¿Es muralla o es tapia?

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Allí arriba resulta inevitable preguntarse cómo se construyó semejante prodigio. / Foto: Javier Vaquero

Siempre me ha parecido simplón el adagio según el cual “no se puede poner puertas al campo”, porque cuando uno pasea por el campo resulta muy obvio que está repleto de puertas, cancelas, vallados, estacadas, tapias. Si uno se encuentra en China, el campo además tiene muralla.

El monumento dejó boquiabiertos a los occidentales mucho antes que a los propios chinos, quienes durante siglos se refirieron a ella con el prosaico título de “fortificación alargada”. La guía Catalina no nos advirtió que, hasta hace setenta años, la Muralla dejaba indiferentes a los chinos. Cuando llegué ante ella, por el acceso de Badaling, admito que me sumé a la larga lista de exploradores occidentales impresionados. Como una enorme cicatriz, la Muralla serpentea hasta donde se pierde la vista, alternando entre sus tramos las almenas defensivas desde las que los soldados se alertaban haciendo fogatas.

Como una enorme cicatriz, la Muralla serpentea hasta donde se pierde la vista. / J. V.

Lo de la cicatriz no es simplemente una metáfora: la Muralla está rodeada de una vegetación frondosa e interminable, que realza su belleza y la intensidad de la experiencia. Sin embargo, hay que admitir que construirla hoy sería un delito ecológico como el del Hotel del Algarrobico.

Naturalmente, allí arriba resulta inevitable preguntarse cómo se construyó, sin las tecnologías actuales, semejante prodigio. A lo largo de unos 5.000 kilómetros del norte del país atraviesa bosques, colinas, planicies, y todo tipo de inclemencias climáticas. La respuesta es la propia de estos casos: la levantaron sobre miles de cadáveres. Y ninguno era de un emperador. Cuando empezaba a recuperarme de pensamientos tan sobrecogedores, la guía nos desveló la célebre frase con la que Mao arengaba a sus revolucionarios allá por 1935, cuando el monumento comenzaba a convertirse en mito: “No seréis hombres de verdad hasta que lleguéis a la Gran Muralla”. Horrorizada, pensé que yo ya había llegado sin que nadie me advirtiera de la mutación.

Un hombre transporta fardos repletos de botellas de agua vacías por la Muralla. / J. V.

No dejé de palparme mientras proseguimos el paseo, que en la Muralla siempre es cuesta arriba o cuesta abajo, una dificultad añadida para unos profesionales singulares que abundan en los lugares turísticos chinos: los que podríamos llamar “botelleros”, que son al pvc como los chatarreros a la chatarra. En la foto podéis ver a uno, acarreando fardos de botellines de agua vacíos -es de suponer que los vende al peso-. Éste llegó hasta la Muralla, pero en vez de mutar a “hombre de verdad” le tocó convertirse en bestia de carga, pobrecito mío. Así que dejé de preocuparme por los vaticinios de Mao.

No se puede negar que la magnitud de la muralla impresiona. Resulta imponente a los ojos humanos y parece inexpugnable, aunque también lo parecía la triple muralla de Bizancio, y al final la ciudad cayó a manos de los turcos porque alguien se dejó abierta una portezuela. También la Gran Muralla acumula algunos fracasos históricos, pero los chinos no hablan de ellos. En el acceso de Badaling me hice con el clásico libro multilingüe para turistas: La Gran Muralla, y llegué al meollo de la cuestión. Su primer párrafo asegura que se trata de “un símbolo del espíritu nacional chino, fruto de su inteligencia y laboriosidad”. Y lo peor es que es verdad: los chinos –con su cultura milenaria, su tradición literaria de tres siglos, su antigua sofisticación técnica- han hecho de una larga tapia su símbolo nacional, algo que me resulta tan incomprensible como que el máximo exponente de la cultura judía sea el Muro de las Lamentaciones.

Para entenderlo tuve que llegar a Madrid y leer otro libro del mismo título, pero muy distinto: La Gran Muralla, de Julia Lovell (Debate), que no derribará la Muralla, pero sí los mitos erigidos sobre ella. Eso sí que ha sido una auténtica obra de ingeniería. Mañana os lo cuento.

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