EXPOSICIÓN / La Fundación Mapfre expone 'Ignacio Zuloaga en el París de la Belle Epoque. 1889-1914'
Ignacio Zuloaga se alivia el luto en París
Es un pintor que ha dado repelús a muchos, con o sin razón: esa manía de pintar lo más oscuro de la más fea historia de España no da muchas ganas de contemplar sus cuadros. Y, como queriendo exorcizar al demonio que parece llevar dentro, la Fundación Mapfre se ha lanzado a la piscina para mostrar otro lado del pintor de Eibar, Ignacio Zuloaga en el París de la Belle époque 1889-1914, que puede contemplarse en su sede madrileña de Recoletos, desde este 28 de septiembre hasta justo después de Reyes próximo.
Y creo que los comisarios de la expo -Leyre Bozal y Pablo Jiménez- pueden tener éxito en el empeño porque la exposición se vale de 90 obras, muchas de ellas más que admirables. Y como viene sucediendo en los protocolos modernos de las exposiciones, las obras propias del pintor vasco se ven acompañadas de otras pinturas, regalos de sus amigos de aquel París irrepetible, como Pablo Picasso, Paul Gauguin, Auguste Rodin, Santiago Rusiñol, entre otros.
Por cierto, que su compatriota, Rusiñol, tenía otra visión más iluminada de la España de su tiempo, aunque a Zuloaga no se le contagiara nada. Y no digamos Joaquín Sorolla quien también anduvo por París en aquel tiempo, antes de su estancia americana. Pero esta es harina de otro costal, con que, a lo que íbamos.
Confieso que contemplar la pintura de Zuloaga me ha producido siempre una tristeza mezclada con cierta aversión: ese manto marrón que lo inunda todo, los torerillos nefastos, esos rostros enjutos y arrugados privados de sonrisa, casi podía apreciar un olor a cuarto cerrado, nada atractivo. Así que esta muestra de Recoletos me anima a cambiar el chip, un ejercicio insólito y necesario para no estancarse en las manías propias.
Solicitado por personajes relevantes de la sociedad parisina, el joven Zuloaga pintó un buen número de retratos, como el de la condesa Mathieu de Noailles (1913), por ejemplo, donde se ve color y algo de ánimo juguetón, sin pasarse. O el del crítico de arte, Maurice Barrés, frente a la imagen de Toledo, que Zuloaga pinta en homenaje a su admirado Domenikos Theotokopulos, El Greco.
En la exposición se aprecia, sobre todo, lo que su estancia y sus amigos parisinos comprendieron y le hicieron comprender a él: que no hay modernidad sin tradición. Y a ello se dedicó el pintor con todas sus fuerzas. Especialmente querido fue para Zuloaga el pintor Emile Bernard, al que conoció en Sevilla, en 1897, y con quien compartía la admiración por los maestros del pasado. Es en París, curiosamente, donde el vasco encuentra más claramente sus raíces españolas para plasmar en sus telas tradición y modernidad. Que de eso trata esta exposición.
Dicen que las españolades eran más bien encargos que le hacían desde el extranjero, donde prevalecía esa imagen folclórica de una España soñada por los viajeros románticos, al estilo del mundo musulmán de los serrallos y de las Mil y una noches. Claro, visto de cerca, todo eso dista mucho de ser idílico.
El otoño madrileño invita a entrar a ver a este Ignacio Zuloaga, un pintor desdeñado por causas ajenas a su trabajo, y devaluado por sus torerillos y sus majas, lo que, por cierto, no le ocurrió a Francisco de Goya, dos de cuyos Desastres figuran también en la muestra.