En nuestro ordenamiento laboral rige el principio de “igual salario por un trabajo de igual valor”. La cláusula es de una sencillez sólo aparente. El respectivo “valor” de ambas magnitudes, “salario” y “trabajo”, muy fácil de medir para la primera y no tanto en el caso de la segunda, complica la necesaria relación de equilibrio entre la empresa y los trabajadores. Mientras que el valor del salario se mide, naturalmente, en unidades monetarias, la determinación del valor del trabajo se presta con mayor dificultad a estimaciones cuantitativas y puede poner en cuestión la supuesta objetividad del método empleado. Del acierto de este último depende la consecución de la justicia no sólo entre las dos partes de la relación laboral y la equivalencia de las prestaciones recíprocas de la empresa y sus empleados. También está en juego la “justicia interna” respecto a la plantilla de los trabajadores, pues una medición arbitraria del valor del talento y el esfuerzo de cada uno de ellos da lugar a agravios comparativos que dejan en evidencia la presunta justificación moral y económica de la empresa. Lo normal es pagar idéntico salario a todos los trabajadores cuyas funciones y categorías profesionales sean las mismas, a igualdad de turnos y horas trabajadas. Este criterio es más que razonable pero no resuelve de manera satisfactoria las diferencias de productividad laboral que pueden darse en el interior de cada empresa.
La conveniencia o no de la vinculación salarial a la productividad es un asunto que ha enfrentado tradicionalmente a la patronal y a los sindicatos. Esa discusión, en general, ha girado en referencia a “toda” la plantilla de la empresa, pero sería absurdo limitarse a hacer o no una “enmienda de totalidad” al valor del trabajo y a la posibilidad de retribuirlo, en masa, en conexión con su productividad. Porque todos los individuos somos distintos y esas diferencias pueden ser palpables en el funcionamiento específico de cada empresa. Sea como fuere, el fracaso del diálogo sobre la negociación colectiva ha dejado las espadas en alto y los tinteros secos para escribir con algo de racionalidad y concordia el futuro inmediato de las relaciones laborales en nuestro país. El Gobierno, por su parte, está en horas bajas y ha abdicado de sus competencias legislativas en beneficio de la ambigüedad y de la irresolución continua de un problema, el de la negociación colectiva y la regulación precisa y a fondo de los conflictos de trabajo, que amenaza la ya más que precaria situación del empleo y de toda la economía española. El contencioso entre las partes le quema y el Gobierno no quiere más fuego, aunque es una casa que arde por todos sus costados.
En su reforma de la negociación colectiva, que presumiblemente aprobará hoy el Consejo de Ministros, el Gobierno elude, en la regulación del contenido mínimo de los convenios colectivos, los hipotéticos pactos relativos a la productividad laboral. El Gobierno ha establecido “las medidas para contribuir a la flexibilidad interna en la empresa que favorezcan su posición competitiva en los mercados o una mejor respuesta a las exigencias de la demanda y la estabilidad del empleo de aquélla”. Pero en el Anteproyecto de Reforma de la Ley del Estatuto de los Trabajadores difundido el 7 de junio sólo se contemplan expresamente (aunque sin detalles adicionales) dos medidas de esa naturaleza: la distribución de la jornada de trabajo a lo largo del año y la movilidad funcional en el seno de la empresa. El fracaso del diálogo social nos saldrá caro a todos los españoles. El retraso del Gobierno en intervenir y su ambigüedad legislativa de última hora elevarán los intereses de la factura. No sé bien lo que nos pasa, pero si queremos salir de la que tenemos encima los naturales de este país necesitamos con urgencia que nos gradúen la vista. Contados uno a uno, puede que todos seamos muy listos. Nuestro talento para la organización social es otra cosa. Somos un miope colectivo.
Sin embargo, la jurisprudencia constitucional nos puede ayudar a todos a despejar algunas dudas sobre la cuantía de los salarios y las diferencias retributivas, no necesariamente contrarias al principio de igualdad. Por azares de la vida, esa doctrina es reciente y ha venido a coincidir en el tiempo con los estertores de la negociación de los agentes sociales sobre los convenios colectivos. No trata específicamente de la productividad, pero nos da algunas pistas. Partiendo de la base de que la empresa (en este caso perteneciente al sector de la enseñanza no reglada) remunera a todos sus trabajadores por encima de las tablas salariales del convenio colectivo, el Tribunal Constitucional ampara la validez de tratamientos diferenciados por la empresa en relación con diversos grupos de su plantilla. Y lo hace según el principio de autonomía de la voluntad (sin desconocer el Tribunal que dicho principio está fuertemente limitado en el Derecho del Trabajo, en el que los convenios colectivos alcanzan una relevancia cuasi-pública). Salvo que las diferencias salariales fueran irracionales, arbitrarias o vejatorias para algunos trabajadores, la empresa puede medir el valor del trabajo de acuerdo con varias escalas salariales. La empresa puede establecer mejoras voluntarias y parciales respecto a lo que dice el convenio colectivo. El Tribunal Constitucional otorga legitimidad, siempre que se respeten las condiciones de trabajo regladas por el convenio, a lo que él llama decisiones voluntarias, unilaterales y debidas a la “mera liberalidad” de la empresa. A mi juicio, esa “mera liberalidad” es un concepto formalmente equívoco: donde hay ánimo de lucro es imposible la “liberalidad”, pues al trabajador que cobra más por su mayor productividad o dedicación no se le regala nada. Se le retribuye por la diferencia, al alza, del valor de su trabajo en relación con el trabajo de los demás. El Constitucional yerra quizás en su expresión formal, pero en mi opinión acierta en lo que se refiere al fondo del asunto. En ese caso concreto, el sistema retributivo (especial o diferenciador) fue adoptado a fin de adecuar el existente a la nueva situación económica de la empresa y a la necesidad de contratar a los trabajadores por horas y para prestar servicio un día determinado de la semana.
A mi juicio, la clave de la cuestión se halla en el fundamento segundo de la sentencia aquí analizada. En el último de sus párrafos, el Tribunal Constitucional dice: “En relación concretamente con el derecho a la igualdad en materia retributiva, hemos afirmado, en fin, que esta eficacia del principio de la autonomía de la voluntad deja un margen en el que el acuerdo privado o la decisión unilateral del empresario, en ejercicio de sus poderes de organización de la empresa, puede libremente disponer la retribución del trabajador, respetando los mínimos legales o convencionales. En la medida, pues, en que la diferencia salarial no tenga un significado discriminatorio, por incidir en alguna de las causas prohibidas por la Constitución o el Estatuto de los trabajadores, no puede considerarse como vulneradora del principio de igualdad”.
Si claro. Y los preclaros cerebros de la «ciencia» juridica bailando la danza de los siete velos. Todo a mayor gloria de los emprenderores, creadores de riqueza (la suya) y miseria (la de los demas). Esto acaba mal, seguro.