El caso Bárcenas ha venido a sacudir de manera irreversible el desconcierto inerme de un país y una opinión pública que no terminaban de salir de su asombro. Después de un largo, escandaloso y pertinaz goteo de gravísimos episodios de corrupción en todo el espectro de nuestros partidos e instituciones políticos (incluida la propia Corona), el asunto había tomado una nueva deriva con las corruptelas flagrantes de las familias de los dirigentes de la derecha catalana de CIU; una sospecha certera que ha destapado lo que ya se sabía: la radicalización de las propuestas independentistas de la política catalana es el trampantojo de una corrupción generalizada de los nacionalistas (incluido el PSC), oligarquía de sátrapas de vuelo gallináceo, pero extraordinariamente efectiva en la mamandurria de la venta de su delirio diferencial a unas masas adiestradas. Con todo, el caso del extesorero del PP, es un mazazo descomunal que golpea y rompe definitivamente cualquier posibilidad de duda, por virginal que ésta sea. La andadura de este individuo, presuroso reincidente en una fuga copiosa de capitales, constituye el punto de inflexión y no retorno en un país inerte y boqueante que, como el nuestro, no sólo no podrá recuperarse fácilmente, sino que seguirá arrastrando esta lacra y sus consecuencias durante muchos años.
El problema del asunto Bárcenas es el equivalente al de una radiografía que muestra con claridad la metástasis invasiva de un tumor letal. Los partidos políticos españoles (nacionales y nacionalistas periféricos) están estructuralmente corrompidos por una práctica nefasta que ha hecho de la impunidad el fortalecimiento de la partitocracia, frente a las normas básicas que defienden el normal funcionamiento del sistema democrático; o sea, la independencia de los tres poderes, el respeto escrupuloso y aplicación rigurosa de las leyes, empezando por la primera de todas, la Constitución, y la vigilancia y rigor de cuantos mecanismos políticos y administrativos deben impedir que los comportamientos irregulares o directamente delictivos se establezcan como una realidad aceptada y paralela de los intereses estrictamente de partido. Lo que muestra este caso gravísimo es que el deseable funcionamiento de la práctica política democrática ha sido sustituido por el pacto y la componenda subrepticios, fuera o por encima de controles parlamentarios y judiciales; espacio donde se ha establecido la impunidad, el clientelismo político y la prevalencia de intereses de los partidos, como corporaciones con fines propios, al margen o frente a los intereses propiamente de Estado y del bien común de los ciudadanos. La corrupción ha conseguido su fin natural: la destrucción del organismo donde se engendró.
Desde un punto de vista mediático, el caso Bárcenas ha tenido de inmediato unos efectos fulminantes de previsible y larga duración en el tiempo, que pueden resumirse primeramente en una constatación sociológica evidente: los ciudadanos españoles están hartos del comportamiento de sus políticos y convencidos ya, de manera generalizada, de que la presunción de inocencia no debe aplicárseles; todos están manchados en mayor o menor medida. El riesgo de generalización amenaza el sistema por desconfianza e inanición, abriendo graves interrogantes, pero es verdad que puede afirmarse que lo que es radicalmente falso es que la corrupción en España sea excepcional. Por evidencia generalizada, por acción u omisión, la corrupción aquí, desde la más pequeña oficina de burócratas a los blindados despachos de lobbys políticos y económicos, está consentida, encauzada y protegida por sujetos de los cuadros más destacados de partidos e instituciones. Junto a sus paniaguados, están al tanto de las irregularidades más comunes e inveteradas y, si no con detalle, saben con seguridad o sospechan del alcance y desarrollo enormes de las grandes corruptelas. Pero en el engranaje en que están insertos, los suplementos o bufandas de que se benefician son constantes y parte inconfesable de su bienestar y tren de vida. La vista gorda o el mirar para otro lado, la boca cerrada o el silencio cómplice, son parte de un sistema exitoso en la política y la administración españolas desde hace ya muchos lustros.
Pero todo ello no se explica solamente por la hipertrofia de los intereses políticos partidistas. El particularismo de los partidos políticos ha tenido un catalizador excepcional en el propio marco de su desarrollo: el Estado de las autonomías, que ha duplicado y triplicado gastos y funciones en diecisiete taifas grotescas, donde el neocaciquismo político de los partidos ha encontrado su paraíso. La simbiosis en el anómalo desarrollo de estos dos factores ha propiciado, sin duda, que la crisis económica internacional haya adquirido en su versión española, una especificidad especialmente ruinosa y el hundimiento del Estado que, con mejor voluntad que eficacia previsora, surgió de la Transición. Los ciudadanos más conscientes de su condición y obligación cívicas -en España, una minoría, no nos engañemos- hace tiempo que vieron cómo la clase política nacida de aquella Transición, entonces bastante responsable e ilusionada, se fue transformando en casta, transcurridos apenas quince años de democracia. Las semillas de la corrupción actual, no se olvide, están echadas en aquella “cultura del pelotazo” y la “gente guapa” de los gobiernos de Felipe González (actual nuevo rico estelar entre los tiburones más depredadores del mundo), cuando la derecha, todavía, estaba bajo los efectos de contención y complejo de los años de transición y, por qué no decirlo, algo estupefacta de ver cómo la izquierda se había corrompido, y de qué manera, en tan poco tiempo. La llegada de Aznar serenó los ánimos y dio confianza en todos los órdenes a la eterna derecha española, sólo rotos por la ofuscación soberbia del expresidente, que rompió definitivamente el tiempo de la Transición con la intervención de comparsa en Irak y el punto malhadado y definitivo en la recuperación de la discordia hispana: el 11-M. Pero después de la catástrofe del expresidente Zapatero, una cerilla en un país de yesca, la derecha volvió sin complejos económicos: el Estado y sus bienes le pertenecen como patrimonio exclusivo de sus familias. Y en ello estamos, en plena consecuencia del expolio, entre la corrupción y la discordia.
El momento sería más llevadero, no obstante todo, si nuestro problema se redujera a una crisis económica exclusivamente, pero estamos hablando de una crisis económica a la que se suma otra mucho más grave de estructura del Estado, aderezadas con un nuevo pesimismo y desconfianza generalizados, y urgidas de regeneración en la vida e instituciones democráticas de un país que se sume otra vez en el desentendimiento y los intentos de desmembración, efectos del odio recidivo en tiempos de frivolidad e irresponsabilidad política y, por supuesto, de corrupción. La historia contemporánea nos enseña que este tipo de situaciones son peligrosas y pueden ser devastadoras, de modo que conviene no perder de vista lo esencial, sin renunciar en ningún momento a la regeneración. Lo expresó con su habitual claridad y lucidez don Manuel Azaña: “Tenéis que escoger entre la democracia, con todas sus menguas, con todas sus fallas, con todas sus equivocaciones y errores, o la tiranía con todos sus horrores”.
Como siempre, artículo de obligada lectura. Aunque, me temo, no se hizo la miel para la boca del asno. Y, como dice el autor (…) «el Estado de las autonomías, que ha duplicado y triplicado gastos y funciones en diecisiete taifas grotescas, donde el neocaciquismo político de los partidos ha encontrado su paraíso». Pue eso. A ver cómo lo arreglamos.
He felicitado y felicito este año a mis amigos deseándoles que este año sea al menos igual de bueno que el 2012…!por fin, en treinta años, en este país se habla de nuevo de algo mas que de fútbol y banalidades!
Gracias a la democracia como indicaba Azaña(y el autor de este articulo cita) las corrupciones y los errores los podemos conocer y enfrentarnos a ellos, se nota que ustedes no vivieron la dictadura y si es así imagino que pertenecieron al grupo que se beneficiaba de ella …pues no entiendo ese odio mortal al hombre que con su equipo puso en marcha los primeros años de control financiero aun siendo su partido los primeros en ser denunciados por esas mismas leyes…mas rigor y mas análisis profundo y menos !peroratas ilustradas!
«La democracia perfecta seria el primer escalón para la dictadura y el lucimiento de los mediocres».