Alberto Pradilla *
"Estamos buscando un intermediario de confianza. Porque no nos fiamos de los que hemos contactado". Em Qassaem Al Omani, de 54 años, es una mujer enjuta, casi consumida bajo su pañuelo negro. Todo lo que posee, perfectamente ordenado, cabe en una improvisada habitación de tres metros cuadrados de un edificio que nació para ser centro social y gimnasio pero que ha terminado como centro de acogida en Ein Al Hilweh, el mayor campo de refugiados palestinos de Líbano. Ella nació en Yarmuk, un asentamiento cercano a Damasco en el que residían aquellos que fueron expulsados de sus aldeas durante la Nakba, el desastre posterior a la declaración del Estado de Israel. Sin embargo, hace un año, la guerra en Siria saltó a los campos. Y ella, junto a miles de palestinos, decidió huir, convirtiéndose en refugiada por partida doble. En el país de los cedros ha aprendido que las condiciones de vida siempre pueden ir a peor. Por eso, como muchos compatriotas, tiene la vista puesta en Europa. Por el momento, su objetivo principal es ahorrar los 7.000 dólares por cabeza que exigen los traficantes. Luego, buscar el contacto adecuado. A partir de ahí, que la suerte le permita atravesar la fortaleza. Israel les arrebató sus aldeas en 1948. El conflicto sirio ha reducido a escombros el campo que les acogió durante seis décadas. Hartos de ser marginados en Líbano y sin expectativas de futuro, optan por convertirse en inmigrantes "ilegales". Melilla es uno de sus destinos.
El trayecto de Al Omami desde Yarmuk hasta Ain El Hilweh representa el éxodo de los palestinos refugiados en Siria desde que comenzó el conflicto bélico. También el de Em Hussein Ebud, que ahora vive en una tienda de campaña porque no llegó a tiempo para hacerse con uno de esos habitáculos donde reside Al Omami y que fueron levantados por Munir Al Maqdah, un polémico miembro de Al Fatah acostumbrado a ir por libre y que dispone su propia milicia dentro del campo. O el de Abu Nidal, que se deja 400 dólares al mes por hacinarse junto a otros 15 miembros de su familia en dos ruinosas cuevas (llamarles habitaciones sería excesivamente generoso) del campo de Chatila, en Beirut. Todos ellos optaron por Líbano atraidos por los lazos familiares. Todos ellos comparten incertidumbres y urgencias inmediatas. El alojamiento es la primera de ellas. El Gobierno libanés, a diferencia del turco o el jordano, ha vetado la edificación de nuevos campos. Así que los que existían desde hace seis décadas, ya de por sí superpoblados, se han colapsado. Como no pueden abarcar más terreno, lo hacen a lo alto, a través de precarias ampliaciones que terminan por cobrar a precio de oro a los nuevos inquilinos. En campos como Chatila o Burj El Barajneh, también en Beirut, los precios se han disparado. Lo que antes costaba 200 se paga ahora a 400. En demasiadas ocasiones, estos son agujeros insalubres, cuya ocupación se explica únicamente por la escasez de alternativas. Algunas organizaciones locales desarrollan programas de rehabilitación, pero no cuentan con los medios suficientes. Edificar un 'minicampo' de refugiados dentro de otro campo de refugiados es el símbolo de una tragedia que se alarga en el tiempo.
A la falta de un lugar digno donde pernoctar se le suma la carencia absoluta de recursos económicos. Desde la participación de los palestinos en la guerra civil de Líbano (1975-1990), Beirut incrementó el número de leyes restrictivas para los refugiados. Están vetados en más de 40 profesiones, especialmente las mejor remuneradas, por lo que están condenados a ser mano de obra barata. Tampoco pueden adquirir una vivienda ni intervenir en la vida política. A ello se le suma la decisión del Gobierno de imponer un visado (250.000 libras libanesas, 125.000 dólares) a los refugiados palestinos (y sólo a los palestinos) que escapan de Siria. Es la pescadilla que se muerde la cola: sin trabajo, no pueden ahorrar lo suficiente para pagar el visado, lo que les condena a permanecer en el interior del campo para eludir los controles militares. Esto dificulta aún más sus escasas opciones de hallar un empleo, por lo que pagar la tasa se convierte en un imposible. En esa situación se encuentra, por ejemplo, Ahmed, el hijo de Qassem Al Omami. No quiso enrolarse en el ejército sirio ni tampoco en los grupos armados opositores y acompañó a su madre en la huida. Ahora, deja correr los días en Ein Al Hilweh. No puede traspasar ninguno de los cuatro checkpoints por los que se accede al campo ya que corre el riesgo ser detenido por 'ilegal'. Así que deja correr el tiempo. Nada más.
"No hay dinero para las ayudas", se queja Adel Abu Salem, director del centro Nawat. En 2011 comenzó a llegar el goteo de exiliados sirios. Los que no encontraban un lugar mejor, se instalaron en los campos palestinos. Cuando la guerra estalló en Yarmuk, fue la propia diáspora la que aterrizó en masa. A diferencia de los nacidos en Siria, las agencias internacionales no se hacen cargo de los palestinos. Ellos son competencia de la UNRWA, el departamento de la ONU dedicado específicamente a los exiliados provocados por Israel. Sus fondos son exiguos y apenas pueden hacer frente a la catástrofe humanitaria. Fuentes de la agencia confirmaron a cuartopoder.es que únicamente se ha cubierto el 26% del presupuesto total que necesitarían para paliar el desastre. Una miseria. Se reparten paquetes de comida o cheques de 40 dólares cada dos meses. Casi una propina que no alcanza. "En muchas ocasiones, la única salida que les queda es huir a Europa", reconocen estas fuentes, que indican que no hay datos exactos sobre el número de palestinos que ha emprendido el camino de la emigración.
"Preferimos jugárnosla en el mar que vivir en estas condiciones", afirma, convencido, Abu Nidal, que asegura que, comparados con Líbano, en Siria eran "refugiados cinco estrellas". Este hombre se encuentra angustiado. Para explicar el motivo, muestra unos mensajes de Whatsapp. Los últimos datan del 4 de agosto, pero no llegaron al receptor. Al otro lado debería de encontrase Mohamed, su primo, que emprendió la huida a Europa a través de una de las vías más arriesgadas: llegar a Lampedusa en barco. Lo hizo con toda su familia y Abu Nidal, ya entrado en años, espera noticias suyas para imitarle. "Muchos han muerto ahogados", señala, con preocupación. Y pese a ello, ya se ha puesto manos a la obra para ahorrar lo necesario y hacer las maletas. No se plantea regresar a Yarmuk, donde trabajaba en una tienda de teléfonos móviles. Tampoco quedarse en Líbano, donde se siente un huésped incómodo. Para él, Europa es la única alternativa. Ante los antecedentes de ese primo que sigue sin responder, Abu Nidal, originario de Haifa, ubicada hoy en Israel, prefiere la segunda vía africana. Cuando recolecte el dinero necesario, emprenderá el camino hacia Sudán del Sur. Allí comenzará un incierto periplo (no tiene los detalles y los traficantes, como es lógico, evitan hablar con la prensa) que concluirá en Marruecos, donde comprarán pasaportes falsos y accederán, a pie, a Melilla. Allí, el número de exiliados procedentes de Siria se multiplica, según confirma José Palazón, director de Prodein, una ONG melillense que trabaja en el campo de las migraciones.
El cambio de ruta tiene también explicaciones políticas. Antes, Libia y Egipto eran las principales lanzaderas para llegar a las costas italianas. Ahora, la inseguridad en el país dominado por las milicias desde la caida de Muammar Gadafi y la persecución contra los palestinos lanzada por Abdel Fatah Al Sissi, presidente egipcio, los han convertido en destinos poco recomendables. Una tercera vía es a través de Turquía, por donde se accede a Grecia. Ahí también suelen quedarse atrapados.
"El gran problema es para los hombres. No pueden trabajar aquí y tampoco regresar a Siria. Por eso ahorramos para que traten de llegar a Europa", afirma Em Qassaem Al Omani. Reconoce que no tiene muy claro qué es lo que se encontrará al otro lado. Tampoco le preocupa. A su lado, Ahmed, con cara de desidia, cuenta los días para hacer las maletas. Las organizaciones sociales que trabajan sobre el terreno conocen este éxodo pero miran para otro lado. No porque no les preocupe, sino porque reconocen, como Abu Salem, que resulta difícil hacer pedagogía cuando careces de una alternativa creíble.
Abandonados por la comunidad internacional y reducido su problema a un asistencialismo que no ofenda a Israel, los palestinos han emprendido otra larga marcha que les lleva todavía más lejos de la Palestina a la que no renuncian a regresar.