Uno de los objetivos básicos de la Ley General Tributaria (LGT) es incentivar el cumplimiento voluntario de las obligaciones fiscales. El Estado prefiere, entre otras razones porque le resulta mucho más barato, que los ciudadanos entren espontáneamente por el aro de Hacienda antes que enviarles un comando de inspectores. Incurriendo en este segundo caso en los consabidos gastos de personal, papeleo y demás costes que dejan a su paso los conflictos tributarios. Una Administración fiscal eficaz (como pretende ser la nuestra) siempre sentará en el banquillo de los suplentes a la inspección, que únicamente ha de saltar al terreno de juego como solución de último remedio. Por eso, Hacienda desea que los ciudadanos se anticipen a sus requisitorias, tengan iniciativa propia y pasen por sus cajas y oficinas, aunque sea fuera de los plazos reglamentarios. Al Gran Pastor le renta más la amenaza legal para que las ovejas descarriadas ingresen en el redil que utilizar toda su artillería pesada de embargos, sanciones y otro material supuestamente abrasivo que a veces sólo tiene un valor pirotécnico. No hay nada mejor que un buen amago y, si ustedes me permiten la expresión, "una estrategia penitenciaria flexible". Según dicho esquema, ni el ejército de inspectores más aguerrido del mundo ni un régimen sancionador demasiado severo lograrán mejores resultados para las arcas públicas que los que es capaz de conseguir un sistema legal preventivo con los suficientes matices para distinguir el nivel de gravedad de los distintos ilícitos tributarios y atribuir las necesarias consecuencias a cada uno.
En el artículo 27 LGT se observa muy bien la respuesta proporcionada y gradual que el legislador da a las declaraciones voluntarias presentadas fuera de plazo. Huelga decir que los incumplidores no salen indemnes, ya que en otro caso su conducta ilícita se igualaría a la de quienes respetan escrupulosamente la ley. Pero sus censurables “descuidos” no se asimilan tampoco a las infracciones tributarias. Al incumplidor no le sale gratis su omisión pero el reproche legal que recibe equivale al pago de un simple recargo, cuya naturaleza es la de una prestación accesoria. Dicha respuesta legal no encaja en el concepto de sanción, al ser ésta una figura que se reserva para las conductas más graves y recalcitrantes (el obligado sólo reacciona, cuando lo hace, al recibir un requerimiento de la Administración). Es cierto que el artículo 198 LGT tipifica como infracción la presentación fuera de plazo de declaraciones cuando no se produzca un perjuicio económico inmediato a la Hacienda Pública (es lo que sucede con los suministros de información). Pero, si no existe el mencionado requerimiento anterior de la Administración, la sanción a imponer será reducida y en todo caso mucho más baja que la prevista cuando el contribuyente sólo muestra pasividad y es intimado (y justamente intimidado) por Hacienda. Ese trato más “benévolo” confirma la existencia de una oferta legal que estimula el cumplimiento voluntario de las obligaciones fiscales, aunque sea tardío.
Sin embargo, la sabiduría y la prudencia que destila esa política legislativa ha saltado por los aires puntualmente gracias al ministro Cristóbal Montoro, al que algunos acusan de tener una afición desmedida por la dinamita. El caso es que, movida por el loable empeño de controlar los bienes y derechos situados en el extranjero, la Ley 7/2012, de 29 de octubre modificó la LGT para tipificar como infracción muy grave la simple falta de presentación en plazo de la correspondiente declaración (modelo 720), exista o no requerimiento administrativo previo.
Según mi modesta opinión, Cristóbal Montoro, como promotor de la reforma legal, soltó un gallo y desafinó. Su exceso de celo punitivo en relación con unos bienes difíciles de localizar por la Agencia Tributaria es contraproducente y puede causar más pérdidas que beneficios a los intereses de la Hacienda Pública. La razón es bien sencilla: las leyes fiscales que prescinden automáticamente de una segunda oportunidad a favor de los renuentes fortalecen en la práctica el incumplimiento continuado e indefinido de los deberes tributarios. En estos casos, quien haya omitido la presentación en plazo de una declaración tendrá la tentación de no presentarla nunca, ya que las consecuencias de ponerse al día de manera extemporánea serán lo suficientemente gravosas para apartarle indefinidamente del cumplimiento tardío de la obligación.
Los morosos se guían por criterios de oportunidad (relación entre costes y beneficios) y sopesan como nadie las consecuencias de ser finalmente “pillados” por los servicios de gestión o inspección. Esos individuos tendrán pocos estímulos para regularizar voluntariamente su situación si, además de resultar caro, el coste de ser “pillados” por Hacienda no es muy superior al que deberán soportar si se adelantan a las pesquisas de aquélla y reconocen sus culpas. Si no lo hacen, la Administración carecerá mientras tanto de una información sensible que deberá procurarse por su cuenta. Esa gente preferirá esperar y ver cómo transcurren los acontecimientos. Es lógico: a nadie le apetece trepar a la silla, exhibir un arrepentimiento sincero y después –él solito- ponerse la soga al cuello. Para el modelo 720, a duras penas existe el perdón de la confesión. Y la penitencia que impondrán a los pecadores los sacerdotes de Montoro será, incluso cuando la culpa sea leve, un castigo medieval extraño a la compasión y moderación, aunque el contribuyente haya ido por delante del inquisidor.
Cuartopoder.es ha conocido el expediente sancionador incoado por la Agencia Tributaria al contribuyente Z por presentar fuera de plazo el modelo 720 del ejercicio 2012. La Agencia califica la infracción como muy grave y propone la imposición de una sanción de 4.200 euros. Pero, a efectos de lo que aquí interesa, sorprende que en la motivación de la propuesta de sanción, la Administración diga que la presentación voluntaria fuera de plazo produce un resultado dañoso para la adecuada gestión de los datos solicitados en el modelo 720. Ese “resultado dañoso”, invocado sin concreción alguna y con la retórica habitual de “La Casa”, parece tan improbable como la esperanza de que el actual ministro de Hacienda se calme y deje de jugar con fuego. Sobre todo, como ha ocurrido en este caso, cuando el cumplimiento espontáneo del contribuyente Z y su retraso (menos de dos años), lejos de facilitarle la prescripción del pago de algún tributo, le ha dejado a sí mismo en pelota picada frente a los funcionarios, que hasta ahora no habían dado ninguna señal de actividad. Por supuesto, Z habrá echado sus cuentas y sabrá, como ninguna otra persona, las razones últimas de su comportamiento.
Pero, verdaderamente, Z se ha autolesionado porque el correctivo que propone el órgano gestor resulta desproporcionado para la gravedad (relativa) de su conducta. De acuerdo con la teoría de juegos, es más que probable que otros incumplidores en idéntica situación eviten regularizar en el futuro la omisión de sus bienes en el extranjero al saber cómo le están zurrando al contribuyente Z. Así que, respecto a las legítimas expectativas de controlar a los contribuyentes y a la postre aumentar la recaudación, el resultado dañoso quizás tengan que anotárselo en su contabilidad la Hacienda Pública y el interés general. Pan para hoy y hambre para mañana: así se las gastan algunos ministros que confunden la eficacia (y la equidad) con el ímpetu justiciero del Capitán Trueno.
El gran historiador de la economía Carlo M. Cipolla (1922-2000) escribió en 1988 un divertimento (Allegro ma non troppo) que incluye “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”. Cipolla clasifica a los seres humanos en cuatro categorías. Cuando nos relacionamos con un individuo que consigue una ganancia causándonos un perjuicio, estamos en presencia de un malvado. Si, por el contrario, el vecino realiza una acción que le depara una pérdida que al mismo tiempo es una ganancia a nuestro favor, ese individuo es un incauto. Si ambas partes obtenemos un provecho que a nosotros nos llega desde fuera, ese tercero benefactor es una persona inteligente. Por último, Cipolla formula su Ley de Oro de la estupidez, que dice así: “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. De todas las categorías señaladas, la más peligrosa y funesta, según el autor italiano, es la de los estúpidos porque su falta de lógica y previsibilidad hace imposible, para una persona racional, preparar a tiempo sus defensas para neutralizar los actos dañinos del agresor. Frente al poder de la estupidez un ser razonable se encuentra completamente desarmado.
La declaración de bienes en el extranjero fue una buena idea del ministro Montoro. Pero su carácter draconiano en materia de sanciones puede hacerla fracasar. En los supuestos similares al aquí comentado, el saldo final para Hacienda después de la reforma legal efectuada en 2012 (incluidos los beneficios obtenidos de individuos como Z) será negativo. El actual ministro de Hacienda no es ningún aficionado pero su carácter le lleva a cometer errores garrafales en perjuicio del interés público. Por el bien de todos, y antes de que sea demasiado tarde, el ministro tiene que dejar de confundir lo bueno con lo mejor y desabrocharse la insignia de oro de los campeones que él mismo se ha prendido en la solapa. No sea que, con el tiempo, brille como el oro fatuo del que habla Carlo Cipolla.