“Yo soy pobre y no me bajo a un arroyo a beber…¡ay!... aunque me muera de sed”, cantaba Enrique Morente ante unas señoras encopetadas, con las arrugas del pescuezo disfrazadas por finos collares de perlas salvajes de los fondos marinos de Sumatra y los brazos y los dedos aurificados. Era la primera vez que un flamenco irrumpía en el Teatro Real de Madrid, antes de ser reformado, y Morente se merecía un auditorio más pedestre que el que acudía al solmene lugar, así que decidimos hacer turno ante la taquilla para pillar un puñado de entradas de gallinero e ir al concierto. Recuerdo al novelista Ramón Mairata entusiasmado y no sé si también a Juan Tamariz y a otros amigos encaramados allí en lo alto, aplaudiendo a rabiar.
Trágico y desgarrado, desgranaba Morente su mensaje, sudando pasión y arte. No sé si fue Félix Grande o tal vez José Bergamín el que dijo que el andaluz inventó el flamenco para llorar sin humillarse. Pues eso. Enrique obtuvo un gran éxito. Y los ricos, la gente de alcurnia, los melómanos empedernidos, los rentistas, los opulentos burgueses y toda aquella gente de ley y orden, como se decía entonces, reconocieron su calidad y le ovacionaron, ¡bravo! Salimos y nos fuimos directamente a la taberna del Alabardero, del cura Lezama, y le esperamos para abrazarle y felicitarle. Llegó con su compañera La Pelota, mujer bellísima, extraordinaria bailarina y buena administradora, y estuvimos bebiendo fino y comiendo raciones –como seres racionales– de jamón y de mojama y contando anécdotas y sucedidos hasta las tantas de la mañana. Enrique desbordaba alegría, ironía y ternura. Era capaz de reírse de todo y de todos. El mundo es lo que es, es decir, poca cosa. Y la vida se nos ha dado para disfrutarla. Alguien le preguntó por qué siendo una persona tan alegre y vital transmitía tanta tragedia en su cante. Y Enrique invocó a otros cantadores grandes, como Pericón, Beni de Cádiz… Gente graciosísima. No se si conocéis la anécdota: “Se había fallecido don José María Pemán y había unos albañiles poniendo una placa en su casa; pasábamos por allí y el Beni le dice a Pericón: “Oye, cuando yo me muera, ¿qué van a poner en mi casa?” Y éste contestó: “Se vende”. No sé yo que van a poner en casa de Enrique en Granada. Sólo sé que vivirá para siempre.
Ah, de los inmortales
Ole, lo bien que le ha quedao, don Luis.
Celine, yo estuve en aquel concierto y es verdad, fue emocionante. Por primera vez un flamenco en el Teatro Real… ¿donde se ha visto?