Cuando acabó la Guerra Civil y prosiguió el exterminio de “rojos” y la persecución y limpieza de sospechosos de tendencia democrática, el triunfante jefe de los sublevados, “mando único” o “generalísimo”, dictó en Burgos su famoso bando: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo…”, del que mañana se cumplirán 75 años, y a continuación se trasladó al Pardo (Madrid). El escribiente era un guardia civil, Carlos Palacios Miguel. No sólo tecleaba los partes en una Olivetti, sino también la respuesta diaria de su excelencia sobre lo que deseaba comer. Realizaba varias copias del menú para la esposa, Carmen Polo, y la corte de ayudantes del dictador, y remitía una a la cocina.
Ya fuera por afán coleccionista o para mostrarla a su familia y amigos en papel oficial, el escribiente guardó algunas copias para sí (ver galería de imágenes). Gracias a ellas hoy podemos saber que mientras la mayoría de los españoles sufrían el racionamiento y pasaban un hambre canina, el autoproclamado Caudillo o cabeza --pues no iba a ser menos que el Führer, conductor, ni que el Duce, jefe--, almorzaba dos o tres platos y tomaba dulces y frutas de postre. Pronto desarrolló una creciente esfera estomacal o talle de obispo.
Un día, en pleno debate sobre la ley para la recuperación de la memoria histórica, un descendiente de aquel escribiente supuso que los menús tenían interés histórico y comentó el asunto al profesor Rogelio Blanco, estudioso de la vida y la obra de María Zambrano y autor del delicioso libro Cuentos de Dismundo. Ni que decir tiene que los almuerzos del dictador en el contexto de una España famélica, destrozada y empobrecida por la guerra que aquel individuo y sus secuaces habían provocado, eran cuando menos dignos de atención.
Sostenía el monárquico José Luis de Vilallonga que Franco “era un pésimo gastrónomo”. En la patria de plato único, el lector podrá juzgar. Añadía el escritor que el dictador “no bebía, no fumaba, pasaba el tiempo cazando, pescando y realizando actividades al aire libre y estaba configurado para vivir cien años”. Falleció en la cama a los ochenta. En todo caso resulta significativo que en los menús no pusiera vino, cerveza ni tampoco agua, con la cantidad de aguas de manantial que hay en España: más de 200 marcas hoy reconocidas por sus propiedades en la UE.
Aunque el dictador le daba gusto al gatillo en todos los frentes de caza, desde los venados a los jabalíes, pasando por las liebres y los conejos, y dicen que sentía pasión por disparar a la perdiz roja, de vuelo fugaz, en ningún menú aparece carne de caza. Prefería los filetes de ternera, más suaves y jugosos, y las digestivas rodajas de merluza. Su excelencia también se deleitaba con un buen cocido, como puede verse en los menús que el amigo Rogelio remitió al cronista, y le agradaba el jamón y el lomo ibérico, que eufemísticamente el escribiente denominaba “entreplatos”. Sobre los esfuerzos para preservar al cerdo ibérico de la peste porcina escribió Miguel Delibes un estupendo reportaje.
¿Cuánto literatura inspiró el hambre en aquella España de posguerra? No faltan quienes dijeron que los madrileños aceptaron la capitulación del coronel Casado porque la blanca gramínea (arroz procedente de Valencia) de la que mayormente se alimentaban desde hacía dos años les producía escepticismo. Qué alegría cuando en el plato de arroz que servían en las casas de comida hallaban un trocito de carne… Hasta maullaban de contento por más que la cocinera asegurara que era carne pollo, claro.
Qué artículo tan fino sobre el canalla.