La rebelión de las sociedades islámicas contra sus déspotas –con su epicentro en Túnez y El Cairo- ha ensamblado dos piezas modernas que hasta ahora no habían confluido jamás en el tiempo. Por ello lo que están escribiendo los egipcios, los libios y todos sus correligionarios árabes (y, con ellos, las minorías étnicas y religiosas que viven en sus Estados nacionales) es realmente una página de la Historia. Sus ansias de libertad se han aliado, como muy bien se ha dicho, con la revolución de las telecomunicaciones en el mundo globalizado de Internet. Pero la movilización popular contra los dictadores del Magreb y el Oriente Medio, contra simples asesinos como el Gadafi, es también una gran ola urbana que está arrasando desde la raíz los viejos sistemas políticos de la zona gracias a la comprensión y utilización por sus protagonistas del significado, para la acción política, de un antiguo símbolo topográfico: las plazas de las ciudades. Todos los admiradores de los valientes muchachos y muchachas de El Cairo hemos acampado con ellos en la plaza Tahrir. Los acontecimientos bombeados al mundo desde el corazón de la revolución egipcia que es la plaza Tahrir, aunque su desenlace esté lleno de incertidumbre y el alcance de lo sucedido no pueda calibrarse ahora, demuestran ya que forman parte de un proceso irreversible de cambio, que son unos hechos que van mucho más allá de una suma inorgánica de episodios.
Los jóvenes árabes e iraníes han llegado al ágora y no la van a abandonar voluntariamente. Han desembocado en masa en el lugar más querido para nosotros, los occidentales, desde el Renacimiento. Y nos han recordado a nosotros, los adocenados y satisfechos europeos de clases medias razonablemente acomodadas pese a la recesión, para qué sirve el ágora de la plaza urbana. Nos han rescatado a nosotros, los creadores de la geografía moderna de las ciudades -que ya ni siquiera nos tomamos la molestia de discernir si es verdad o mentira lo que se dice en la arena pública-, de nuestro olvido actual de por qué hicimos lo que hicimos en el interior de nuestras ciudades.
Como nosotros en los albores del Renacimiento, los jóvenes musulmanes de la plaza Tahir han empezado a derribar las murallas de su ciudad medieval y a hacer un sitio espacioso en su interior para trazar su foro y levantar su plaza mayor. Han desviado la mirada del enemigo exterior, casi siempre imaginario, para reunirse todos, de manera introspectiva pero mucho más abierta, en un amplio espacio en el que se intercambian mercancías, pero sobre todo ideas. Se han reunido allí para exigir el fin de la dominación de los tiranos, para expulsarlos de la ciudad. Ya no quieren ser servidores de un poder superior, como en su día tampoco quisimos nosotros.
Es cierto que, cuando los occidentales abrimos las plazas en nuestras viejas ciudades, también se trasladó allí la iglesia principal, que esa zona urbana ha sido igualmente el asiento de las festividades religiosas, de los pregones reales, de los autos de la Inquisición, y de la ejecución de las penas capitales. Pero al fin llevamos a la piedra de las plazas la idea revolucionaria de construir un ámbito profano y el deseo de elegir a los regidores de la casa consistorial. Todo eso fue una conquista de una voluntad juvenil, la de ganarle terreno a los viejos señores hasta que fueran una isla en la comunidad popular, una excepción, no una amenaza permanente. Tuvimos una fuerza de la que poco a poco hemos abdicado y que, ahora, otros más jóvenes que nosotros la quieren recoger. Cueste lo que cueste y pese a la barbarie de los aviones de el Gadafi.
La plaza es el centro vital de la ciudad moderna. Por sus arterias circula la vida de la política democrática, la economía y una administración razonable. No es el mejor de los mundos. No es una utopía celeste. Puede ser incluso una pesadilla horrorosa, dependiendo de quién sea el gobernador de turno. Los europeos lo sabemos muy bien al menos desde Münster, donde los anabaptistas fueron ejecutados en la plaza del mercado por su obispo católico y sus aliados luteranos de ocasión. Y eso fue sólo el principio de muchas desdichas que entonces parecían imposibles en una sociedad joven, urbana y civilizada. En Europa ha habido muchas plazas Tiananmen.
Pero no existen las alternativas a la plaza de la ciudad, distintas de la violencia y la estupidez del señor feudal o de la crueldad del dictador musulmán, que siempre se creerán la voz inspirada por Dios, obviamente en su propio beneficio y el de su familia. El gran historiador Fernand Braudel nos enseñó a oponer a la “ciudad cerrada” de estirpe medieval la “ciudad controlada” de la modernidad en la que las libertades del individuo pueden ser una realidad o simplemente una sombra, un mal sueño de un Estado nacional inicialmente democrático. Lo dijo en 1967, en su inigualable Civilisation matérielle et capitalisme. La Escuela de los Annales, a la que perteneció Braudel, revolucionó el análisis historiográfico al segmentar el tiempo y separar los procesos históricos de larga duración de la coyuntura. Todo indica que los musulmanes, aprehendiendo viejos conceptos occidentales, han comenzado a salir de la oscuridad a la que los han sometido sus caudillos autóctonos y más de una complicidad complaciente de las culturas de la orilla norte del Mediterráneo. Las sociedades islámicas han iniciado un proceso, que en el futuro necesariamente tendrá que ser original, de largo alcance en busca de su liberación. Mientras que los europeos, que hoy hemos olvidado nuestro pasado, vamos camino de diluirnos, al final de nuestro trayecto, en una coyuntura intrascendente. Vamos a nuestro Finisterre histórico.
¿Pero por qué no echarles un capote a los de la otra orilla, el capote diplomático y económico que necesitan en medio de su tormenta y dejar a su vez que ellos nos ayuden en cuestiones de seguridad e incluso ideológicamente, ya que les sobra una férrea voluntad de cambio y de resistencia ante la injusticia? Sería estupendo que el Mediterráneo recuperara lo que una vez fue y que ya hace mucho perdió, su centralidad, su posición de mitad de la tierra, un punto de encuentro y no un mar de recelos y de violencia.
Una nueva invocación a la sana convivencia desde este rincón digital. Muchas gracias don Félix.
Como siempre a los espertos y estudiosos analistas siempre todo les sorprende. Les sorprendio la ciada del muro de Berlin, la Guerra en yugoslavia y ahora les sorprendio, y yo creo que para el bien de todos lo que está sucediendo en el norte de Africa y oriente medio.
Como bien dice Bornstein ahora la historia no es de los adocenados europeos que creen en poco y se miran mucho al ombligo en nuestras viejas sociedades, ahora la Historia está en manos de esas juventudes arabes, mayoritariamente arabes, pero sobre todo jovenes con ganas d evivir en un mundo mejor que el que quieren dejar atras. Es la historia viva que se conquista en las plazas y no en los despachos. No se sabe bien donde va llevar todo esto. Tampoco se sabia en la Revolución francesa, pero pese a todo la sangre que se derramo con ella, ya nadie querría volver a los tiempos que esta dejó atras.
Como Bornstein creo que deberiamos echarles un capote y como europeo se me ocurre algo. Tanto como hablamos de la Unión del Mediterraneo, creo que al menos deberiamos hacer una institución donde se hablaran y cooperaran las dos culturas, empezando por el tema sociopolitico, y por que no llevar el centro de esta institución a Barcelona y otros lugares d enuestra orilla que siempre se citan lo llevamos a la del sur, al norte de Africa. Podria ser un epicentro para este mundo emergente ansiosos de libertad, saber y cambio. Y para ello que mejor ciudad que Alejandria, la ciudad del Faro y la biblioteca la ciudad cuyo ;nomre evoca a la antiguedad que fue tan Mediterranea; una ciudad que es egipcia y no la capital, con lo cual goza de mayor independencia: una ciudad cosmopolita, abierta, culta y diversa.
Europa debe apoyar aste camino hacio la democracia de esta región , sino lo hace quedará marginada y sin ninguna autoridad moral. Y despues, cuando las aguas esten más encauzada, como dice Felix bornstein recuperar el mediterraneo y el mejor lugar desde el que hacerlo qauizás sea Alejandria.