Quien diga que el Gobierno del PP tiene un ideario neoliberal, que se retracte y vea las cosas como son. El Gobierno de Rajoy tiene fe en el sector público para sacarnos de la anemia económica y para proporcionar un trabajo a los desempleados. Lo que sucede es que esa confianza en la acción pública es un obsequio que el PP regala, no a los partidarios fervientes del Estado (como los sindicatos y los trabajadores), sino a los que lo desprecian y lo temen acusándole de ser un ogro megalómano. Estos últimos deberían leer la memoria económica que acompaña al Real Decreto-ley de reforma del mercado de trabajo. Sólo durante el primer año de su aplicación, la reforma laboral le costará al Estado 230 millones de euros, pero dicha cifra es de una humildad franciscana porque en la memoria no se incluyen los costes completos de los beneficios fiscales y de las bonificaciones de la Seguridad Social que van a ir a parar a los bolsillos de los empresarios.
No me parecería mal el destino proyectado por el Gobierno para esas ayudas públicas, si no fuera por dos motivos que acreditan, en mi opinión, la desmesura de la ministra de Empleo, Fátima Báñez, a favor de la empresa. El Estado va a pagar un precio excesivo por un aumento de la contratación laboral que, además, dista de ser evidente. Y, por otra parte, el Estado va a premiar a quienes realizan el menor esfuerzo fiscal dentro del conjunto de los contribuyentes. Y lo va a hacer en un momento en el que, como consecuencia acumulada de la globalización y de la crisis especialmente virulenta de la economía española, la participación de las rentas empresariales en el PIB (46,2%), según los datos publicados por el Instituto Nacional de Estadística el jueves pasado y relativos al cuarto trimestre de 2011, ha superado por vez primera a las rentas salariales (46%) en nuestro país. El resto (7,8%) corresponde al peso de los impuestos en el reparto de la riqueza española. Si tenemos en cuenta que los tributos a la producción superaban el porcentaje del 10% en el año 2007, comprobaremos sin dificultad el declive del sistema fiscal para lograr los equilibrios necesarios de redistribución social y financiar el Estado del Bienestar. Con la entrada en vigor de la reforma laboral, esos desequilibrios pueden llegar a ser crónicos e irreversibles, produciendo una mayor desigualdad, impropia de un país supuestamente culto, desarrollado y solidario.
El artículo 4 del Real Decreto-ley 3/2012, de 10 de febrero, regula el denominado contrato de trabajo por tiempo indefinido de apoyo a los emprendedores, “con objeto de facilitar el empleo estable a la vez que se potencia la iniciativa empresarial”. Este contrato –pensado para empresas de menos de 50 trabajadores- da derecho al empleador a gozar de una prolija batería de beneficios públicos que pueden subdividirse en dos grandes apartados:
1.- Una serie de incentivos fiscales que van desde una deducción de 3.000 euros si el primer contrato concertado por la empresa se realiza con un menor de 30 años, hasta otra deducción adicional en caso de que la empresa contrate a parados que sean beneficiarios de una prestación contributiva por desempleo, equivalente al 50% de la prestación por dicha circunstancia que el trabajador tuviera pendiente de percibir en el momento de la suscripción del contrato, con un máximo de 12 mensualidades.
2.- Al margen de lo anterior, una serie de bonificaciones que pueden absorber “el 100 por 100 de la cuota empresarial a la Seguridad Social” y que “serán compatibles con otras ayudas públicas previstas con la misma finalidad”, si el contrato se efectúa con desempleados pertenecientes a determinados colectivos (jóvenes, mujeres y mayores de 45 años).
En general, puede decirse que la nueva modalidad de contrato perjudica a los parados de larga duración y, sobre todo, que es dudosa la probabilidad de que su introducción en el mercado de trabajo vaya a “facilitar el empleo estable”. No sólo por la extensión del período de prueba a un año. Sino también porque los incentivos fiscales y de la Seguridad Social antes aludidos se consolidarán con la única condición legal de que el empresario mantenga en su empleo al nuevo trabajador sólo por tres años. El consiguiente juicio de oportunidad sobre los costes (la indemnización por despido) y los beneficios (tributarios y de la Seguridad Social) que hará cada empresario, puede llevar a muchos de ellos a optar por el nuevo contrato con la finalidad predominante de apoderarse de una renta pública.
Paso al segundo problema, relativo al esfuerzo fiscal de los pequeños y medianos empresarios. Éstos disfrutan ya, con independencia de la reforma laboral, de una panoplia de incentivos fiscales: menores tipos de gravamen y mayor libertad de amortización de sus activos para las empresas de reducida dimensión (hasta 10 millones de euros de cifra de negocios anual); reducción de los beneficios fiscales a declarar (y también, por añadidura, de los tipos de gravamen) para las pequeñas empresas que creen o mantengan empleo; exención de la tributación indirecta (operaciones societarias) en la constitución de sociedades o ampliación de su capital; y, aunque la lista no es exhaustiva, tampoco debe olvidarse la posibilidad (en el IRPF) de que el empresario determine sus rendimientos fiscales, no según la realidad económica de su negocio, sino de acuerdo con el régimen de estimación objetiva, mediante un conjunto de módulos que prevalecen sobre el beneficio contable (generalmente, mucho más elevado).
Y, por último, el fraude fiscal. Sobre todo el de los titulares de actividades económicas sujetos al IRPF (empresarios individuales y profesionales liberales). Según las propias estadísticas de la Agencia Tributaria, esos contribuyentes obtienen un rendimiento neto que ni siquiera llega a la mitad de lo que declaran sus trabajadores. En conclusión: que mucho me temo que el esfuerzo que hará el Estado con los llamados emprendedores (menos ingresos públicos por impuestos y cuotas empresariales de la Seguridad Social, ahorro sólo de un 25% de las prestaciones por desempleo) no va a ser compensado con los oportunos retornos de los empresarios. Aquí la brecha de obligaciones entre los trabajadores y sus patronos se ensanchará a favor de estos últimos, a pesar de su mayor capacidad económica.
La reforma laboral es un agravio a los intereses de los trabajadores y, asimismo, al interés general. Gracias a ella los empresarios van a traspasar la frontera de una legitimidad social que sólo discuten los dogmáticos. Lo peor es que la alianza del Gobierno del PP con los empresarios ha encontrado una salida a la crisis del empleo en España con la imposición de un dogma aún más artificioso que intenta prestar una cobertura racional a lo que no son más que intereses privados y parciales. La reforma, más allá de su objetivo aparente, va a permitir que el interés de los empresarios se apodere de una parte mayor del valor añadido del trabajo y de una cuota superior de las rentas públicas. Lo digo sin concesión alguna a la retórica. El Gobierno ha hecho algo insólito: subvencionar a fondo perdido a las empresas sin exigirlas, como condición para el disfrute de las ayudas públicas, que creen empleo neto utilizando como factor de control el promedio de la plantilla (ni siquiera exige su mantenimiento). El Gobierno ha pagado con el dinero de todos un portillo para la contratación laboral. Y ha abierto de forma gratuita las compuertas a un despido ad libitum por el dueño de la empresa.
Se dice por ahí, Bornstein, que el Gobierno busca llegar al fondo del pozo para pegar un impulso y salir con mejor cara del esfuerzo. ¿Irán por ahí los tiros? ¿Dónde estará ese fondo ansiado? Y, sobre todo, ¿dolerá mucho?
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