EXPOSICIÓN / Destacan en la muestra tres anuncios para la Banca di Roma en los que plasmó Fellini el inquietante mundo de los sueños
Los últimos sueños de Fellini
En el Círculo de Bellas Artes puede admirarse una curiosa exposición sobre Federico Fellini dedicada no a su labor de cineasta sino a su faceta de dibujante y a los tres últimos trabajos que realizó para la televisión, tres anuncios para la Banca di Roma en los que plasmó el inquietante mundo de los sueños. La trilogía repite básicamente el mismo esquema: una pesadilla en la que el actor Paolo Viaggio se despierta bruscamente y acude a la consulta de un psicólogo, Fernando Rey, quien le aconseja que guarde sus ahorros en un lugar seguro.
El primer sueño transcurre en un túnel que se desmorona, el segundo en un idilio campestre interrumpido por un tren a toda máquina y el tercero en un sótano donde aparece un león que traduce del alemán y llora. Al menos en los dos últimos las referencias sexuales son inequívocas, personalizadas en una bella muchacha (Anna Falchi) subida a la rama de un árbol y en una de esas rollizas y formidables matronas que adornan su filmografía.
La exuberante Ellen Rossi Stuart interpreta esa postrera encarnación del eterno femenino que obsesionaba a Fellini desde que era un niño. La dibujó muchas veces, con los trazos de una venus paleolítica, grandiosa e indiferente, encumbrándose sobre un pequeño macho asustado que apenas podía satisfacerla. La filmó en otras tantas ocasiones, desde la estanquera apabullante de Amarcord, cuyos senos colosales están a punto de ahogar a su alter ego, hasta la gigantesca hembra que escapa de un anuncio de leche para acosar a un hombrecillo ridículo en Boccacio 70 o la prostituta bestial que surge de la oscuridad para clausurar una de las secuencias nocturnas de Roma. Una imagen traumática cuyo primer encuentro (real o imaginario) aparece en la fascinante secuencia de Fellini 8 1/2, con la Saraghina, una pobre mujer demenciada que vive en la playa y que baila para los niños, a cambio de unas monedas, una rumba delirante.
La madre y la amante, la cuna y la tumba, el temor y el deseo se mezclan en esa figura primordial que no tenía nada que ver con su esposa real, la gran actriz Giulietta Massina, o con sus esposas de la ficción (Anouk Aimée) pero sí con varias de sus amantes y musas cinematográficas, como Sandra Milo o Magali Noël. Quizá la encarnación más perfecta de ese ensueño erótico felliniano fuese Anita Ekberg, la frondosa actriz sueca que hipnotizaba a Mastroianni mientras surcaba las aguas de la Fontana di Trevi. Una secuencia de irresistible poderío onírico que Fellini ya había entrevisto al contemplar por primera vez unas fotos de la Ekberg, mucho antes de empezar a rodar La dolce vita: "La descubrí en una revista y pensé: Oh, Dios mío, haz que nunca me encuentre con ella. Daba esa sensación de maravilla que se siente ante criaturas excepcionales como la jirafa, el elefante o el baobab. Cuando la vi años después estaba rodeada de tres o cuatro hombrecillos que desaparecían como sombras en la estela de una fuente luminosa. Sostengo que la Ekberg es, ante todo, fosforescente".
Si el cine es, como se ha dicho tantas veces, una fábrica de sueños, pocos cineastas los han recreado con la potencia y la sinceridad de Fellini. Tal vez sólo las pesadillas sórdidas de Buñuel, las angustiosas persecuciones de Hitchcock, algunos planos casi imposibles de Kubrick o Tarkovski, o los fabuloso sueños de Bergman puedan competir en esa liga.