Reencuentro de dos rescatados por el Open Arms el día de su regreso al mar
- “No paraba de rezar. Mis hijas y yo, cantábamos a dios en la barca. Es un milagro que estemos vivos”, repite emocionada Sandrine
- Abdi, somalí de 19 años nacido en un campo de refugiados en Kenia, la escucha atentamente. El 22 de junio se reencontraron por primera vez y celebraron estar vivos
“Levamos anclas. Seis meses después, ponemos rumbo a la frontera más mortífera del planeta. #NiUnaMas”. Con este tuit anunciaba este jueves la ONG española, Proactiva Open Arms, su partida del puerto de Nápoles rumbo al Mediterráneo Central, tras medio año de bloqueo impuesto por el Gobierno de Sánchez y pese a la política de puertos cerrados de Italia.
La noticia ha llegado el mismo día que el barco Sea Watch 3, de la ONG homónima alemana, ingresaba en aguas de Italia, pese a la prohibición de Mateo Salvini y tras 14 días en alta mar con 42 personas migrantes rescatadas a bordo.
“Decidí entrar en el puerto de Lampedusa. Sé lo que estoy arriesgando, pero los 42 rescatados están agotados. Los pondré a salvo”, confesaba en las redes sociales de la entidad, Carola Rackete, capitana del barco -de bandera holandesa-. Una decisión que ha acaparado todas las miradas por poner entre las cuerdas la continuidad de la ONG, pero también a la dura política migratoria de Salvini, que incluye un reciente decreto por el cual se establecen multas de hasta 50.000 euros para las organizaciones humanitarias que entren en aguas italianas en busca de puerto seguro.
Sin embargo, este pulso político no ha desincentivado a la ONG española para poner en marcha su siguiente misión. Y lo hace tras, exactamente, 180 días desde que el buque Open Arms llegara a Algeciras y efectuara el desembarco de la tripulación y de 311 personas rescatadas en aguas internacionales frente a la costa libia.
El día de la llegada a puerto español, tras una semana de navegación ante el cierre de otros puertos, Sandrine lo celebraba a grito de ‘boza’ y consolaba a parte del equipo humanitario, despidiéndose a ritmo de “No woman, no cry”, la mítica canción de Bob Marley. Podría decirse que su optimismo es una especie de antídoto a una vida no exenta de sufrimiento. Según relata, a principios de 2018, tomó “apresuradamente” una barca desde Camerún hasta Nigeria, huyendo con sus tres hijos de las tensiones políticas en las regiones del suroeste y noroeste del país, que están al borde de desencadenar en una guerra civil y cuya violencia ha provocado el desplazamiento interno de más de 437.000 personas, según Naciones Unidas.
De ahí, atravesaron Nigeria, después Níger. Finalmente llegaron a la frontera Libia, donde permanecieron meses “encarcelados” y fueron “golpeados y sometidos a muchas otras cosas horribles”, relata esta madre de familia sin querer profundizar en los recuerdos de ese calvario. “Una noche, con la ayuda de otro prisionero, nos escapamos de la prisión donde nos tenían reclutados en Libia. Él subió a la pared y luego me pidió que le fuera pasando a los niños, pero, desafortunadamente, los guardias me vieron y él escapó solo con mi hijo”. Un mes más tarde, ella y sus hijas de seis y ocho años también consiguieron zafar.
Lo cuenta frente al mar, esta vez en tierra, en una ciudad costera andaluza donde vive con las pequeñas y espera ansiosa la reagrupación de su hijo mayor que, con tan solo 11 años, está en Malta después de haber cruzado el Mediterráneo. “No paraba de rezar. Mis hijas y yo, cantábamos a dios en la barca. Es un milagro que estemos vivos”, repite emocionada, con la voz entrecortada al enterarse que forma parte del último rescate -hasta la fecha- efectuado por Proactiva Open Arms.
Abdi, somalí de 19 años nacido en un campo de refugiados en Kenia, la escucha atentamente. Sabe de lo que habla. El joven es otro de los últimos supervivientes. El pasado 22 de junio se reencontraron por primera vez y celebraron estar vivos. “Algunos compatriotas -también rescatados- se fueron a Francia u otros países, pero yo estoy feliz aquí, me gusta mucho España”, reconoce en un perfecto español que ha logrado en tan solo seis meses.
Y es que, aunque tiene habilidad para los idiomas, no escatima en esfuerzos para reanudar su vida y aspiraciones. Juega al fútbol, le encanta la fotografía y quiere ser voluntario de CEAR, pero, además, una de las primeras cosas que hizo al llegar fue sacarse el carnet de la biblioteca. “Al principio me pusieron problemas porque todavía no tengo la tarjeta roja”, cuenta con cierta decepción, aunque sin dejar que esta traba administrativa le arrastre a la frustración. Todo lo contrario. Tiene planes de futuro, entre ellos escribir un libro sobre su propia historia, la de “toda una vida como refugiado” y el periplo que le ha traído hasta aquí. Quién sabe si un día ese libro colgará de una de las estanterías de la biblioteca que hoy frecuenta.