N. K. M. es una ciudadana húngara que ha sido funcionaria de la Administración de su país durante 30 años. El 27 de mayo de 2011 fue despedida como consecuencia, una más, del programa de ajustes del Gobierno de Hungría sobre sus empleados públicos. Como su cese tuvo efectos jurídicos el 28 de julio de 2011, N. K. M. recibió la paga correspondiente a los dos meses en los que estuvo -llamémoslo así- en el purgatorio laboral. Esta funcionaria de Budapest debió sentirse como un trapo usado al ser excluida por su Gobierno del servicio civil. Sin una palmadita en la espalda, sin una medalla al mérito en el trabajo, sin perdón de ninguna clase. N. K. M. no se merecía este desprecio final a su carrera. En su hoja de servicios no figuran llamadas de atención, sanciones por impuntualidad o una mísera licencia para asuntos propios. Pero su repentino cese trascendía cualquier rasgo personal: N.K.M. perdía su empleo, como otros funcionarios, porque el erario estaba al borde de la bancarrota y había que salvar al país de la quiebra. Esto es lo que decía el Gobierno húngaro.
No siempre el purgatorio es la antesala –triste pero esperanzadora- del paraíso. A veces es la antecámara del infierno. N. K. M. fue a cobrar el finiquito por sus años de trabajo, la no muy exorbitante indemnización de 8 meses de salario, según una ley de funcionarios aprobada en 1992. Al cambio –Hungría no tiene la moneda común-, poco más de 20.000 euros. No es que sea mucho, pero es un mal menor en un país pobre como Hungría. Lo peor son los gobernantes y los legisladores húngaros. Los promotores de una ley publicada en la Gaceta Oficial el 13 de mayo de 2011 (con efectos retroactivos de 1 de enero de 2010) que estableció un impuesto especial sobre las compensaciones por cese del trabajo en el sector público como la que se disponía a recibir N. K. M. Esa ley dice que la renta debe ser gravada al tipo del 98% por la parte que supere la cifra de 3,5 millones de “forints” (aproximadamente 12.000 euros), un exceso que en el caso de N.K.M. importó la suma de 2,4 millones de “forints” (aproximadamente 8.300 euros). Para evitar malas tentaciones a la ya exfuncionaria, ni siquiera le dejaron tocar ese dinero, pues el 98% en cuestión fue retenido por su empleador público y transferido directamente a la autoridad fiscal.
En pleno cuento de la globalización resulta que vuelve el ogro húngaro que se alimenta de carne humana. O, como le ha sucedido a la señora N. K. M., el ogro megalómano te roba el empleo, la cartera y te obliga a salir a la calle a practicar la mendicidad. Como los cuentos suelen tener un final feliz, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en Sentencia de 14 de mayo de 2013, acaba de condenar a Hungría por violación de los derechos a la dignidad humana y la propiedad privada, de los que había despojado a la ciudadana N. K. M. Ningún interés público legítimo puede justificar el robo estatal de gravar una renta al tipo del 98%.
“Hungría está muy lejos y esto no puede suceder aquí”, dirán algunos. Puede ser, pero Hungría pertenece a la Unión Europea. Sus referencias políticas y económicas están en la culta Europa, no en una tribu desconocida del Amazonas. También puede ser que las autoridades húngaras estén sobreactuando un poco a la hora de enfrentarse a la recesión, que no interpreten correctamente el modelo y los mensajes que les envían las instituciones europeas. Puede que no se hayan enterado todavía de que la fraternidad europea ha devuelto su viejo esplendor a Grecia. Que no hay europeos de primera y otros de segunda división, que todos somos iguales y, como dicen en Berlín, que tenemos que conseguir que los demás se salgan con la nuestra. Puede ser, pero un fantasma recorre Europa y no es ni el de la redención cristiana ni el de la utopía socialista. Vuelve el ogro impotente de la desmemoria.