ESTADO DE ALARMA

Por un pensamiento ‘no confinado’

  • "Narraciones, símbolos, retóricas, opiniones y experticias, que no han parado ni un minuto de “delimitar” lo que es plausible y lo que no"
  • "Se han sobrexcitado los valores patrióticos y nacionalistas; se ha recuperado una grandilocuencia militar y belicosa"
  • "Tengo miedo de que el confinamiento confine nuestro pensamiento, que lo reduzca a una retórica ya prefigurada"

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Ernesto García López, doctor en Antropología Social y Cultural y profesor en Duke University in Madrid

Lo cotidiano se inventa con mil prácticas furtivas.

Michel de Certau

No sé a ustedes qué les parecerá, pero el coronavirus no solo se ha instalado en nuestras vidas como un problema de salud con dramáticas consecuencias sociales y económicas, sino también de pensamiento y concepción del mundo. Y digo de pensamiento, porque durante las últimas semanas de encierro hemos asistido desde los grandes medios de comunicación e instituciones a un aluvión de narraciones, símbolos, retóricas, opiniones y experticias, que no han parado ni un minuto de “delimitar” lo que es plausible y lo que no. Todo lo que queda fuera de ese perímetro interpretativo no merece ser tomado en consideración.

Transmutado (que no eliminado) el vínculo social con motivo del repliegue sanitario, nuestros cuerpos sentipensantes, nuestras prácticas ordinarias, nuestros modos de comprender la materialidad a partir de la experiencia compartida, se han visto relegadas a una especie de universo de segundo grado, en beneficio de un conjunto de marcos discursivos que, diría, merecen ser puestos en cuarentena porque bien pudieran hipotecar incluso la forma de repensar “creativamente” la convivencia cuando salgamos del encierro.

Por ejemplo, poco a poco se ha pretendido instalar en el imaginario colectivo una suerte de “retórica delegativa de lo común”: la gestión de la catástrofe debe estar en manos, única y exclusivamente, de los expertos, los profesionales, las autoridades, sin posibilidad de componer un diálogo con la sociedad civil y los entramados comunitarios. Se trata también de una “poética chauvinista” (somos un gran país, al virus lo vamos a vencer entre todos) más orientada a producir cohesión emocional que auténtica corresponsabilidad ciudadana.

A veces toma el rosto de “fábula unicausal” (lo vírico como ontología, lo biológico como totalidad), separada por completo de los condicionamientos sociales de la salud. Una “biologización” de los problemas que acaba por tecnificarlos y despolitizarlos, como ha hecho generalmente la ideología neoliberal. “Cuantitativista” en su forma de narrarse, el fetichismo de la curva y los gráficos diarios que nos aturden, y ante los cuales carecemos de las herramientas analíticas mínimas para comprender cabalmente su significado. “Teleológica”, en la medida que muchos tertulianos y opinólogos parecen no haberse destetado aún de Hegel, pues siguen otorgando a la historia un fin en sí mismo (a derecha y a izquierda), como si la pandemia y sus efectos estuvieran preprogramados para ser-en-sí de un modo irremediable, apocalíptico y homogeneizador. Incluso la concepción de una sola salida, la vuelta a la “normalidad”, aunque esa normalidad sea, como muy certeramente señala Naomi Klein, de nuevo la crisis, sin reconocer que podrían existir otras posibilidades emergentes. No en vano, una parte de la sociedad se pregunta si todo esto podría servir como punto de inflexión para consolidar “nuevas normalidades” que tienen hoy forma de “propuestas excepcionales” (rentas básicas, dificultades para el despido, prohibición de desahucios, desmantelamiento de los CIEs, que no se pueda dejar a las familias sin calefacción ni electricidad, etc.). Difícilmente encontramos en esos relatos mediáticos rastro alguno de la capacidad de agencia de los sujetos (salvo la caridad), sino solo una imagen en tanto “cumplidores” de ordenamientos o como meros “sufridores” de consecuencias.

Es muy sintomático. En aras de proveer a la tribu de disciplina y esperanza se han sobrexcitado los valores patrióticos y nacionalistas; se ha recuperado una grandilocuencia militar y belicosa; se ha impostado una crónica “falsamente igualitarista” de la enfermedad, desocializada, unívoca, ajena por completo a las desigualdades estructurantes, a las diversidades culturales y étnicas, a la división sexual del trabajo. Se ha privilegiado un punto de vista marcadamente adultocéntrico, infantilizando a los propios niños y niñas, como si no tuvieran capacidad de raciocinio para habitar la coyuntura; y, por encima de todo, se ha optado por una “unidireccionalidad de la gestión”. Las energías políticas discurren desde el poder gerencial (“arriba”) hacia las bases gerenciadas (“abajo”). La gobernanza, más que nunca, nos galvaniza centralizada y dirigida por los cuarteles de mando, que para eso estamos en una metafísica de guerra.

Frente a esta manera de narrar el mundo, la realidad plural (tozuda como siempre, desbordante e internamente diversa) nos invita a meditar desde parámetros radicalmente distintos. Ahí laten, como botón de muestra, ese sinfín de prácticas familiares, comunitarias y de apoyo mutuo, inmanentes, articuladas como diría Baruch Spinoza, en torno a su propia “potencia”, a su esfuerzo por perseverar en el ser, que están erigiéndose como “sostén emocional” para muchos en momentos de aislamiento y anomia (la sociedad de los balcones, los grupos de convivencia en telegram, las redes de cuidados en barrios y pueblos, las ofertas culturales espontáneas on line, etc.). Ahí también tratan de hacerse un hueco en mitad del griterío las voces de algunos intelectuales que están intentando reflexionar no tanto desde certezas y predicciones, sino a partir de una “aprehensión” de lo múltiple, aquí y ahora, entendido como contradicción, apertura, contingencia, juego en tensión, ambivalencia, dimensión material de la vida.

Nada está prescrito. Nada es de un modo unitario. Lo cotidiano se inventa con mil prácticas furtivas. Todo se compone y descompone en el afecto y la interacción, en la “significación subjetiva” que los seres humanos damos a nuestra propia práctica, como diría Max Weber. Y el coronavirus, en tanto “hecho social total”, no es una excepción.

Tengo miedo de que el confinamiento confine nuestro pensamiento, que lo reduzca a una retórica ya prefigurada, segura de sí misma, poseedora de respuestas totalizantes antes incluso de haber imaginado siquiera las preguntas. Mucho me temo que será difícil reinventar la vida así, porque un día saldremos y cuando eso ocurra, nos estarán esperando fuera los guardianes de siempre con las mismas recetas de siempre, y si no hemos sido capaces en este tiempo de alimentar nuestra capacidad de asombro y apertura hacia lo real, difícilmente podremos contraponer un mundo más justo, solidario y habitable.

Quiero agradecer a Ainhoa Montoya y Laura Casielles sus valiosas aportaciones y críticas al texto.

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