Hay cosas que son como son y no pueden mudar su naturaleza como los lagartos cambian de piel. No voy a utilizar el léxico de la abuela para llamar “lagartona” a nadie, y mucho menos a esos dos magos de la política y sobre todo del lenguaje que son los presidentes Rodríguez Zapatero y Montilla. La política, lejos de lo que sospechan los partidarios del “pensamiento anfibio”, que creen que las palabras tienen la flexibilidad suficiente para significar contenidos distintos dependiendo de que se pronuncien por tierra, bajo el agua o vuelen por el aire, según aconseje la oportunidad del momento, se fabrica con las herramientas del Derecho. Al menos si lo que se pretende es que la política gobierne la vida social de una manera civilizada. Y el Derecho, claro, se hace con palabras más o menos precisas, con cláusulas de fácil o compleja interpretación, pero en todo caso con la presunción de que su significado se comprenderá poniendo “la buena fe de un padre de familia”, como se decía en tiempos de Cicerón.
El derecho es la suma de “razón y voluntad”, siguiendo la definición de Franz Neumann, el gran jurista y sociólogo de la izquierda sindical en la Alemania de Weimar. Y estos dos atributos se trasparentaron sin problemas insolubles en cuanto a su aplicación e interpretación cuando el legislador constitucional de 1978, el pueblo soberano, aprobó las competencias fiscales y financieras de los diversos poderes del Estado. El lenguaje constitucional no tiene por qué ser inmutable, no es una voz sagrada pronunciada para siempre y sin dependencia del momento en que se convirtió en texto escrito. La Constitución, como las demás leyes, también “es coyuntura” y no puede ser un baluarte antidemocrático contra el futuro. Pero mientras no se reforme, el lenguaje de la Constitución es el que es y no debe interpretarse al dictado de una contingencia de rango inferior, como es la oportunidad o la necesidad política de los gobernantes.
Las leyes no deben navegar nunca bajo pabellón de conveniencia. El Derecho no debe estar supeditado a la pequeña o a la gran política, como opinan algunos sedicentes izquierdistas que califican de rábulas despreciables y de leguleyos a quienes defienden la aplicación de la norma jurídica, como si estos últimos se atrincheraran siempre detrás de la Ley para ocultar aviesas (e inevitablemente reaccionarias) intenciones. Quienes así piensan le hacen un flaco favor a la democracia y al progreso social porque desprestigiar a la Ley haciéndola sospechosa por sistema es imponer la fuerza de los hechos en perjuicio, especialmente, de aquellos que sólo cuentan con la Ley como garantía de sus intereses, que siempre son los más débiles.
El grueso de las competencias fiscales y financieras de la “Generalitat” ha sido confirmado por la sentencia del Tribunal Constitucional (TC). Las dos únicas tachas de nulidad detectadas por el TC en el sistema tributario del “Estatuto” han sido la exigencia catalana de un “esfuerzo fiscal similar” por parte del resto de comunidades autónomas para limitar la aportación de la “Generalitat” a la solidaridad interregional (lo que en la práctica suponía la pretensión de reducir el gasto en servicios públicos en contra de comunidades menos desarrolladas, como Extremadura o Andalucía, financiados hasta ahora, según la “Generalitat”, a costa del esfuerzo fiscal de los catalanes), y también las competencias de la “Generalitat” en la regulación de los tributos locales en Cataluña.
Los preceptos del Estatut contrarios a la Constitución no son, ciertamente, menores, pero, considerado en su conjunto, el sistema fiscal del “Estatuto” ha sido refrendado por el TC, aunque no “blindado”, como pretendían los catalanistas. Veamos. El sistema financiero que establece el “Estatuto” se divide en dos grandes bloques. Por un lado, el de los recursos ordinarios (artículos 201 a 221 y disposiciones adicionales séptima a undécima de la L.O. 6/2006, de 19 de julio), consistente, a grandes rasgos, en una “cesta de impuestos” estatales cedidos con carácter total o parcial, según los casos, a la “Generalitat”. Y, por otro; una fuente de financiación complementaria establecida en la disposición adicional tercera de la Ley mencionada, en cuya virtud “la inversión del Estado en infraestructuras, excluido el Fondo de Compensación Interterritorial, se equiparará a la participación relativa de Cataluña con relación al producto interior bruto del Estado para un período de siete años”, lo que supone un compromiso inversor del Estado en la comunidad autónoma catalana, con cargo a los Presupuestos Generales, del 18% del total.
Los preceptos estatutarios en los que se contienen ambas fuentes de financiación, después de la sentencia del TC, son válidos pero ineficaces si se les quiere asignar un valor constitucional y un “blindaje” frente a terceros, incluido el propio Estado. La razón es muy clara y descansa en el artículo 149.1.14 CE, que sitúa en el Estado, con carácter exclusivo, las competencias en materia de Hacienda General. Sólo el Estado goza de potestad originaria para establecer impuestos. La resolución del pleito estatutario estaba cantada, pues los recursos ordinarios de Cataluña dependen, con carácter previo, de lo que diga en cada momento la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas, y no al revés, que ha sido el camino, ahora cegado por el TC, elegido por el “Estatut” en su empeño de demostrar la existencia de un pacto especial y bilateral del Estado con Cataluña.
Y a la financiación complementaria (el compromiso estatal de inversiones en Cataluña) le ha sucedido lo mismo, porque ya las sentencias 13 y 58, ambas de 2007, del propio TC, habían dicho que es al Estado “a quien corresponde en exclusiva, atendiendo a la totalidad de los instrumentos para la financiación de las Comunidades Autónomas, a las necesidades de cada una de éstas y a las posibilidades reales del sistema financiero del Estado, decidir si procede dotar, en su caso, y en qué cuantía aquellas asignaciones [de carácter excepcional] en virtud de la competencia exclusiva que sobre la materia le atribuye el art. 149.1.14 CE”. Es, por tanto, el legislador presupuestario el que, ejercicio por ejercicio, debe decidir sobre este tema sin ataduras previas y sin restricciones estatutarias.
Después de la sentencia del TC estamos en la misma situación en la que estábamos hace cuatro años, antes de la entrada en vigor del Estatut. La gran lección de toda esta desgraciada peripecia no es la negación de las legítimas aspiraciones de Cataluña a disponer de un régimen fiscal y financiero más acorde con sus derechos e intereses. La gran lección es que, para conseguir dicho objetivo, Cataluña no puede imponer su criterio a los demás. Y, frente a ello, no es serio decir que el Estatut es un pacto bilateral aprobado por las Cortes Generales y refrendado por el pueblo de Cataluña. Porque una mayoría parlamentaria, por muy legítima que sea, no puede dañar los derechos constitucionales de los demás, por muy pequeños y poco importantes que sean esos “demás”. Salvo que se desprecie la legitimidad de la Constitución de 1978. Y aquí es donde reside el problema: que esa legitimidad y el principio de igualdad ante la Ley tienen enemigos poderosos. Deseo creer que el presidente Rodríguez Zapatero no se encuentra entre estos últimos y que por fin ha comprendido la futilidad de las faenas de aliño para satisfacer sus pretensiones y su eficacia para enredar las relaciones de unos ciudadanos con otros.
La gran desgracia de España es que lo territorial, ha prevalecido siempre sobre lo social, impidiendo mayores progresos sociales a la ciudadanía. A esto no es ajeno la actual crisis. Y aún más desgracia es que haya sido un amplio sector de la izquierda, casi siempre, quién ha apoyado más estas diferencias territoriales, dando la espalda al cuerpo social del pueblo español. El presidente Zapaterro va cada vez más en esa línea, haciendo los recortes sociles más grande s de nuestra democarcía y plegandose al nacionalismo catalan frente al tribunal constitucional. El pueblo español está vivo, como se demostró estos días del mundial. Otra cosa es que tenga motivos en los que creer.