Eduardo Galeano dijo en una ocasión que el machismo no es otra cosa que el miedo de los hombres a las mujeres sin miedo. Y tenía razón. El miedo, ese material que no se ve, pero se huele, con el que se construyen algunas de las mayores miserias humanas, aparece por duplicado en el problema de la desigualdad entre géneros. En la huelga que se aproxima. El miedo que desaparece y deja paso a la dignidad, a la lucha y la exigencia. Y el miedo que aumenta y se transforma en inseguridad, en soberbia y en desprecio. Mujeres que levantan la cabeza frente a hombres que bajan la mirada.
El miedo. “El manifiesto que convoca la huelga tiene un aire monjil y putrefacto que te sube los colores a la cara… las mujeres se deberían morir de vergüenza”, dijo desde la soberbia desbocada el periodista Arcadi Espada en La Sexta. El miedo. A perder la supremacía, a verse superado, al diferente. Un miedo que tiene un nombre, machismo. Un miedo que se escribe en mayúsculas desde el poder: para el Partido Popular la huelga del 8-M es “elitista, rompe el modelo de solidaridad y busca el enfrentamiento entre hombres y mujeres”.
La huelga del 8-M es un intento necesario, imprescindible, por construir una sociedad más justa. “Las mujeres trabajamos como mulas. Siempre, desde siempre”, escribió en una emocionante columna Almudena Grandes. Se refería a dentro y fuera de casa, en la fábrica y en la cocina, en el campo y fregando, ahora y siempre. Y todo, sentenciaba, “por un salario irregular, ínfimo, impregnado del humillante tufo de la caridad”. Quienes vivimos en ambientes rurales sabemos, porque lo vemos cada día, que los tiempos han cambiado, pero para las mujeres menos. La igualdad con los hombres es jurídica, pero desde luego no lo es a niveles laborales, sociales o económicos. Las mujeres son una mayoría en minoría, un segundo plato, la cara b, el secreto mejor guardado de la humanidad.
La huelga no es necesaria, es imprescindible. Por las mujeres. Y por los hombres que asistimos atónitos, y demasiadas veces impasibles, a un machismo que actúa dividido en cientos de tentáculos, camuflado en infinitas caretas. La igualdad, total y absoluta, no puede esperar.