre cuando se hizo las oposiciones de Correos, con 23 años, uno antes que mi madre. Allí solo vivimos dos, hasta que nos cambiamos a la primera casa de Ontígola y después a la segunda, pero seguíamos volviendo a veces, sobre todo al Dany y Vicen, uno de los bares del pueblo, regentado por un matrimonio con el que mis padres habían hecho amistad y que se llamaban Daniel y Vicenta.

Uno de los días en que mi padre fue a tomar café al Dany y Vicen vio un cartel en la puerta que anunciaba que la Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui de Noblejas participaría ese año en el programa Vacaciones en Paz, que consistía en que distintas familias voluntarias del pueblo acogieran, durante los meses de verano, a niños de los campamentos de refugiados sahararuis. Cuando volvió a Ontígola y se lo contó a la Ana Mari la Ana Mari le dijo que se fueran ya mismo al Dany y Vicen o al Ayuntamiento o a donde hiciera falta que ella quería acoger a un niño saharaui y que a ver si los niños saharauis ya iban a estar repartidos y nos íbamos a quedar sin niño saharaui.

Fatma, Ana Iris y sus primos. / Cedida por la autora

Unos meses después, en junio del 95, llegó Fatma, con una mochila en la que solo había dos mudas y dos collares de dátiles secos. Tenía estrabismo, que es como me dijeron que le tenía que llamar a estar bizco porque decir “estar bizco” estaba muy feo, así que en julio, un mes antes de que se fuera, la operaron y mis padres le compraron unas gafas. La operación costaba 200.000 pesetas, pero la médica dijo que no iba a cobrar, así que costó 100.000. Lo acabó pagando el Ayuntamiento de Noblejas cuando el concejal encargado de coordinar el programa de Vacaciones en Paz se enteró de que iban a operar. También le compraron unas gafas.

Fatma no paraba de moverse y de bailar y me llevaba todo el día en brazos. La primera vez que se duchó fue conmigo, en la bañera de la casa de Ontígola que era enorme o al menos a mí con mis cinco años me lo parecía. Cuando vio brotar el agua empezó a gritar y cogió la alcachofa y la empezó a mover para todos lados y puso el baño perdido. La Ana Mari se rió y me explicó después que donde vivía ella, en los Campamentos de Refugiados de Tinduf, en Argelia, no había agua. Más tarde, cuando me apuntara a catequesis, la existencia de esos Campamentos de Refugiados sería una de las razones que esgrimiría ante Dolores, mi catequista, para negar la existencia de Dios. Ella me explicaría entonces que el Señor nos había dado a elegir entre escoger el buen y el mal camino y algunos habían escogido el malo y por supuesto no me convencería porque, que yo supiera, ni Fatma ni su familia eran malos y ella no había hecho nada para nacer en un desierto en el que no había agua igual que yo no había hecho nada para nacer en un pueblo en el que vale que había viejas que vivían en cuevas, pero agua también.

Algunas tardes nos íbamos con ella a la piscina de Noblejas para que estuviera con el resto de los niños saharauis que estaban acogidos en otras familias y cuando se salía del agua se le quedaban un montón de gotitas en el pelo porque lo tenía muy rizado. Nos habían dado a la más negra del grupo. A la única negra, de hecho. El resto tenían la piel mucho más clarita y un día en la piscina una de las niñas saharauis, que era muy mala, informó a la Ana Mari de que Fatma era negra, a lo que la Ana Mari le respondió, simplemente, que ya se había dado cuenta. Una noche que volvíamos los cuatro de Noblejas a Ontígola tuvimos un accidente con el Lada. A ninguno nos pasó nada salvo a Fatma, que se hizo una herida en la pierna.

Como entonces no había móviles, mi padre se compró uno de Airtel del tamaño de un ladrillo pero eso fue un poco después, tuvimos que recorrer andando la distancia entre el camino en el cual tuvimos el accidente, porque no era una carretera sino un camino, y nuestra casa. Una vez allí mi padre llamó a la grúa y la Ana Mari me dijo que no me preocupara, que esa noche íbamos a dormir todos juntos y así lo hicimos y quise tener más accidentes porque total no nos había pasado nada y habíamos dormido los cuatro en la cama grande, aunque yo siempre solía dormir en la cama grande. A mitad de la noche me despertaba y gritaba “Mamá”, alargando mucho la -a, y la Ana Mari venía y me cogía en brazos y me llevaba hasta su cama. Dejé de hacerlo poco antes de nacer Javi, con ocho años. También dejé de jugar.

Ese mismo año, en diciembre, mi madre fue a visitar a Fatma y a su familia a los Campamentos de Refugiados y vino con muchas pulseras, las manos pintadas de henna y una gastroenteritis. También vino con muchas ganas de llorar y mencionaba todo el tiempo una palabra que yo no había escuchado hasta entonces: miseria. Cuando reveló las fotos del viaje conocí a los hermanos de Fatma y supe cómo era su haima, de la que ella hablaba todo el tiempo: una tienda de campaña hecha con lona verde y palos y con alfombras tendidas en el suelo. Allí dormían todos juntos. La Ana Mari salía en las fotos con el melfa, una tela que le envolvía el cuerpo y la cabeza y que era la vestimenta típica de las mujeres saharauis. Se trajo dos o tres y un bote de cristal lleno de arena y un montón de collares y pulseras y un lagarto disecado y un fósil “porque un día ese desierto fue mar”, me explicó.

Unos meses más tarde de su viaje a los Campamentos de Refugiados el Ayuntamiento de Ontígola, un pueblo en el que nunca había pernoctado un negro hasta que llegó Fatma, le cedió una sala para hacer una exposición sobre el pueblo saharaui y sobre un montón de mesas verdes de las de colegio colocó folletos y libros y algunas de las cosas que se había traído de allí, incluida la arena que viajó con ella desde el desierto en un bote. Entonces no lo sabía pero lo que sentía cuando la miraba, desde abajo y dándole la mano, explicándole a las amas de casa y a la Mari, la mujer del alguacil, la situación del pueblo saharaui era el orgullo.

Fatma y Ana Iris. / Cedida por la autora

A mí también me lo explicaban también muchas veces, la Ana Mari y mi padre, pero no llegaba a entender qué era una ex colonia ni por qué hablaban español ni a qué se referían cuando se referían a esa “gran deuda histórica” ni el por qué de la Marcha Verde, de la que hablaban todo el rato. Hacía como que sí y en el colegio repetía sus argumentos y los niños se quedaban igual, claro, lo único que me preguntaban, lo único que les interesaba era si esos negros eran mis hermanos porque mi madre se había ido con un negro o porque los habíamos adoptado y yo me afanaba en explicar que ni lo uno ni lo otro, pero daba igual. Me lo volvían a preguntar una y otra vez, cada vez que salía el tema. Normalmente, claro,
porque lo sacaba yo.

El verano siguiente al que Fatma pasó en nuestra casa mis padres decidieron acoger de nuevo a un saharaui. Ella no podía venir porque ya era mayor, pero les dio igual. Fuimos con la Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui de Noblejas al aeropuerto de Barajas a recibir al nuevo niño y, de repente, cuando estábamos en la zona de salida y los críos empezaron a aparecer, en fila y un poco asustados, la Ana Mari echó a correr, se saltó el cordón de seguridad y se abrazó a uno de ellos. Era, como Fatma, uno de los pocos negros del grupo, porque era su hermano. Eso lo entendimos después porque en ese momento ella
solo respondía “que es Lehbib” cuando los de Seguridad le decían “pero señora”. Aquella tarde no fue ella la única que lloró, abrazada a ese chaval con los dientes tan blancos. Consiguió que cambiaran el destino inicial del hermano de Fatma, al que en principio le correspondía pasar los siguientes tres meses con una familia de Castilla y León, y se vino a casa con nosotros.

Lehbib era del Madrid y cuando nos mandaban a tirar la basura protestaba. Una tarde se fue descalzo hasta las pistas, que era donde quedaba para echar pachangas con los niños de Ontígola, y cuando la Ana Mari y mi padre se dieron cuenta de que se había ido sin deportivas se rieron mucho y se las tuvieron que llevar. Él era dos años más pequeño que Fatma y dos años más mayor que yo, así que el verano siguiente pudo venir a pasarlo otra vez con nosotros.

Entre medias, en Semana Santa, fue mi padre quien viajó a Tinduf para visitar a su familia y volvió sin gastroenteritis, sin tierra en un bote y sin melfas ni lagartos disecados, pero también trajo fotos. En una de ellas aparecía una niña que miraba a cámara con un vestido que un día había sido mío y que mis padres habían mandado para allá en una de las caravanas solidarias junto a un montón de geles, de champús, de comida y de placas solares. Me regaló la foto y me habló de la vida de los niños allí. Le dije que esa niña tenía los ojos como la que se había quedado atrapada que salía en la enciclopedia. Con la enciclopedia me refería a Así fueron los 80, un libro muy gordo que repasaba la década y que, efectivamente, le habían regalado a mis padres al comprar la enciclopedia. Con “la niña que se había quedado atrapada” me refería a Omayra Sánchez. Me pasaba muchas siestas mirando ese libro y su foto y la del buitre de Carter y también una de Gorbachov con un sombrero. Mi padre me respondió que no, que no tenían los mismos ojos pero sí la misma mirada, y que era porque ninguna de las dos había tenido mucha suerte. También me dijo que, aunque en el suelo solo había miseria -de nuevo esa palabra- el del Sáhara era el cielo más bonito que había visto nunca. Que por las noches, miraras al frente o a un lado, veías destellos de luz. Que era “como estar dentro de una taza de estrellas puesta boca abajo”.

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