El hijo de una de mis amigas más queridas se llama Ari. Se llama así porque cuando se quedó embarazada y buscaba nombre me comentó que se le había ocurrido este, Ari, y que a mí qué me parecía. Le dije que me parecía mejor que bien. Sucedía (curiosas sincronías de la vida…) que yo acababa de leerme El comprador de aniversarios (Seix Barral, 2008) una de las novelas más conmovedoras de mi querido Adolfo García Ortega. En ella reconstruye, paso a paso, la vida y muerte de un niño de tres años en el campo de exterminio de Auschwitz. Un niño real que llegó a aflorar a la literatura. Primo Levi lo menciona de pasada. Adolfo García Ortega le toma la palabra y saca de ahí toda una posible historia del pequeño, separado antes de nacer de su padre, que ni siquiera llegará a saber que el pequeño Ari existe.
Me he acordado mucho de aquella novela leyendo Mohamed, el primero de la serie de relatos que componen Los días felices (Kailas, 2011), de Ángel Fernández Fermoselle. En él se reconstruyen los posibles últimos días del joven tunecino que quemándose a lo bonzo en el mercado desencadenó la primavera árabe. Es un relato conmovedor. Mohamed es un humilde vendedor ambulante cuyo máximo orgullo es sacar adelante a su familia y que sueña con mandar a su hermana Laila a la universidad, a sacarse el título de maestra. Es un sueño audaz para un muerto de hambre pero él no ceja ni coge atajos. Tiene una enamorada pudiente pero ni se plantea casarse con ella mientras no pueda ser él quien lleve el dinero a casa, como en su opinión manda la tradición. Mientras eso no sea posible Mohamed se deja de locos sueños nupciales y va a lo suyo, que es trabajar, trabajar y trabajar sin despegar demasiado los ojos del suelo. Sobre todo después de ver lo que le pasó al padre de un amigo suyo molido a palos por la policía por meterse en no sé qué cosas políticas. Los afanes de Mohamed son mucho más inmediatos, mucho más concretos. Los estudios de Laila. Organizarle una fiesta de cumpleaños a su madre. Mantener el carro limpio y reluciente. Tener a los clientes contentos, regatear con dignidad.
Un día un despechado pretendiente de esa misma enamorada pudiente a la que Mohamed mantiene en standby por orgullo torero y musulmán (vamos a dejarlo así) le mete en un lío con la policía que acaba con la brutal y arbitraria requisa de su carrito de venta ambulante, única vía de sustento para él y para toda su familia. Empieza un proceso muy kafkiano que acaba con el joven inmolándose a lo bonzo en el mercado. Desde el cielo contempla muy satisfecho como todo eso desencadena la primavera árabe y como el gobierno, amedrentado, trata de contener la rebelión poniendo parches y mandando a su hermana Laila a la universidad.
A ver, este relato se puede leer de muchas maneras. Probablemente se le pueda reprochar, con realismo y con razón, un exceso de idealismo y de dulzura. No deja Fermoselle, no dejamos de ser todos nosotros, occidentales encabronados en la importancia máxima de lo individual, enemigos acérrimos de la fatalidad y la casualidad. Y en el fondo nos pasa que por mucho que dramaticemos probablemente hemos sufrido poco, muy poco, para entender ciertas cosas. Nuestra compasión tiene más que ver con las necesidades de nuestra alma que con el nivel exacto del dolor en el mundo. Nos apiadamos de lo que sabemos y como sabemos. Mohamed tenía que ser como lo escribe Ángel Fernández Fermoselle, Ari Hurbinek tenía que ser como lo pretende Adolfo García Ortega en su novela, para que nuestro corazón vea de dónde agarrar. De dónde sentir.
Estoy segura de que en la práctica todo es infinitamente más complicado, más humano y más turbio. De que nada acaba tan bien porque en primer lugar nunca fue esa la idea.
En un nuevo salto sincrónico descubro que Ángel Fernández Fermoselle y servidora volvimos a coincidir en sentir la necesidad de escribir algo sobre el 26 aniversario de Tiananmen. Probablemente los dos nos pasamos de cursis, de obsequiosos con la Historia, de pensar que las revoluciones, si son bonitas, pues ya está, ya tienen sentido.
Lo cierto es que veintiséis años después de Tiananmen China constituye un horror cada vez más refinado. Y que la primavera árabe se reveló casi en seguida como un timo de los que hacen época.
Dicho lo cual: donde acaban los héroes reales, empiezan los inventados. O su necesidad.
O, como dice el foreword de Los días felices de Fermoselle:
"A los que no transigen con una subsistencia apacible
Y escudriñan, feroz e incansablemente,
Como los grandes exploradores,
Ángulos escondidos en los universos posibles
En busca de sus fragmentos de felicidad"
Thank you bro.