El acoso sexual en la Administración del Estado

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El Gobierno y los sindicatos de la Función Pública han firmado un acuerdo que establece el Protocolo de actuación administrativa frente al acoso sexual y el acoso por razón de sexo en los centros de trabajo. Las autoridades tienen el deber de prevenir, detectar y, en su caso, sancionar las lesiones de tal carácter infligidas a sus empleados públicos por otros miembros de la organización administrativa, especialmente si la agresión procede de un superior jerárquico. Dicho pacto, que se refiere exclusivamente al ámbito de la Administración General del Estado (AGE) y de sus Organismos Públicos, tiene desde el pasado 8 de agosto el rango de norma jurídica mediante su aprobación por el Ministerio de Política Territorial y Administración Pública, si bien incurriendo en una anomalía. Aquí no tenemos más remedio que darle un tirón de orejas al Gobierno por haber incumplido la Ley. Concretamente la Ley Orgánica 3/2007, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, cuya Disposición Final Sexta obligaba al Ejecutivo, con antelación a la negociación de dicho Protocolo con los sindicatos, a regular mediante Real Decreto precisamente el contenido sustancial del Protocolo. Al día de hoy (cuatro años y medio después de la Ley Orgánica 3/2007) el Ministerio de Política Territorial y Administración Pública ni siquiera ha elaborado el proyecto de ese Real Decreto. Se ha hecho al revés y el Gobierno ha abdicado de su prerrogativa (que igualmente es un deber) de desarrollar por vía reglamentaria las leyes que aprueba el Parlamento. Quizás por esa infracción el Protocolo, que satisface en líneas generales la solución de los problemas que acarrea la lacra del acoso sexual, adolece de algunas deficiencias y tautologías jurídicas que luego indicaré.

Lo primero que conviene reseñar es que ese acuerdo ampara a todos los empleados de la AGE, ya se trate de funcionarios, trabajadores estatutarios e interinos, o con contrato laboral (fijos o temporales). Deslindado ya su alcance geográfico y su extensión subjetiva, debemos hacer lo mismo con el contenido objetivo del acuerdo para distinguir el doble concepto de acoso sexual y por razón de sexo de otras conductas discriminatorias con las que puede llegar a solaparse o confundirse. La primera divisoria tenemos que trazarla en relación con la violencia de género, que, a diferencia de los actos aquí analizados, constituye siempre y necesariamente (en este caso de manera especialmente brutal) la expresión de una conducta discriminatoria realizada por personas del sexo masculino sobre las mujeres. El acoso, por el contrario, puede ir en ambas direcciones y, por tanto, ser cometido por un hombre o por una mujer contra un compañero de trabajo. En segundo lugar, la figura del acoso sexual definida en el acuerdo no coincide y suele ser menos intensa que la regulada y tipificada con idéntico nombre en el Código Penal, aunque nada impide a las víctimas de acoso que, en el ámbito de la AGE, decidan denunciar los hechos y poner en marcha el protocolo de actuación administrativa, instar también, al mismo tiempo o con posterioridad, las acciones penales correspondientes.

Oponiéndose a la falta de proximidad anterior, algunos comportamientos indeseables que no son sinónimos exactos de acoso se asimilan a este último (en su segunda modalidad de acoso por razón de sexo). En este sentido el apartado 2.2 del Protocolo dice literalmente: “todo trato desfavorable relacionado con el embarazo, la maternidad, paternidad o asunción de otros cuidados familiares también estará amparado por la aplicación de este protocolo…”. Como vemos, el Protocolo tiene una gran fuerza expansiva, pero igualmente (fuera de supuestos claros como el anterior) peca de ambigüedad conceptual en la determinación de lo que ha de entenderse como acoso, en su significado práctico para la múltiple variedad de situaciones que plantea la vida real (lo que ocasionará numerosos interrogantes interpretativos).

La ultraactividad potencial del Protocolo y la ambigüedad de sus conceptos podrían haber sido evitadas por el mencionado Real Decreto que se echa de menos. Voy a lo que, en mi opinión, constituye el mayor problema. El acuerdo es bastante impreciso en su diferenciación entre el “acoso sexual” y el “acoso por razón de sexo”, y tampoco describe con la certidumbre necesaria para juzgar estos casos el núcleo de la conducta que el Protocolo reprueba en cada uno de ellos. De todas maneras, es evidente que el primero no significa necesariamente (aunque también) la solicitud directa de favores sexuales, sino “cualquier comportamiento, verbal o físico, de naturaleza sexual que tenga el propósito o produzca el efecto de atentar contra la dignidad de una persona, en particular cuando se crea un entorno intimidatorio, degradante u ofensivo”. Basta la ofensa sexual explícita, las ganas de joder la marrana (si se me permite la expresión) realizada a la desesperada y de forma gratuita, sabiendo el provocador (o la provocadora) que el objeto de su deseo le contestará diciendo que va a ser que no. Mientras que el segundo, entrañando el mismo propósito de denigrar a su víctima propiciatoria o iguales efectos intimidantes, no sería en puridad una acción física de carácter sexual, sino más bien una actitud de humillar, vejar o minusvalorar el trabajo del ofendido/a exclusivamente por la condición de su sexo. En todo caso, incurrirá en ese comportamiento despreciable de acoso quien utilice como moneda de cambio para la concesión de un derecho a un funcionario (o de una legítima expectativa a mejorar su estatus profesional en la AGE) la aceptación por este último del acoso que sufre. Lo que nos conduce de forma ineludible a la posición de superioridad jerárquica tan poco tratada en el Protocolo, siendo éste uno de sus principales defectos.

Se echa de menos, igualmente, la previsión de algunas circunstancias que se me antoja necesaria para que los potenciales conflictos no sean resueltos de forma discrecional o arbitraria. El Protocolo, por ejemplo, guarda silencio, a diferencia del tipo delictivo descrito en el Código Penal (que exige reiteración o habitualidad en el comportamiento del agresor), sobre la permanencia en el tiempo de la actitud del acosador. Acosar es perseguir, sin dar tregua ni reposo, a la persona que queremos rendir o derribar por cansancio vital. Pero nada se dice sobre esto en el Protocolo, no sabemos si es suficiente un acto ofensivo aislado. Ni se pone el énfasis conveniente –como ya he dicho- en los tipos agravados de acoso al prevalerse el acosador o la acosadora de su superioridad laboral sobre su víctima, como tampoco se mencionan los casos de especial vulnerabilidad de esta última. Esta omisión es la más preocupante. Por la probabilidad, más que hipotética, de que muchas denuncias por acoso acaben en la papelera. Téngase en cuenta que el Protocolo determina el archivo de la denuncia por, entre otros supuestos, “el acuerdo alcanzado entre las partes”, en cuyo caso se pondrá fin a la disputa con una resolución “informal”. Y que, en la regulación del procedimiento y a pesar de que se trata de la denuncia de infracciones perseguibles de oficio, ni siquiera en los casos de mayor gravedad se faculta al instructor a pasar el tanto de culpa al Ministerio Fiscal y elevar así las actuaciones a la jurisdicción penal. Se trata de una laguna legal que, objetivamente, favorece la (digámoslo así) lujuria de algunos jefazos (o jefazas) y el triunfo final, además de su gratificación sexual, de su deseo de impunidad. Porque hay amores que matan, sí, pero sobre todo matan de miedo a los que se plantean denunciarlos.

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