Rafael Spottorno, jefe de la Casa del Rey, ha elegido la palabra “martirio” para trasladar a la sociedad el sufrimiento de la “institución” como consecuencia de la larga instrucción judicial que se sigue respecto a dos miembros de la familia. En principio, yo no discutiría el uso de la palabra “martirio” si el portavoz regio se hubiera limitado simplemente a describir el estado de ánimo del Rey y sus parientes más cercanos. Resulta lógica la preocupación cuando un instrumento legal deja de ser una abstracción genérica y se convierte en una amenaza concreta que nos ronda muy cerca; cuando debemos enfrentamos a un procedimiento judicial que, en el supuesto de que los indicios del juez instructor fueran confirmados por una sentencia posterior, podría desembocar en el correspondiente castigo –incluso una condena de cárcel- establecido en el Código para los malhechores que hacen daño a otros miembros de la comunidad. Es muy desagradable que el sospechoso no sea uno de esos fantasmas más o menos anónimos que salen en las noticias y, por el contrario, que suela sentarse a nuestra mesa en compañía de los nietos. Además, y mientras se depuran las eventuales responsabilidades jurídicas, a todo el mundo le horroriza ver a sus íntimos expuestos al escarnio público de la picota.
Este doble escenario, social y jurídico, corta la respiración a los fámulos y allegados de toda persona a la que se imputa la comisión de un delito. En la práctica, naturalmente, el nivel de pesadumbre de los afectados por el desprestigio de la familia y por lo que finalmente pueda ocurrirles a sus teóricos garbanzos negros depende de la notoriedad, la condición económica y otros rasgos estatutarios que determinan la identidad exterior y la marca social del grupo. Si el estupor por las posibles faltas cometidas por un miembro del rebaño es susceptible de anonadar a cualquiera al poner la reputación de todo el “colectivo” en entredicho, no es difícil vislumbrar la reacción de quien encarna la máxima magistratura política y moral del Estado cuando le toca abrir la puerta de casa al agente judicial. Se entiende perfectamente que incluso la palabra “martirio” le quede pequeña al rey para reflejar su bochorno y, quizás, cierto desorden psicológico que le impide ver las cosas con claridad.
En el contexto anterior la palabra “martirio” denotaría cierta libertad de lenguaje que no merecería, sin embargo, el reproche de la opinión pública. Sin menoscabo de la presunción de inocencia que ampara a los imputados, la Casa del Rey podría haber combinado su preocupación por el destino de los hijos investigados por el juez con la aceptación sincera y el reconocimiento expreso de esos valores supraindividuales y esenciales para la convivencia que son la justicia y la verdad. Entre la verdad y la hija, la “institución” podría haber mostrado su dolor natural por la hija sin renunciar a su compromiso político de dejar hablar libremente a la verdad. En ese caso su “martirio” habría sido digno de compasión. La Casa no lo ha hecho así y ha preferido lanzar su voz amarga desde el pedestal, ha despreciado las posibles ofensas inferidas al interés general por sus hijos quizás díscolos y todo su énfasis va dirigido a patentizar su solidaridad con la hija imputada de manera unilateral y escalofriante. El rey abdicó hace tiempo de su función de interesarse por los problemas y las expectativas de los ciudadanos. El rey sólo quiere ser el amo guardián de su cortijo. Por el momento, el padre regio se ha resignado a una primera declaración judicial de la hija con la advertencia de que sea la única. A los ciudadanos nos han obligado a ver la película Uno de los nuestros. Si el destino de la infanta se tuerce, espero que no nos obliguen a asistir al reestreno de ¡A mí la Legión! Los tiempos ya no están para espectáculos demasiado castizos.
La Casa necesitaba un vocero hábil para consumar sus designios privados. No debe estar descontenta, aunque no le puede pedir peras al olmo. Porque los individuos majestuosos como Spottorno ganan en solemnidad lo que pierden en precisión. Spottorno ha sido lo suficientemente ambiguo como para suscitar entre nosotros, los plebeyos, algunas dudas sobre el verdadero sujeto pasivo –luego hablaré del sujeto activo- de los famosos tormentos del “martirio”. ¿Se refería el veterano diplomático exclusivamente a un sujeto colectivo, como la citada Familia Real, la Monarquía española o el espíritu memorable de sus antepasados? ¿O señalaba de forma implícita, pero directa e individual a la única persona de la estirpe Borbón jurídicamente afectada por la decisión de un poder del Estado, como es el caso de la infanta Cristina? Lo segundo debería haber sido su empeño exclusivo, porque siendo notorio, por ejemplo, el martirio de las jóvenes Justa y Rufina, nunca se ha hablado, que yo sepa, de una hipotética extensión vicaria de sus desgracias y de la correspondiente entrada en el santoral al resto de sus piadosas familias.
Detrás de una ficha de dominó puede caer la siguiente. Pero nadie pierde por adelantado. Hoy sólo está en juego el destino judicial de un miembro de la familia, si exceptuamos al yerno (que, más que un pariente cercano, parece ya un náufrago abandonado a su suerte en el Mar de los Sargazos). El monopolio del “martirio” pertenece, pues, a Cristina. Creo que es ella, exclusivamente, la que debería haber merecido la alusión melancólica de Spottorno. La “mártir” Cristina está sobre el potro de tortura, si hacemos caso al significado auténtico de la palabra “martirio”, por defender voluntariamente sus creencias e ideales (aunque no nos han dicho cuáles son) frente a un sayón cruel (del que tampoco conocemos exactamente su identidad). Es cierto que en tiempos ya casi olvidados se usaba la expresión popular antes mártir que confesor para calificar, según el DRAE, “la resistencia que algunos muestran para declarar lo que se pretende saber de ellos”. Pero no creo que Spottorno tenga esta acepción del “martirio” que sufre la infanta, o que haya querido hacer una gracieta anticipada, entre otras cosas porque en su posterior declaración sabatina la infanta le dijo espontáneamente al juez de instrucción, punto por punto, todo lo que el magistrado deseaba conocer para el buen fin de su investigación y el esclarecimiento definitivo de la verdad. Eso al menos afirman sus abogados –sobre este Roca edificaré mi iglesia- y también ha trascendido la satisfacción de La Zarzuela, que confía en el finiquito de la imputación después de la convincente declaración de la empleada de La Caixa. Se les ve muy contentos en ese pase de mártir a confesora. Al final va a ser que el verdugo no era tan fiero como lo pintaban y ya no está tan obsesionado por cobrar la palma del “martirio” a manos de un inocente libre de toda sospecha .
Pero, volviendo a Spottorno, fue tan lacónica su intervención que este observador, aunque puso su mejor voluntad, continúa perplejo. Salvo en una cosa. Este observador está convencido de que el portavoz de la Casa debe ser más diligente y prestar mayor atención al sentido generalmente aceptado del vocabulario que utiliza. Don Rafael ofende la rectitud de la lengua que hablamos los españoles al cerrar en falso varios asuntos controvertidos. Cuando se queja del “martirio” al que ha sido sometida la “institución”, a nadie puede escapársele su pliego de cargos, elíptico pero manifiesto, contra el responsable de “torturar” gratuitamente a una entidad que no puede pecar porque ninguno de sus elementos sabría cómo hacerlo. Ante un cúmulo de indicios delictivos, Don Rafael se defiende atacando con pocos escrúpulos de conciencia al poder judicial de un Estado democrático que garantiza los derechos fundamentales de todos sus ciudadanos, incluidos los ciudadanos objeto de una pesquisa judicial. Si los indicios racionales de criminalidad se confirmaran en este caso (o simplemente se demostrara la existencia de un perjuicio “administrativo” a la caja de Hacienda, del que ya ni siquiera duda el fiscal, que pedirá la devolución por la infanta de 600.000 euros), el único martirizado habría sido, por enésima vez en esta época de calamidad pública, el común de los contribuyentes.
Hay otra cuestión, de orden doméstico, sobre la que la Casa del Rey está pasando lógicamente de puntillas. Ya que Spottorno habla de “martirio”, no estaría de más lamentarnos por los daños sentimentales que, supongo, padece la prole de los dos imputados ilustres. No es asunto que deba cebar el interés del público. Sería morboso y no ha lugar. Pero la acusación de “martirio” debería obligar al portavoz a reflexionar un poco, aunque sea en privado, sobre las consecuencias morales de la actuación de los adultos. En sus relaciones con otros adultos y, muy especialmente, en sus efectos sobre el mundo de los niños.
Canadá, la extraordinaria novela de Richard Ford, da mucho que pensar a todos los que somos padres. El protagonista es un hombre mayor que vuelve a su infancia y recuerda el hecho crucial que marcaría su vida cuando sólo tenía quince años. Un hecho externo a su voluntad que lo dejó desamparado y a la intemperie por culpa de la ambición y la locura de sus padres, hasta entonces más o menos comedidos y normales. Sin pretenderlo conscientemente, a veces martirizamos a nuestros hijos y les grabamos un tatuaje indeleble en el centro de su carácter. Les hacemos sufrir cuando, si tal es el caso, un día nos descubren y nos ven desnudos frente a ellos por nuestra soberbia sin causa, nuestros engaños al prójimo expuestos a la luz del día o por cualquier otra estupidez que, hecha pública, desmiente la imagen que aparentamos. Entonces los niños viajan contracorriente a un país inhóspito llamado Canadá.
Richard Ford dedica su novela sobre la impostura y los disparates de los adultos a una mujer. La fórmula es sobria y escueta. Es una mención extraña en la que el nombre ni siquiera va en compañía de la correspondiente preposición. Son sólo ocho letras impresas en una página vacía: Kristina.