Un espejismo de la libertad
- "Ver a los presos políticos de nuevo con sus familias, viviendo un espejismo de lo que podría ser, su libertad, ha supuesto un breve bálsamo para la sociedad catalana"
- "Para que la sociedad catalana perciba como real y sincera la posición de diálogo con la que el Gobierno del PSOE y UP se llena la boca, debe ver hechos tangibles"
- "Mientras existan esos presos (y exiliados) políticos, cualquier oferta de diálogo será acogida con desconfianza por la sociedad catalana"
A principios de julio las juntas de tratamiento de las prisiones catalanas de Lledoners, Puig de les Basses y Wad Ras decidían, por unanimidad de sus miembros, conceder el tercer grado penitenciario a los presos políticos independentistas. Dos semanas más tarde, y como es habitual en la práctica totalidad de los casos, el departamento de Justicia de la Generalitat de Catalunya ratificaba esa clasificación, en la que se encuentran actualmente el 27,6% de todos los penados en Catalunya.
Las muestras de júbilo popular acompañaron a la mayoría de los presos políticos en su regreso (momentáneo) a casa, salvo alguna excepción como la de Carme Forcadell, a solicitud expresa de la misma. Sólo durante dos semanas, Oriol Junqueras, Carme Forcadell, Dolors Bassa, Jordi Cuixart, Jordi Sànchez, Jordi Turull, Josep Rull y Joaquim Forn han dormido en prisión de lunes a jueves, y con sus familias de viernes a domingo. Este martes, sin embargo, y a través de un recurso de la Fiscalia del Estado, el juez de vigilancia penitenciaria ha suspendido la aplicación del tercer grado para la mayoría de los presos políticos.
El casi imperceptible cambio en su situación penitenciaria ha provocado, durante quince días, una mayor exposición mediática de los presos políticos (con la excepción destacada de Carme Forcadell y Dolors Bassa), enmarcada en la batalla política que está por venir, en las próximas elecciones catalanas, entre ERC y Junts per Catalunya. Sin embargo, ello no deja de ser un reflejo del gran ascendente que estas personas siguen teniendo sobre sus espacios políticos, a pesar de la obsesión de la Fiscalía y del Tribunal Supremo por aplicarles una suerte de “derecho penal del enemigo” e intentar silenciarlos como venganza por su atrevimiento de cuestionar el más sagrado de los principios políticos españoles: la unidad territorial del Estado.
Ver a los presos políticos de nuevo con sus familias, viviendo un espejismo de lo que podría ser, algún día, su libertad, ha supuesto un breve (y ahora interrumpido) bálsamo para la sociedad catalana, pero a la vez ha servido de recordatorio de la situación política anómala que se vive desde finales del año 2017, cuando los líderes de las principales formaciones políticas independentistas fueron encarcelados o partieron al exilio.
Y es que, dejando de lado los errores que hayan podido cometer un lado u otro a lo largo de estos últimos años de conflicto político, la realidad de Catalunya sigue siendo la que es: se trata del único territorio del Estado español que no se encuentra regido por la fórmula de encaje territorial deseada por la mayoría de su población. Los datos son tozudos. Según el último barómetro de opinión política del Centre d’Estudis d’Opinió (el CIS catalán), el 63% de los catalanes considera que Catalunya ha alcanzado un nivel insuficiente de autonomía; al mismo tiempo, un 35,5% cree que Catalunya debería ser un Estado independiente y un 23,9% que debería ser un Estado dentro de una España federal, lo que significa que cerca de un 60% de catalanes no está de acuerdo con el modelo autonómico actual, que sólo defiende el 26,8%.
Ante este problema político de primera magnitud, que seguirá estando ahí con o sin pandemia, con o sin crisis económica, la existencia de presos políticos supone un obstáculo más, y muy grande, para su eventual encauzamiento. ¿Por qué? Fundamentalmente porque para que la sociedad catalana en su conjunto perciba como real y sincera la posición de diálogo con la que el Gobierno del PSOE y Unidas Podemos se llena la boca, debe ver hechos tangibles que la sustenten.
Mientras existan esos presos (y exiliados) políticos, pues, cualquier oferta de diálogo será acogida con desconfianza por la sociedad catalana (incluso por los que, dentro de ella, apuestan sin tapujos por una resolución pactada del conflicto), todavía más cuando para cualquier tímido avance en la concreción de dicho diálogo parece que hay que arrastrar al Gobierno central a ello; la frase “el PSOE no hace, al PSOE se le obliga a hacer” debería dejar de ser cierta algún día si en Moncloa aspiran, de verdad, a encontrar una resolución al conflicto democrático planteado. Y la realidad de los presos políticos supone un obstáculo insalvable para ello.
Sólo cuando Oriol Junqueras, Carme Forcadell, Dolors Bassa, Jordi Cuixart, Jordi Sànchez, Jordi Turull, Josep Rull y Joaquim Forn sean libres, puedan retomar sus vidas, cuidar de sus familiares, ver crecer a sus hijos, y tener la voz que ellos mismos quieran tener (y que el conjunto de los catalanes les otorguen) en el debate sobre el futuro, sólo entonces, se podrá empezar a pasar página de los agravios políticos y sociales causados por el Estado al conjunto de la sociedad catalana. Y sólo entonces la búsqueda de una solución al conflicto democrático podrá empezar de verdad, a pesar de las pocas esperanzas que haya depositadas en ello. Pero todo tiene que empezar por un gesto, por un acto valiente, que amnistíe a la sociedad catalana de un sufrimiento personal y colectivo que no tiene ningún sentido más que el de la venganza. Hay que pasar de los espejismos a los hechos.