ARTE / El artista estadounidense Bill Viola presenta su retrospectiva en el museo bilbaíno
Agua y fuego en el Guggenheim
El videoarte no es exactamente pintura pero tampoco es cine, sin embargo, participa del sentido plástico de la primera y de la narrativa del segundo. A menudo combina la música y la poesía, se ciñe a un espacio pero se desarrolla en el tiempo. Los especialistas todavía no se ponen de acuerdo en si se trata de una nueva forma artística o sólo de la combinación más o menos afortunada de varias preexistentes. Lo curioso de Bill Viola, uno de los mayores maestros del género, es que utiliza un medio tan novedoso para indagar en los misterios eternos de la existencia y además lo hace de una manera bastante sencilla de entender para cualquier público.
Por ofrecerse abiertamente al espectador -sin necesidad de esas rocambolescas explicaciones y pasaportes teóricos que adornan tantos camelos del arte contemporáneo- muchos críticos lo han tachado de facilón, de superficial, de practicar su disciplina sin un mínimo de rigor y de mantenerse fuera de su tiempo. En una de sus anteriores visitas a España, Viola desmontó estos ataques con un solo epigrama: "Todo arte es arte contemporáneo". Cuando presentó la retrospectiva en el Guggenheim de Bilbao, su esposa y colaboradora desde hace décadas, Kira Perov, dijo que la tecnología no es más que una herramienta, tan espiritual como un pincel, y que, para contar los efectos de la guerra y la violencia, Goya hubiera usado cualquier herramienta disponible en su momento.
Apenas se sumerge en el mundo de Viola, el espectador menos avisado comprende que lo importante es la visión, una plástica asombrosa que florece mientras se despliega ante sus ojos. Lo único que exige esta magna retrospectiva del artista estadounidense en el museo bilbaíno es paciencia, porque cada una de las instalaciones no se resuelve al primer golpe de vista. La más directa y asequible, Cielo y tierra (1992), consiste en una columna de madera con dos pantallas de televisión en horizontal, enfrentadas entre sí a pocos centímetros de distancia y que se observan mutuamente una a otra. En el monitor de abajo destella el rostro de un bebé recién nacido y en el de arriba el de un anciano que agoniza. El efecto es escalofriante.
Otras tienen una duración que oscila entre los siete minutos y la media hora. El estanque reflectante (1977-79) muestra una piscina ante la que un hombre se detiene durante unos minutos hasta que, de repente, salta y permanece suspendido en el aire. Poco a poco, sobre las ondas empiezan a moverse reflejos y sombras como fantasmas. Relacionadas con el ciclo que preparó para la producción de Tristán e Isolda, de Richard Wagner, dos de las mayores obras de la exposición se emiten una a continuación de otra en una enorme pantalla de más de cinco metros de altura y tres de ancho. Mujer fuego (2005) y La ascensión de Tristán (2005) juegan con la lentitud, la crepitación del fuego y las texturas acuáticas en dos sobrecogedoras instalaciones donde lo único que se echa en falta, si acaso, es la música de Wagner.
Rostros flotando ahogados bajo el mar, hombres y mujeres atravesados por cortinas de agua, ancianos pasando de la sombra a la luz, gente atravesando interminablemente un sendero en el bosque, una casa inundada por un diluvio, un cuerpo desnudo rociado por cascadas de agua, de alquitrán, de leche y de sangre: la imaginería en movimiento de Bill Viola remite al eterno diálogo entre opuestos, a las metamorfosis de la existencia, a las interrogaciones que nos amenazan desde lo alto, a las tensiones entre la vida y la muerte. Me quedé extasiado delante de la Capilla de las acciones frustradas y los gestos fútiles (2013), un retablo de nueve pequeñas pantallas donde se repiten nueve variaciones de la ceremonia de Sísifo, desde un hombre que recoge las piedras del suelo en una carretilla para luego volcarla otra vez en el suelo hasta dos mujeres que se intercambian regalos, desde una pareja que se besa, se pelea y se reconcilia hasta otra que intenta llenar una barca de agua al tiempo que la vacía. La vida está hecha de bucles así.