La obligación de pagar un tributo corresponde, en primer lugar, a la persona que la ley denomina contribuyente. Es decir, el sujeto pasivo que realiza el hecho imponible (en el IRPF o en el Impuesto sobre Sociedades, por ejemplo, el hecho imponible es la obtención de una renta). El contribuyente es el deudor principal, pero, junto a él, la ley puede residenciar también la obligación de pago en otras personas, identificadas como responsables tributarios (a título de solidaridad o simple subsidiariedad, siendo esta última la regla general salvo disposición expresa en contrario). Las actuaciones para la prevención y lucha contra el fraude fiscal han impulsado recientemente al legislador a estrechar el cerco sobre los supuestos de responsabilidad. En medio de esta dinámica legal cobra especial relieve la curiosa sentencia a la que en seguida me referiré.
La derivación de la acción administrativa a un responsable solidario, en general, requiere que este último haya colaborado activamente en la comisión de una infracción tributaria, extendiéndose por ello su responsabilidad no sólo a la cuota no ingresada sino también al pago de la sanción pertinente. Por contra, la responsabilidad subsidiaria normalmente tiene como presupuesto de hecho una conducta de menor intensidad culposa por parte del responsable y, además, la derivación de la acción administrativa requiere la previa declaración de fallido del deudor principal y de los posibles responsables solidarios, aunque no es necesario que estos últimos existan en la práctica. Un supuesto típico de dicha modalidad de responsabilidad subsidiaria es el de los administradores de las personas jurídicas que, habiendo cometido éstas una infracción tributaria, hubiesen omitido los actos necesarios de su incumbencia para el cumplimiento de los deberes fiscales o hubieran consentido el incumplimiento por quienes de ellos dependan. En estos casos la responsabilidad, aunque la gravedad de la conducta del sujeto parezca inferior a la de un “colaborador activo”, se extenderá también al pago de las sanciones.
En ambos casos, como hemos visto, la declaración de responsabilidad exige la realización de una infracción tributaria, una situación que va más allá de la existencia de un daño objetivo inferido a los legítimos intereses de la Hacienda Pública. O lo que es lo mismo: una infracción tributaria es una acción u omisión dolosa o culposa, aunque esta última se deba a una simple negligencia. Este elemento subjetivo de la infracción requiere que el obligado tributario sea consciente de lo que hace o deja de hacer, sabedor de los efectos jurídicos de su conducta y, en definitiva, de que sea dueño y señor de una voluntad libre. En suma, que tenga capacidad de obrar, una condición que se presume y ostentan plenamente, salvo prueba en contrario, las personas mayores de edad.
En 1998 una sociedad propietaria de unos terrenos en las 'Islas Afortunadas' los vendió obteniendo una gran plusvalía. Pero, al parecer, fueron los socios quienes recibieron las cantidades correspondientes y reflejaron el beneficio en sus declaraciones del IRPF (en lugar de hacerlo la entidad vendedora). Con independencia de que las declaraciones de los socios fueran o no correctas o de que pagaran o no íntegramente las cuotas oportunas (datos que no constan en las actuaciones), lo cierto es que la sociedad, como se ha dicho, omitió la ganancia en la declaración del Impuesto sobre Sociedades del referido ejercicio. Años después la Dependencia Regional de Recaudación de la Agencia Tributaria decidió derivar a don Nicanor la responsabilidad –en su modalidad subsidiaria- en el pago de las deudas contraídas por la sociedad (que había sido declarada insolvente y fallida), de la que era administrador, por un importe total de 11.045.629, 99 euros en concepto de Impuesto sobre Sociedades del ejercicio 1998 y asimismo en concepto de sanción por infracción tributaria. Don Nicanor, simplemente, no había realizado los actos de su incumbencia para el cumplimiento de los deberes tributarios de la entidad de la que era administrador (uno de ellos). Tras los consabidos dimes y diretes en el ámbito administrativo, el asunto acabó llegando a la sede de la Audiencia Nacional, que, mediante Sentencia dictada el 12 de noviembre de 2012, dio la razón a la Agencia Tributaria.
El asunto es muy complejo y su núcleo presenta múltiples ramificaciones que ahora no hacen al caso. Aquí sólo voy a mencionar la alegación exculpatoria del administrador sobre su propio estado de salud. Dijo don Nicanor (y al mismo tiempo aportó un informe clínico) que “en 1990 fue diagnosticado de temblor esencial sin mejoría evidente con Propanol. El temblor fue empeorando progresivamente, siendo diagnosticado de enfermedad de Parkinson en 1995. Desde esta fecha presenta además "trastornos de memoria recurrentes y torpeza de movimientos con dificultad para la movilidad fina”. Sin embargo, la Audiencia Nacional consideró “irrelevante el estado de salud descrito, pues no queda acreditado que en el año 1998, al que se refiere el acuerdo de derivación de responsabilidad, estuviera totalmente invalidado, constando que en dicho año [don Nicanor] compareció a determinados actos sociales, sin que en cualquier caso presentase la renuncia a su cargo de administrador”.
Don Nicanor, disconforme, recurrió en casación. Con éxito nulo. El Tribunal Supremo (que en los recursos de casación, en general, sólo puede revisar la valoración probatoria realizada en la instancia cuando la misma sea irracional y arbitraria) ha fallado en contra del administrador en Sentencia de 18 de noviembre de 2013 y le ha condenado al pago de las costas. El Supremo, como antes la Audiencia, infiere del informe médico que don Nicanor, aún sufriendo la Enfermedad de Parkinson desde 1995, no estaba incapacitado en 1998 para las tareas de administrador. Dice el Alto Tribunal que “no es cierto, como se sostiene en el recurso, que el documento en cuestión acredite per se que el señor. Nicanor careciera de las facultades cognoscitivas o volitivas en términos suficientes para descartar la imputabilidad de la que resulta la culpabilidad”.
Conclusión: si don Nicanor era capaz de tocar el tambor, ¿cómo no iba a ser también responsable de los actos inherentes al cargo social de administrador?