El poder en tiempos de responsabilidad limitada: la hegemonía del trumpismo
- "¿Era Trump un proyecto individual o era un proyecto más extenso del que amplios sectores se han beneficiado y del que ahora se han desentendido?"
- "Trump, Macri o Bolsonaro son ejemplos de cómo se ha logrado confundir el Estado con los negocios"
- "Se ha generalizado la imagen de una clase política sin control sobre la situación, y que toma decisiones más orientadas a aparentar normalidad que a resolver la situación"
Rubén Juste, autor del libro La nueva clase dominante (Arpa, 2020)
Un día después de anunciarse la victoria de Joe Biden, las bolsas se dispararon, aumentando en más de diez mil millones de dólares el valor de las acciones de Bezos en Amazon, y en otros ocho mil millones las de Zuckerberg en Facebook, momento que aprovecharon para hacer efectivo parte de ese incremento. Algo en sentido contrario había sucedido cuatro años antes, cuando la victoria de Trump provocó la caída de las bolsas americanas y chinas. Era una mala noticia para los inversores de Wall Street que invirtieron cuatro veces más en la campaña de Hillary Clinton, mientras otros, como Renaissence Technologies, habían acertado al poner huevos en ambas cestas. Estos últimos eran los impulsores y financiadores de Cambridge Analytica, uno de los accionistas de Facebook y el mayor contribuyente de la campaña de Donald Trump en 2016. Lo que nos lleva a la pregunta: ¿era Trump un proyecto individual o era un proyecto más extenso del que amplios sectores se han beneficiado y del que ahora se han desentendido?
En primer lugar, Trump era un conocidísimo empresario antes de llegar al despacho oval. El capitalismo se ha servido tradicionalmente de la política para abordar los negocios y acortar los tiempos y procedimientos de resolución, siendo los políticos sus intermediarios o lobbistas. Al fin y al cabo, el proceso de concesiones administrativas y concursos que condicionan el crecimiento de grandes corporaciones y sus resultados anuales es tedioso, y suelen utilizarse otros cauces. En España, la agencia supervisora CNMC estimó la polémica cifra de 47.500 millones de euros en sobrecostes y comisiones que inflaban la factura pública, algo que Manuel Vázquez Montalbán calificó en los años noventa como «Estado de corrupción», cuando «concesiones políticas, que debían tener en cuenta ante todo el interés público, se hicieron teniendo en cuenta quién daba la mejor comisión». El Partido Popular sabe mucho de esto: una decisión puede costar millones, especialmente en un sector constructor-inmobiliario empujado por el turismo, que se ha consolidado como la primera industria global y que aporta una sustanciosa rentabilidad de entre el 7 y el 10%. Solo hay que compararlo con el retorno de la bolsa americana (S&P 500): un 8%.
A pesar de este proceso de mercantilización de la política, en su interior han convivido durante mucho tiempo dos lógicas con diferentes objetivos: la del padrinazgo y la del clientelismo empresarial.
El primero implicaba que no cualquiera podía ascender en el partido, habiendo que pasar un filtro de cargos, corrientes, ideas y favores a la vieja cúpula dirigente. Era la lógica del maestro sobre el pupilo, que se extendía tanto en la política como en los negocios y profesiones. Sin periodo de aprendizaje y sin sumisión, no había ascenso. Romper los tiempos, los mecanismos para el ascenso y los tradicionales instrumentos de influencia, convertía al desafiante en un outsider al que había que batir, algo que sufrió en sus carnes Mario Conde, o en la actualidad Donald Trump.
En segundo lugar, el partido ha sido, por encima del candidato, la maquinaria de adjudicación y redistribución de recursos del Estado, así como de cohesión de una clase dominante. Bien lo sabe Pedro Sánchez, que quiso probar la autonomía de su cargo y chocó con la soberanía del Partido Socialista sobre las decisiones de alianzas de Gobierno. El PSOE se había convertido en algo más que en millones de votos, era un sistema complejo de intereses empresariales, políticos, corporativos y geopolíticos. Este es el engranaje de cualquier partido de masas en un Estado capitalista occidental, y hasta del Partido Comunista Chino.
La solidez de este sistema ha ido más o menos al mismo ritmo que el grado de concentración del sistema capitalista: a más concentración de la riqueza, más medios se ponían al servicio de candidatos potenciales para romper los esquemas de padrinazgo y clientelismo clásicos de los partidos, de modo que se quebrara el statu quo dominante y aumentase la fluidez de los recursos. Algo parecido pasó en 2016 en EE.UU. Los que hoy reniegan abiertamente de Trump, eran sus principales donantes. Ante las promesas proteccionistas y de beneficios fiscales, acudieron en tromba a darle cobertura mediática y económica. Eran empresas tan antisistema como Disney, Beal Bank, Montaire Farms y grandes fondos de inversión como Cerberus o Blackstone (la principal empresa inmobiliaria del mundo). Para ello, el matrimonio de políticos y empresas había desafiado al aparato republicano en las primarias con la connivencia del imperio Murdoch (Cadena Fox), Facebook y Twitter para expandir sus mensajes poco ortodoxos, y con Cambridge Analytica para manejar su campaña mediática. Su mayor apoyo económico externo -Trump aportó la mayoría de recursos— se encontraba en el sector financiero-inmobiliario, pero suponía menos de un tercio de lo que aportaron a la campaña de Clinton.
Más allá de esto, les distinguían sus bases sociales y organizativas: Trump se apoyaba en el Tea Party, en la alt-right y en su propia empresa (gestionada por su familia), y Clinton en los principales sindicatos estadounidenses, en el establishment mediático de Hollywood y en el aparato político del partido demócrata que se opuso a la candidatura de Bernie Sanders. Clinton contaba con el apoyo de su partido, mientras que Trump contaba con el apoyo de su familia y su empresa como principal organización política, algo que luego se reflejaría en la configuración de su gabinete.
Grandes poderes otorgaban el mando político a un clan empresarial-familiar, lo que se ejemplificaba con la aparición de presidentes de nuevo cuño: además de Trump, Sebastián Piñera en Chile, Horacio Cartes en Paraguay, Jair Bolsonaro en Brasil o Mauricio Macri en Argentina. La autonomía de estos clanes contrastaba con el clan Clinton, que era supervisado, mediado y apoyado por un aparato político llamado Partido Demócrata.
Este sistema de derribo del orden político tradicional por parte de clanes empresariales era novedoso, pero no una novedad. Décadas atrás se instalaban mediante golpes de Estado, derribando gobernantes y legislaciones a su paso, como sucedió en numerosos países de América Latina con empresas promotoras como la American Fruit Company, como magistralmente ha descrito Vargas Llosa en su novela Tiempos recios. Lo novedoso es que ahora son operaciones político-mediáticas las que desafían el orden político vigente apoyándose en el aparato administrativo legal: se presentan a las primarias de los partidos, presentan avales, forman candidaturas y aceptan los procedimientos de elección. Su gran baza es ahora la independencia frente al programa de partido, las corrientes internas o los vínculos geopolíticos y empresariales del mismo. Van por libre, y eso les hace candidatos outsiders atractivos para el electorado, que veía en los partidos estructuras endogámicas que no reflejaban los intereses de la gente. Razón no les faltaba.
La razón antisistema les ha acompañado, haciendo de la ruptura con las leyes convencionales su leitmotiv. Uno de los primeros experimentos tuvo lugar hace ocho años con el golpe parlamentario al presidente Fernando Lugo —acusado de la masacre de Curuguaty—, orquestado por el empresario monopolista Horacio Cartes, que rompió la lógica bipartidista imperante e instaló en la jefatura del Estado a un nutrido grupo de empresarios que antes debían esperar a las eternas juntas directivas, deliberaciones ministeriales y desmanes de intermediarios y comisionistas políticos. Eran sojeros, empresarios del sector inmobiliario y constructores, ávidos de nuevos contratos y beneficios fiscales con los que expandir sus negocios. En la fase de ultracompetencia global entre grandes capitales, el Estado se ha convertido en un mecanismo fundamental para crecer económica y políticamente. Horacio Cartes era un viejo conocido de la justicia, con casos pendientes por narcotráfico en EE.UU., y su base ideológica era una completa hostilidad hacia las instituciones públicas que le acechaban. Acecho que le serviría, al igual que a Trump, como discurso antisistema para presentarse como outsider y verdadero representante de un mundo ‘exterior’ que había perdido la confianza en las instituciones tras años de recortes y abandono por parte de las empresas, el Estado y sus representantes. La población veía en estos candidatos, y en su trato directo por las redes, el último recurso para que sus demandas fueran representadas y canalizadas.
Para estos empresarios, la carrera a las presidenciales era un amparo y un soporte político necesario para poder seguir expandiendo sus negocios en la banca, los medios de comunicación, la industria o el negocio inmobiliario. Trump, Macri o Bolsonaro son ejemplos de cómo se ha logrado confundir el Estado con los negocios. Su discurso antisistema, que no neoliberal, trata de deslegitimar a toda institución tradicional del Estado de bienestar, que era algo que se venía incubando en las calles. Después de la crisis de 2008 el mundo es antisistema, y la generación que lo habita también, desplegando sin reconocerlo muchos argumentos que niegan el valor de las instituciones tradicionalmente asociadas al sistema de bienestar. Empresas y organizaciones aparentemente de izquierdas se suman a la ola de bajos salarios, precarización y altas cargas laborales, bajo la promesa del trabajo soñado. Trump y otros líderes se asientan en este mundo post-Estado, donde el bienestar está por encima de las instituciones y de los derechos.
A pesar del nihilismo imperante, para el despegue de estos candidatos ha sido fundamental un pegamento social que en la anterior fase política encarnó el 15M, los indignados de Wall Street y partidos de izquierda como Podemos o Syriza: espíritu antioligárquico y representación colectiva. Detrás de Trump y la nueva derecha, surgían grupos religiosos y radicales que proporcionaban un aparato discursivo y social para cohesionar internamente y posicionar un enemigo externo: los evangélicos frente a las feministas; los militares frente al colectivo LGTBI; las clases medias frente a los profesionales liberales, y grandes predicadores frente a actrices y periodistas influyentes.
Por su parte, Trump nunca abandonó su propia esencia, la de un empresario antisistema que recurría a cualquier medio para conseguir su objetivo, y uno de esos medios era desafiar los convencionalismos. Así fue como se hizo popular con su programa de televisión en el que despedía a sus empleados, y así fue como atrapó a una audiencia cautiva que bebía los argumentarios xenófobos a falta de una alternativa colectiva, positiva y valiosa ante una realidad cada vez menos valiosa. La vieja clase dominante no daba respuesta a la pérdida de poder adquisitivo, la desintegración de la familia, la ruptura de la solidaridad social y, sobre todo, a la destrucción del tejido institucional tradicional formado por las grandes empresas y el Estado; Trump, sí. Quería hacer de nuevo grande a América, devolverle la imagen de aquel país cuyas grandes empresas y Estado cobijaban y cubrían las aspiraciones de una mayoría.
Su relativo fracaso, con el segundo mejor resultado de la historia de las elecciones estadounidenses, ha sido un aviso sobre los límites de este modelo. Como afirma Manolo Monereo, la candidatura de Biden se ha formado por oposición. Era pues una suma de elementos y electores que se contraponían a Trump, pero que no necesariamente apoyan a Biden. Es más, Trump no sólo no ha retrocedido, sino que ha crecido en votos, y entre sectores como minorías de baja cualificación, grandes rentas y latinos en algunos Estados como Florida o Texas. Biden ha sido capaz de fagocitar artificialmente toda una serie de movimientos sociales y candidatos, como Alexandria Ocasio y Bernie Sanders, a los que tendrá que asimilar políticamente en una administración que se prevé continuista de la era Obama y, por tanto, apuntalada en los campos geopolítico, militar y financiero.
El punto débil de Trump ha sido ser visto como un infructuoso mediador de intereses geopolíticos, económicos e ideológicos. Ha sido incapaz de generar consensos amplios, y ha creado un modelo político extremadamente polarizado, incapaz de llegar a ser hegemónico. A diferencia de los consensos asociados al viejo establishment, a Trump se le han agolpado demandas de los viejos donantes, de lobistas y del partido, lo que nos lleva a pensar que los nuevos modelos de política son poco efectivos para crear una comunidad de intereses, pues eran solo Trump y su familia (particularmente su yerno) los que filtraban las prioridades. Los partidos quedaban en segundo lugar, así como sus órganos de decisión; y eso no sucedía solo en la política, sino también en los negocios.
Los nuevos inversores institucionales como Blackrock o Vanguard, han ido prescindiendo del sistema de ejecutivos que dirigían las grandes multinacionales de las que eran accionistas, de sus consejos de administración y de sus clubes y foros. Facebook y otras tecnológicas, a su vez, disolvían el espacio de intermediarios que otrora había entre el consumidor y el producto, una extensa red de instituciones comerciales y no comerciales (empresas, tiendas, distribuidores, etc.). Así pues, Trump no inventaba nada nuevo, sino que se sumaba a una ola global de disolución de instituciones intermediarias y de teatralización de la política. En la nueva etapa, son pocas personas (y no Estados o empresas) las que deciden sobre grandes recursos económicos y humanos: el neoliberalismo se convierte así en lideralismo.
Blackrock, Blackstone, Amazon o Facebook son algunos de los nuevos exponentes de la nueva clase dominante que ha permitido la aparición de Trump. Desde la crisis económica, los nuevos poderes económicos han ido prescindiendo de representantes políticos (de empresas y Estados), sorteando instituciones nacionales para ser favorecidos por entidades supranacionales en sus negocios (como la adquisición por concurso del Banco Popular gracias a la JUR; o las políticas monetarias de los bancos centrales). Desde la crisis de 2008 no han dejado de crecer, se han ido expandiendo al mismo tiempo que derribaban fronteras empresariales y políticas nacionales. Sin embargo, en estos dos últimos años, este nuevo patrón de crecimiento y hegemonía ha mostrado signos de agotamiento por la saturación y la artificialidad. Las políticas teatralizadas de Trump eran cada vez más simbólicas, y tanto la atomización como el derrumbe progresivo de la base social e institucional las hacía huecas y artificiales. El neoliberalismo seguía avanzando igual. Progresivamente, todo el aura antisistema y liberador ha ido desapareciendo, al tiempo que surgían las costuras tradicionales de un dominio compuesto de cuotas de poder, nepotismo, corrupción institucional y tráfico de influencias.
La aparición del mortal virus Covid-19 ha sido un golpe de realidad para muchos. La nueva política tenía que tomar los mandos de un Estado privatizado que no existía, con recursos que no tenía. Así fue como vimos una clase política aturdida, con la mirada perdida, articulando argumentarios contradictorios y haciendo compras con el espíritu de un megalómano. Los gestores han desaparecido en la mayor parte de Occidente, y sólo quedan exponentes de la nueva política que administran el Estado como lo que es: un sistema externalizado cuyo capital político consta de unos servicios públicos precarizados. Con esta situación en la mayoría de Occidente, y agudizada en EE.UU., no es de extrañar el cierre de filas de todo el establishment con Biden, que ha visto con horror que la política del no-Estado vigente podía desatar la peor pesadilla nunca antes soñada: manifestaciones en las calles, tiroteos, gente que no cree ni en las mascarillas, ni en las medidas sanitarias, ni en el propio virus. Un escenario plenamente apocalíptico, que poco a poco fue alimentado con el descreimiento hacia las instituciones que la nueva clase dominante iba, a su vez, alimentando. Finalmente, los nuevos actores dominantes pactaron con las viejas élites una tregua, a la vista del horror que ha provocado su criatura.
Trump es la criatura Frankenstein del nuevo poder, de la cual se desentienden, horrorizados por la imagen que les hacía tener como creadores de semejante monstruo. Era su creación para evitar el mal mayor que siempre habían temido: los intentos regulacionistas de Ocasio, Sanders o Elizabeth Warren. De ahí que durante estos años de regencia de Trump, Facebook, Twitter y todo el conglomerado mediático no haya puesto ninguna barrera a seguir difundiendo el mensaje xenófobo y machista de Trump. Solo en las últimas semanas antes de las elecciones, Facebook y Twitter empezaron a vetar mensajes y noticias, culminando con un extraño y precipitado corte de la emisión de un derrotado Trump, que alentaba a la insumisión en pleno directo. No hay que perder de vista que Facebook y Youtube han sido acusados de ser los principales altavoces de grupos negacionistas del cambio climático.
La era Trump ha sido un escenario de prueba. Con la vista puesta en la inevitable crisis medioambiental, el virus Covid-19 ha servido como prueba de la solidez de las instituciones y de su legitimidad. Salta a la vista que poca gente cree en ellas y que el poder político se ha visto deslegitimado. El símbolo ha sido Trump, pero no por ello la solución ha sido Biden. Se ha generalizado la imagen de una clase política sin control sobre la situación, y que toma decisiones más orientadas a aparentar normalidad que a resolver la situación: son actores e intermediarios.
Con la victoria de Biden volvemos a una fase de aparente paz, en la que tecnológicas e inversores han pactado nuevos cánones fiscales, potenciado la verificación de noticias y apadrinado a las viejas élites, entendiendo que la coyuntura de estrés social y crisis económica necesita un respiro. Todos cerraron filas ante el temor de que la mayoría hubiera visto demasiado claro el trasfondo del nuevo poder político: la capa del caballero no era sino para tapar el roto que cubría las nalgas, como diría Quevedo. En el Estado ya no quedaba nada, pues sus funciones han sido externalizadas a terceras manos.
Trump era, en resumen, una fórmula de ambiciones de autonomía política del poder económico, que le utilizó directa o indirectamente para ese fin. Mirando a 2021 y a los grandes padrinos de Biden, no es difícil concluir que estamos ante un espejismo de vuelta al viejo orden, bajo la realidad del fin de un orden que se cae a pedazos y espera un mejor momento para ser sustituido.
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Varias anotaciones al margen:
* El decadente Imperio esta ciego.
* El Trumpismo es tan relevante que es una categoría en sí mismo.
* No está muerto, solo está de ‘parranda’. (Biden y su banda de #NeverTrumpers #vueltanormalizadores despejan el camino a un potente efecto boomerang.
* El GOP (Great Old Party) es y ha sido siempre profundamente transformador (reaccionario, conservador y clasista, pero transformador).
* Las guías pricipales están dibujadas en la ‘desaparecida’ organización lobista de pensamiento PNAC (Proyect for the New American Century) no en el Tea Party.
* Hay que tomar distanciancia con el Imperio, porque todos sus satélites caerán con él.
Muchas gracias por este análisis tan inteligente y veraz.