Me pregunta la gente a menudo: ¿echas de menos Nueva York? Y yo qué voy a decir, pues que sí. Siempre. Aunque es verdad que unas veces más que otras. Esta es una de esas veces. Porque hoy, nada más leer la noticia, me he acordado de un restaurante al que me encantaba ir. Se llamaba (se llama, porque que ya no viva al lado no significa que lo hayan cerrado) precisamente Madiba.
Está en el 195 de Dekalb Avenue en Fort Greene, Brooklyn. Y sí, evidentemente se especializa en cocina sudafricana. Que a juzgar por la experiencia es una cocina buena y sugerente. La decoración del restaurante Madiba está además muy trabajada, muy bien esparcida por un espacio insólitamente grande para Nueva York. Techos altos, paredes generosas. Y aquí y allá muchos guiños a la leyenda de Nelson Mandela y de África en general.
A mí me encantaba ir a ese restaurante, que descubrí en plena obamanía, y por un momento pensé si no habría nacido al calor de la misma. Pero no, Madiba estaba antes, desde 1999. Me encantaba ir porque me gustaba la comida, porque el sitio me daba buenas vibraciones y porque sobre todo me comunicaba un sentido inmediato de dignidad que incluso con Obama hasta en la sopa no era tan fácil de encontrar en ese país y en ese barrio.
Era un barrio con un alto porcentaje de población negra, no precisamente en la situación económica de Michael Jackson o de Bill Cosby. Los había más y menos integrados. Los había que te odiaban por ser blanca y coger el autobús. Parecían creer que utilizabas el transporte público para reírte de ellos. Escribí un artículo sobre esto en un periódico que me acarreó algún que otro disgusto entre los catetos del lugar (Barcelona). Siempre es peligroso tener una idea demasiado edulcorada de lo que realmente significa la convivencia racial. O ya puestos, política.
Todas esas ciudades y sociedades que tanto nos admiran por su intensa y fascinante mezcla cultural (que si Nueva York, que si Londres) no lo han tenido fácil para llegar hasta ahí. Ni lo tienen fácil para mantenerse ahí. Por mucha tristeza que dé admitirlo, lo cierto es que a la mayoría de la gente no le gusta mezclarse. Es mucho más cómodo pasarte el día alternando con tus iguales o por lo menos tus afines. Enfrentarse constantemente al misterio del Otro es un reto humano de primera magnitud. Mucha gente a la que le encanta llenarse la boca de discursos sobre la pluralidad y la tolerancia empezaría a chillar como una rata histérica si de verdad tuviera que adaptarse cada día a gente distinta.
Gente tolerante de verdad, para qué nos vamos a engañar, hay muy poca. Abunda mucho más la gente más o menos resignada a no poder cambiar al prójimo para hacerlo todo él a su imagen y semejanza. Mi último barrio de Brooklyn era maravilloso en muchos sentidos pero tenía esta pequeña pega, cierta tensión racial a la que yo no estaba acostumbrada y que además me tocaba mucho los bemoles. ¿Cómo se atrevían aquellos negros hostiles a no darse cuenta de que yo era una blanca buena, enrollada, cojonuda? ¿Cómo no me hacían la ola en lugar de mirarme de través y hacerme toda la puñeta posible? Pensar que encontramos un colegio público fantástico, con unos profesores increíbles y unas instalaciones impresionantes, y que hubo que olvidarse de llevar allí a la niña porque habría sido exactamente la única alumna blanca. Y claro, como que no.
Aunque hay que decir que un sábado por la tarde pasó exactamente eso cuando íbamos por la calle y mi hija vio de lejos una fiesta de cumpleaños que se celebraba en un parque e ingenuamente corrió hacia allí, pensando que nadie notaría que a ella no la habían invitado. Cuando era la única que no era negra y que no llevaba una faldita de paja y flores de papel en la cabeza. Yo me preocupé mucho hasta que vi una niña negra mirando fascinada a la mía y tocándole el pelo, tan lacio, tan suave, como quien juega con una muñeca fantástica. Se hicieron amiguitas y yo me pude relajar y hasta emocionar.
Por todo esto me encantaba ir al Madiba porque era como dejar atrás la jungla del asfalto para entrar en la casa del padre. El sereno espíritu de Mandela está muy bien conseguido en el local, reivindicativo y digno, pero sobre todo humano. Risueño. Sientes allí que hay maneras mucho más fáciles de ser y de sentirse buena persona o, por lo menos, de que el choque con las malas no te deje con el corazón “de piedra”. Justo lo que Mandela le dijo a Bill Clinton que estaba más orgulloso de haber conseguido, cuando como quien no quiere la cosa le mostraba la celda donde estuvo preso veintisiete años.
Me gustaría estar ahora en Nueva York para ir a cenar al Madiba o tomarme ahí una copa. Como no creo que pueda ir pronto, por favor que alguien lo haga por mí. Y por Mandela. Por cierto, los dueños del restaurante son blancos.
Muy bonito, Grau. Ese café tiene todo el aire africano de algún café de Johanesburgo. O soñado. Suráfrica sin Mandela ya viene siendo un sueño; espero que no olvidado.