ADIÓS AL ESCRITOR

Quedaban muchos más sueños que contar: góticos, mágicos, místicos

  • Una despedida para el escritor Carlos Ruiz Zafón

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Novela contemporánea: Tetralogía El cementerio de los libros olvidados

Autor: Carlos Ruiz Zafón

Edita: Planeta

No pudiste darle esquinazo en el cementerio de los libros olvidados. El ángel de la muerte llamó a tu puerta y te reclamó que le rindieras cuentas al tiempo, como el diabólico Andreas Coreli, sin piedad ni perdón, lo hiciera con el autor de La ciudad de los malditos. Injusto. Aún te quedaban muchos más sueños que contar: góticos, mágicos, místicos.

Adiós, amigo Carlos. Amigo, sí, porque sin que nos rozáramos siquiera una mirada en la distancia, me abriste de par en par las puertas de tus más íntimos secretos, los de tu espíritu. Tan bellos, tan excitantes, tan exquisitamente compuestos. Nadie como tú amaba tantos los libros, tanto amor por ellos desplegabas que a tus seductoras palabras no podían resistirse ni siquiera aquellos que huían de ellos.

Has de perdonarme, si lo deseas, que dejara aparcada, un día tras otro, mis notas sobre tu tetralogía de El cementerio de los libros olvidados, una reseña siempre relegada. En mi descargo creía que no me necesitabas. Había tiempo. Te sabía inmortal. También que tus novelas eran de esas extrañas criaturas que uno precisa releer, volver a vivir para renacer. Deseaba regresar a esa Barcelona misteriosa que creaste para nosotros. 

Nunca te conté, tampoco tuve ocasión, de cómo te encontré, Carlos Ruiz Zafón. Fue en uno de esos templos de las letras que tanto nos gustan, no tan mágico como el tuyo pero contenía la misma esencia. En una de sus vueltas, allí estaba el primero: La sombra del viento. Su título ya era cautivador. Sus historias, unas dentro de otras, aún lo fueron más, sus personajes estaban tan vivos como yo. 

Me adentré en tu mundo y encontré el mío. Después no supe o no quise parar y me fui a la caza en orden metódico de El juego del ángel, El prisionero del cielo, El laberinto de los espíritus… Ya sé, ya sé. Tú decías que podían leerse en el orden que uno deseara, que no era obligatorio hacerlo así. Y es cierto, jugabas con los tiempos como lo hacías con las tramas. Pero yo escogí los ciclos de tu creación. Esos que no fueron siete días, sino quince años.

Ahora, Carlos, nos dejas huérfanos de más de tus sueños.

Pero ya que, como a tantos y tantos lectores de tu alma, me diste la llave y el plano que abre la puerta de tu lugar más secreto, al caer la noche y sin que nadie me vea tocaré la puerta de Isaac Monfort, me perderé en el laberinto de tu cementerio, el mío, el de tantos otros, y guardaré un ejemplar de cada uno de tus libros. Ya sabes, por si acaso. A veces la memoria es ruin, olvidadiza o caprichosa. Necesitas un lugar donde vivir junto a tantos espíritus vivos.

Aquí comienza La sombra del viento, el primero de la tetralogía de El cementerio de los libros olvidados

«Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido.

—Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie —advirtió mi padre—. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.

—¿Ni siquiera a mamá? —inquirí yo, a media voz.

Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.

—Claro que sí —respondió cabizbajo—. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.

Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi madre. La enterramos en Montjuïc el día de mi cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz para responderme. Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí todavía un espejismo, un silencio a gritos que aún no había aprendido a acallar con palabras. Mi padre y yo vivíamos en un pequeño piso de la calle Santa Ana, junto a la plaza de la iglesia. El piso estaba situado justo encima de la librería especializada en ediciones de coleccionista y libros usados heredada de mi abuelo, un bazar encantado que mi padre confiaba en que algún día pasaría a mis manos. Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos. De niño aprendí a conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de mi habitación las incidencias de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día... No podía oír su voz o sentir su tacto, pero su luz y su calor ardían en cada rincón de aquella casa y yo, con la fe de los que todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos, creía que si cerraba los ojos y le hablaba, ella podría oírme desde donde estuviese. A veces, mi padre me escuchaba desde el comedor y lloraba a escondidas.

Recuerdo que aquel alba de junio me desperté gritando. El corazón me batía en el pecho como si el alma quisiera abrirse camino y echar a correr escaleras abajo. Mi padre acudió azorado a mi habitación y me sostuvo en sus brazos, intentando calmarme.

—No puedo acordarme de su cara. No puedo acordarme de la cara de mamá — murmuré sin aliento.

Mi padre me abrazó con fuerza.

—No te preocupes, Daniel. Yo me acordaré por los dos.

Nos miramos en la penumbra, buscando palabras que no existían. Aquélla fue la primera vez en que me di cuenta de que mi padre envejecía y de que sus ojos, ojos de niebla y de pérdida, siempre miraban atrás».

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