Un cuerpo político vulnerable, vulnerado y resistente
- "Vamos a necesitar, me temo, ensanchar la complejidad de nuestro mundo si no queremos caer en los mismos errores"
- "Vamos a tener que ser creativos para transgredir, sin poner en riesgo la salud, esa llamada a la ruptura de los vínculos"
- "Nos vamos a tener que componer los unos con los otros, hasta engendrar respuestas que busquen la justicia social y la vida"
Es el mismo ser humano el que es lo uno y lo otro [autónomo y vulnerable] bajo dos puntos de vista diferentes. Y es más, no contentos con oponerse, los dos términos se componen entre sí: la autonomía es la de un ser frágil, vulnerable. Y la fragilidad no sería más que una patología, sino fuera la fragilidad de un ser llamado a llegar a ser autónomo, porque lo es desde siempre de una cierta manera. He aquí la dificultad con la que hemos de confrontarnos.
Paul Ricoeur
Hay palabras que se quedan tatuadas a la piel. Pequeños arrebatos que disparan las emociones y las ideas hacia lugares distintos. Anoto en mi cuaderno dos de esos instantes de fuego. “¿Dónde hay que apuntarse para la renta esa que regalan? Es para un amigo”, dice en Twitter Jesús Encinar, fundador del portal inmobiliario Idealista, a propósito del Ingreso Mínimo Vital. “Desde un grupo de familias nos dirigimos a las comunidades educativas del barrio para solicitar vuestra ayuda en esta situación de vulnerabilidad. Como parte fundamental de las redes de cuidados, os animamos a aprovechar vuestra fuerza y apoyo mutuo cotidiano para colaborar con el banco de alimentos que hemos creado”, reza una Carta a las Asociaciones de familias de Lavapiés (Madrid) enviada por dos colectivos vecinales que trabajan en el campo de la integración y la defensa de los derechos civiles de las personas migrantes. Estas palabras constituyen, a modo de ejemplo, distintas posiciones en pugna dentro del cuerpo político de la ciudad, y ambas, de manera directa o indirecta, dialogan con la experiencia social de vulnerabilidad que habitamos estos días.
Quizá por ello todo arrebato merece ser pensado, sometido a una cierta ruptura crítica, para después tratar de fundar acciones coherentes con los propios ideales de uno. En este caso, me gustaría compartir algunas reflexiones sobre la propia noción de vulnerabilidad y cómo, a partir de ella, se están desplegando prácticas comunitarias de muy distinto signo que también merecen ser reflexionadas, y “re-imaginadas” por si pudieran constituirse en una buena base para la vida post-confinamiento. Decía Bruno Latour que “cuanto más afectado está el cuerpo, cuando se vuelve consciente de más aspectos, más extenso y complejo se vuelve nuestro mundo”. Vamos a necesitar, me temo, ensanchar la complejidad de nuestro mundo si no queremos caer en los mismos errores.
Vulnerabilidad es una palabra que encierra muchas trampas. Así lo denunciaba recientemente en un artículo incisivo Francisco Rey Marcos, donde más que hablar de comunidades vulnerables (como si fuera algo inherente a ellas mismas), defendía la idea de que se trata de grupos “vulnerados”, a quienes se les han arrebatado derechos fundamentales, sobre quienes se ha ejercido una sistemática violencia estructural, y cuya fragilidad responde al ejercicio ordinario de esa violencia (ya sea simbólica o material) por parte de diferentes responsables sociales, culturales, políticos y económicos. Hay vulnerabilidad porque hay “vulneradores”.
Sin embargo, esta realidad es más compleja aún. Si tuviéramos que intentar capturar los diferentes sentidos que la noción de vulnerabilidad tiene en nuestras vidas, podríamos advertir que conviven (como hace tiempo planteó Lydia Feito) al menos dos grandes continentes conceptuales. Lo que podríamos llamar “vulnerabilidad antropológica”, es decir, la fragilidad debida a nuestra condición “corporal y mortal”, la sensación de amenaza, la percepción del daño, la posibilidad de sufrir, la limitación y la finitud que la existencia comporta. Toda vida es precaria. Una vulnerabilidad que siempre ha estado presente, pero que se pone en evidencia más que nunca ahora, ante nuestros ojos, de tal manera que es imposible ignorarla o mirar hacia otro lado. Los seres humanos somos, a la vez, conscientes de nuestra propia vulnerabilidad y hacedores (con limitaciones) de prácticas que intentan superarla. Pero, por otro lado, estaría también eso que se llama la “vulnerabilidad social”. El conjunto de condiciones materiales de fragilidad que emanan de ciertos ambientes o situaciones socio-económicas, y que hacen que se reproduzcan socialmente “espacios de vulnerabilidad”. La vulnerabilidad antropológica es “persistente”, constitutiva de nuestro ser, la vulnerabilidad social es “variable y selectiva”. Y están interrelacionadas. Las condiciones materiales pueden intensificar o no la vulnerabilidad antropológica. No en vano, venimos de una década austericida donde se han incrementado las desigualdades, donde han campado a sus anchas los “vulneradores” y donde, por extensión, se han extendido todas las formas de vulnerabilidad.
Tomando en cuenta estas nociones, pensemos en algunas prácticas de apoyo mutuo que, durante este periodo de confinamiento, han tratado de encarar esos diferentes modos de vulnerabilidad. Veamos, por poner dos casos reconocibles, la labor de los sanitarios en la contención de la pandemia o el surgimiento de diferentes “modos” de recolección y distribución de alimentos. ¿Cómo han mostrado los medios de comunicación de masas dichas experiencias? Pues de un modo bastante estereotipado. Se ha privilegiado una imagen exótica, caritativa, des-comunitarizada, excepcional, propia de la beneficencia, convertida en espectáculo televisivo, con un trasfondo humanitarista, miserabilizador y heroico, sobre todo, heroico. En ningún momento ha aparecido en el relato, salvo casos muy puntuales, la posibilidad de entender esas mismas prácticas como una suerte de cotidiana actitud ética, ciudadana, profesional y/o deontológica, orientada al “cuidado-de-sí”, es decir, etimológicamente, a la “cura”. Lo heroico individualiza y despotencia la agencialidad y el carácter (intrínsecamente) político de esta ética de la cura. Además, la presentación de lo heroico lo convierte en algo exclusivamente necesario para los tiempos que corren, y no reconoce la vulnerabilidad como algo que si bien se pone de manifiesto ahora, hunde sus raíces en momentos anteriores, en fenómenos distintos a la pandemia. Si no, que se lo pregunten al Sindicato de Manteros cuyos miembros deben tirar de una caja de resistencia creada con antelación a la covid-19, durante años, pues la emergencia, la precariedad, la vulnerabilidad son siempre una posibilidad en sus existencias.
Afortunadamente, algunos medios alternativos han intentado narrar estas prácticas de apoyo mutuo desde un lugar diferente. Gracias a ellos hemos podido conocer las redes vecinales y los proyectos comunitarios que se están llevando a cabo en algunos barrios y pueblos del país muy castigados por el coronavirus, y donde antes de la enfermedad sobrenadaban agudos procesos de desigualdad y exclusión social. Hemos podido también descubrir la cara más amarga de las “cuarentenas vulnerables”, aquellas que suceden en los hogares monomarentales, en los pisos interiores y sin condiciones, en las casas de los migrantes sin papeles, de los solicitantes de asilo. Gracias a estos “contra-relatos” hemos podido tener acceso a las redes espontáneas de cuidados; a las luchas de los colectivos antirracistas para pedir la legalización de las personas migrantes; a la organización espontánea de familiares con personas mayores internadas en residencias convertidas en “morideros” (y, por cierto, privatizadas en su gestión); a los intentos por generar nuevos modelos de producción agrícola basados en la soberanía alimentaria. Gracias a esas narrativas “otras”, hemos podido palpar la potencia, la pasión de vida, el irreductible proceso autónomo frente a la contingencia y la fragilidad del mundo.
¿Cómo podríamos seguir imaginando esas prácticas para que nos ayuden a urdir una respuesta post-confinamiento? Son muchas las aperturas posibles, pero me inclino a esparcir algunas propuestas, por si sirvieran para ir confeccionando un debate público.
En primer lugar, creo que podríamos pensarlas no tanto como prácticas atomizadas, inconexas entre sí, sino como una comunidad política en la dispersión, donde se encarna eso que Adela Cortina llama una “ética cívica cordial”. Si las concebimos como agregación política, más allá de su innegable particularidad, podemos quizá buscar modos de articulación entre ellas. No se trataría tanto de la creación de un frente unívoco, uniformizador, sino más bien de visualizar los elementos orgánicos que podrían servir de base para imaginar un salto de escala.
En segundo lugar, considero que esas prácticas podrían ser pensadas también, como ya vienen haciendo algunos activistas y científicos sociales, en tanto modos de “economía moral”, es decir, formas que las multitudes y los grupos vulnerados tienen para dar respuestas materiales y económicas distintas a la norma capitalista, desde sus propias concepciones morales y socioculturales, muchas de las cuales ya estaban aquí. Además, y en relación a esto, podríamos también verlas como una suerte de “artes de la resistencia”, “armas de los débiles” (que diría el antropólogo James Scott), procedimientos por los cuales la gente resignifica relaciones de vulnerabilidad no desde “la política”, o sea, los partidos y las formas instituidas de poder, sino desde la ambigüedad y el hacer de “lo político” en la base. Tengo la impresión de que eso que llamamos vulgarmente “las izquierdas”, en un escenario de crisis económica y desconfinamiento paulatino y securitario, van a tener que conectar con esas formas de lo político sino quieren quedar fuera de juego.
Y en tercer lugar me parece que, siguiendo a Judith Butler, podríamos también re-imaginar esa comunidad política en tanto “cuerpos en alianza”, es decir, formas de subjetividad que más allá de una identidad específica (el “yo” o un “nosotros excluyente”), reúnan en sí mismas la posibilidad irrenunciable de la apertura, del ensamblaje con los demás (incluso los que no pertenecen a mi tribu), la reunión con la alteridad, la relación y el vínculo como dique de contención de la precariedad. Esta idea me parece especialmente necesaria porque vienen tiempos de supuesta obligación hacia el distanciamiento social, y vamos a tener que ser muy creativos para transgredir (sin poner en riesgo la salud pública) esa llamada a la ruptura de los vínculos.
Todo está por construir. Nadie tiene la verdad que sirva de guía. Nos vamos a tener que componer los unos con los otros, hasta engendrar respuestas que busquen la justicia social y la vida. Quizá por eso, merecería la pena tatuarnos en la piel aquel verso de Emily Dickynson que parecía anticipar los tiempos que habitamos: “hallar descanso en lo inseguro”.
Gracias de nuevo a Ainhoa Montoya y a Isabel Cadenas por las aportaciones y su mirada atenta.