El retraso en los pagos a sus proveedores por parte de muchas Administraciones Públicas está ocasionando el cierre masivo de negocios y la insolvencia de numerosos empresarios. Como el tráfico comercial no es muy distinto del juego del dominó, las consecuencias de la caída de algunas fichas individuales en cualquiera de ambos sistemas puede arruinar al conjunto de los jugadores. Con la singularidad de que la posición de superioridad jerárquica de la Administración frente a los particulares, en la realidad material y en la esfera jurídica, puede colocar a sus acreedores en una situación más frágil y desairada que si se las tuvieran que ver con otros particulares. Los entes públicos no quiebran ni suspenden pagos, pero pueden hacer mucho daño porque su morosidad resulta amparada por diversos privilegios legales: necesidad para el acreedor de agotar la vía administrativa previa antes de acudir a los tribunales, protección reforzada de su situación procesal y un largo etcétera.
Una de las piezas básicas de este patrimonio imperial son los intereses de demora o, mejor dicho, la interpretación generalizada, favorable a la Hacienda Pública del Estado, sobre la fecha de su devengo que hasta ahora circulaba como la única posible en todos los departamentos administrativos y en la mayoría de los juzgados y tribunales. Aquí me refiero exclusivamente a los intereses posteriores al reconocimiento judicial de las pretensiones del acreedor, deducidas ante la jurisdicción civil. Quizás sea sólo la punta del iceberg de una morosidad administrativa hoy muy generalizada, pero su resolución va a aliviar la tesorería de bastantes empresarios.
Se trataba de un abuso jurídico al que, afortunadamente, ha puesto término el Tribunal Constitucional (TC) en su Sentencia núm. 209/2009, de 26 de noviembre, recientemente publicada. Con anterioridad, el núcleo del problema lo constituía la interpretación del artículo 24 de la vigente Ley General Presupuestaria (LGP), aprobada en 2003, que, aparte de la obligación de pago de la cantidad debida al acreedor, somete a la Hacienda Pública estatal al deber de satisfacer intereses de demora (un concepto, en este caso, equivalente al de “intereses legales”) si, dentro de los tres meses siguientes al día de notificación de la “resolución judicial” o del reconocimiento de la obligación, no ha procedido al pago de la cantidad líquida expresada en la resolución o reconocida por la Administración. Además, transcurridos esos tres meses, el acreedor tiene la carga legal de reclamar por escrito el cumplimiento de la obligación para hacer efectivo su derecho al cobro de intereses.
Ahora bien, ¿a qué “resolución judicial” se refiere la LGP como punto de partida del devengo de dichos intereses? Tanto la doctrina administrativa como el criterio mayoritario en el ámbito judicial consideraban hasta ahora que “resolución judicial” es un sinónimo de “sentencia firme”. Entendían con ello que resguardaban una necesaria prerrogativa de la Hacienda Pública estatal porque, como es fácil de imaginar, esa interpretación fomentaba la interposición de los pertinentes recursos por parte de la Administración en caso de disconformidad con la resolución recaída en la primera instancia, con el objeto de agotar los procedimientos y de esta forma retrasar la fecha de arranque y la cuantía final de los intereses de demora. Tal como funcionan los tribunales españoles, eso era tanto como pedirle al reclamante particular que obedeciera la consigna inmortalizada por Larra: “vuelva usted mañana”.
Sin embargo, el TC rechaza esa doctrina por lesionar el principio de igualdad (artículo 14 CE) sin ninguna justificación razonable. El TC sitúa por fin a las partes –la Hacienda central y su acreedor- en una relación de equilibrio procesal, como sucede en los conflictos entre simples particulares, y establece la fecha de arranque del cómputo de intereses haciéndola coincidir con el momento de notificación de la resolución dictada en la “primera instancia”; y finalizando el período de calculo cuando la resolución sea totalmente ejecutada. La ambigüedad en la redacción del artículo 24 LGP (el TC critica severamente al legislador por su imprecisión) no puede causar un enriquecimiento injusto de la Administración y la restitución patrimonial al acreedor, frente a la mora de los organismos públicos, debe serlo en su integridad, sin que sirvan de excusa el régimen propio de la ejecución presupuestaria o las especialidades de la contabilidad pública.
Finalizo con dos acotaciones que me parecen importantes. La primera alude a la necesidad de distinguir entre “devengo” y “exigibilidad” de los intereses. El comienzo de aquél, como hemos visto, coincide con la notificación de la sentencia de la primera instancia. Mientras que los intereses serán exigibles con la firmeza de dicha sentencia. Puede posdatarse el cobro con la interposición administrativa de un recurso, pero de ninguna manera limitarse la cuantía de los intereses por el simple transcurso del tiempo a voluntad de la Administración si su recurso es finalmente desestimado y se confirma el fallo de la primera instancia.
La segunda precisión afecta a la eficacia de la Sentencia dictada por el TC, que ha tramitado un recurso de amparo, al margen de cualquier recurso o cuestión de inconstitucionalidad, por lo que, en principio, parecería que sólo afecta al recurrente de amparo. Pero, como la propia Sentencia núm. 209/2009 despeja cualquier duda al respecto, lo mejor es darle directamente la voz al TC (fundamento segundo): “...se trata de una Sentencia interpretativa que, al desplegar sus efectos vinculantes frente a todos los poderes públicos, señala la interpretación de la norma sobre devengo de intereses de demora a cargo de la Hacienda Pública que es conforme con la Constitución y excluye al propio tiempo para el futuro la interpretación de esa misma norma que resultaría inconstitucional”.
¿Y qué pasa con lo que históricamente Hacienda se ha embolsado indebidamente?
En contestación a la pregunta de Felipe Arriero, hay que decir que, en principio, las sentencias que deciden un recurso de amparo sólo afectan a la situación jurídica del recurrente. Sin embargo, la sentencia comentada tiene naturaleza interpretativa sobre un precepto legal, lo que introduce un matiz importante. En mi opinión, la sentencia del TC aquí analizada produce efectos generales desde su publicación en el BOE y no permite revisar procesos fenecidos mediante sentencia con fuerza de cosa juzgada, es decir, mediante sentencia firme. Me baso para fundar esta opinión en los artículos 38.1 y 40.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.