CINE / Este año, en cuestión de unas pocas semanas, se cumple el 75 aniversario de 'Casablanca'
Por culpa de Casablanca
De todos los accidentes del séptimo arte, Casablanca fue el que quedó mejor. Hay tantas cosas que pudieron salir mal en esa película, tanta improvisación, tantos azares y tantos disparates acaecidos durante su gestación, que el resultado final parece mentira. Basada en una obra teatral de dos desconocidos, Murray Barnett y Joan Allison (Everybody Comes to Rick's), en el guión trabajaron primero Aeneas McKenzie y Wallis Kline; después los gemelos Julius y Philip Epstein le añadieron un irresistible toque cómico a diálogos y personajes, mientras en paralelo Howard Coch añadía un baño de melodrama que fue diluido por otro guionista que ni siquiera aparece en los créditos: Casey Robinson. Los dos hermanos no dejaron de sufrir encontronazos con el jefe de la productora, el temible Jack Warner, que amenazaba con despedirlos por ponerse a escribir por las tardes cuando el presidente de un banco se presenta a trabajar a las nueve de la mañana. Tras una de las espectaculares trifulcas le enviaron el guión inacabado a su despacho con una nota: "Que se lo acabe el presidente de un banco".
Afortunadamente, el encargado del proyecto era el productor Hal Wallis, que no sólo estaba empeñado -desde el ataque japonés a Pearl Harbour- en sacar adelante una película de propaganda a favor de los Aliados, sino que se preocupó de solventar los detalles más nimios con la furia de un maníaco. Hasta el punto de insistir, por ejemplo, en adquirir un auténtico loro azul para dar fuste al Blue Parrot Bar, aunque la película iba a ser en blanco y negro. Entre otras cosas, los problemas no dejaron de acumularse porque la Warner Bros. tenía el calendario repleto para el año 1942 y no había tiempo material que dedicar a una nueva producción. La totalidad de la película se rodó en los estudios, salvo una escena rodada en un aeropuerto cercano, y se aprovecharon los decorados de otra película, The Desert Song, en los exteriores de la calle frente al Café Rick, que también fueron remodelados para las escenas en París.
Ingrid Bergman, que no era la primera opción para la protagonista, se pasó todo el rodaje preguntando de quién demonios estaba realmente enamorada
Ingrid Bergman, que no era la primera opción para la protagonista, se pasó todo el rodaje preguntando de quién demonios estaba realmente enamorada. Allí nadie sabía qué decirle hasta que Jack Warner le contestó: "El final es el final y aún estamos en el medio". Como era cinco centímetros más bajito que ella, Humprey Bogart se pasó media película con alzas de corcho en los zapatos y la otra media sentado sobre un cojín. No fue el único desequilibrio en una producción donde la maqueta del avión a punto de despegar resultaba demasiado pequeña y para la escena final en lugar de a Bogart y a Rains utilizaron a dos enanos con sombrero y gabardina caminando entre la niebla.
Fue una de las muchas ocurrencias geniales del director, Michael Curtiz, quien se encontró con una especie de camarote de los Hermanos Marx en el que cada día de rodaje tenía que poner orden con ese inconfundible acento húngaro que hacía sus indicaciones casi ininteligibles. El pianista, Sam, no sabía tocar el piano. El compositor, Max Steiner, no quería ver ni en pintura la canción que acabaría aprendiéndose el mundo entero porque no era suya. Ni el propio Bogart creía que una mujer tan hermosa como Ingrid Bergman pudiera enamorarse de él y sus temores los confirmó en voz alta el capo Jack Warner: "¿Pero quién querría besar a ese tipo?"
Todos quisimos ser Rick alguna vez olvidando que su profesión, la vocación en la que ha desembocado por culpa del lento arrastre de la historia, es la de tabernero
Este año, en cuestión de unas pocas semanas, se cumple el 75 aniversario de Casablanca y la verdad es que el accidente sigue pareciendo espléndido. A pesar de los tópicos, las casualidades, las inverosimilitudes, los bandazos psicológicos y la carta deshilachada por la lluvia, Casablanca sigue resistiendo la erosión de los años y cautivando a nuevas generaciones de espectadores. Ninguna otra película cuenta con tantas frases inolvidables, un verdadero festín de literatura fílmica. Cuando Renault le pregunta a Rick por qué vino a Casablanca, él contesta: "Vine a tomar las aguas"."¿Qué aguas? ¿Las del desierto?" "Me informaron mal". Al contemplar la manera en que Rick trata a sus conquistas, el cínico gendarme francés comenta: "Es increíble el modo que tiene de despreciar mujeres, tal vez le falten algún día". Antes o después el mayor Strasser le interroga sobre cuál es su nacionalidad y Rick le da la respuesta definitiva: "Borracho". Todos quisimos ser Rick alguna vez olvidando que su profesión, la vocación en la que ha desembocado por culpa del lento arrastre de la historia, es la de tabernero.
La única frase que se sabe todo el mundo ("Tócala otra vez, Sam") no se pronuncia en ningún momento: hasta ese punto el cine crea su propia historia, su propia memoria y su propia mitología. Casi nadie recuerda, en cambio, la frase prodigiosa de Peter Lorre, que pasea su cara de búho triste por la primera media hora de película: "Tengo algo que tú nunca has visto: salvoconductos". Yo nunca podré olvidarla porque con la última palabra tituló un poemario magistral Álvaro Muñoz Robledano.
La primera vez que vi Casablanca me identifiqué con Rick, hundido en el cenagal de su memoria; la segunda, con Ilsa, que tiene que elegir entre dos hombres, dos pasados y dos vidas, y de su elección depende el destino del mundo; la tercera, con Victor Laszlo, un patriota encallado en busca de horizontes, un héroe atrapado en una ratonera; la siguiente, con el capitán Renault, que primero cambia de simpatías, después de bando y por último está a punto de cambiar de sexo; posteriormente, y por espíritu deportivo, con cada uno de los figurantes de ese limbo al borde de la sed -el camarero, Yvonne, el pianista, el carterista, el crupier-, todos excepto con el oficial nazi soberbiamente encarnado por Conrad Veidt, de quien Christopher Lee decía que era el mejor actor de la película.
De Paul Henreid, que interpreta a Victor Laszlo, se rumoreaba que había estipulado por contrato que, en cada película en que interviniera, él tenía que llevarse a la chica. De ser así, contribuyó no poco a deshacer el embrollo sentimental del desenlace. Veidt era un magnífico actor alemán implicado desde los comienzos de su carrera por los derechos de los homosexuales, de las mujeres y de los judíos. Ferviente opositor a Hitler, se exilió en 1933, sospechando que la Gestapo planeaba su asesinato, y desde entonces exigía papeles de nazi para bordarlos con su aspecto cadavérico y sus ojos demenciales. El peor accidente de todos, sin embargo, no ocurrió, y fue cuando alguien tuvo la feliz idea de cambiar por Bogart al primer actor elegido para el papel de Rick, Ronald Reagan. Imaginar a Rick con el rostro de ese cernícalo repelente nos habría jodido la película para la eternidad y, de paso, media historia del cine. Siempre nos quedará Casablanca, pero quizá tendríamos el consuelo de haber esquivado a Ronald Reagan.