Un refugio de septiembre, oda a la Feria de Albacete
- El Recinto Ferial (del 1783) recoge estas fiestas del 7 al 17 de septiembre
El verano es un refugio, las vacaciones son un refugio, en el cual aprovechamos para someternos a un somero ajuste de cuentas y medirnos, frente a un espejo, con el atuendo de la infancia, bañador, chanclas, michelines al aire y olor a crema. Medirnos en lo conseguido y lo fracasado durante el ejercicio anterior, medirnos en proyecciones hacia el futuro más inmediato, objetivos, retos y aventuras que deseamos que acontezcan el ejercicio próximo. Porque sí, porque los ejercicios se siguen contando con los parones estivales, porque las nocheviejas solo son eso, noches de tránsito y locura lo suficientemente largas como para señalarlas en rojo en el calendario, pero lo suficientemente cortas como para no suponer un hito que señale al implacable paso del tiempo.
Septiembre llega como una prueba de fuego, tras las vacaciones de verano, en la cual jugamos a mostrarnos a punto, capaces, para lo que ha de venir en los próximos meses, para demostrarnos útiles ante las exigencias laborales, familiares, amorosas o amistosas. Dar la talla, estar al nivel. Es septiembre, cuando nos medimos y nos decimos eso de "este va a ser un buen año". Pues decíamos que comienzan los años en septiembre, pues las nocheviejas no son lo suficientemente largas para suponer un nuevo pistoletazo de salida.
Y así está ella, escondidita para la mayoría de los mortales, en septiembre, la Feria de Albacete. Diez días, que se dice pronto, del 7 al 17 del noveno mes desde las nocheviejas, el primero después de agosto, el primero del año pues. Y es que si el curso político, el ejercicio laboral, la vuelta al cole, las tablas de gimnasia, para la mayoría de los que vivimos entre los Pirineos y el estrecho de Gibraltar, con permiso de los isleños que empiezan una hora más tarde todo, se empieza a contar el 1 de septiembre, en este lugar de la Mancha, Albacete, es el 18 de septiembre cuando se cierra una puerta (de hierros) y se abre otra. Es en la principal localidad de Castilla-La Mancha por población, ronda los 175.000 habitantes, cuando empieza más tarde todo, cuando la reanimación asistida de la ciudad abre de nuevo los pulmones, después de diez días sumida en un divertido coma inducido.
Escondidita, la Feria, pues no abre portadas ni telediarios, ni goza de la atención foránea de otras grandes fiestas populares, véase las tocayas de Sevilla o de Málaga, las Fallas valencianas, la Semana Grande de Bilbao... Albacete multiplica por diez su población en estos momentos, los más transcurridos del año. En este cruce de caminos, que el pasado dotó de una encrucijada ferroviaria entre la corte madrileña y las playas levantinas perfecta para que en la estación de tren subieran cuchilleros a vender "navajas de Albacete" entre los viajantes y viajeros, los días de Feria se acogen hasta los dos millones de personas.
Pero es la arquitectura la que se convierte en protagonista durante esta decena de días. El Recinto Ferial albaceteño, halo arquitectónico también conocido como La Sartén (en 2009 el ilustre Joaquín Reyes, durante el pregón, desde la balconada del Ayuntamiento Viejo, diría eso de "le llamamos la sartén porque ahí vamos a cocernos todos") o Los Redondeles, se convierte todos los septiembres en un refugio único. Porque si las vacaciones, el verano, son un refugio donde nos miramos al espejo con bañador, chanclas y michelines, es en el refugio ferial albaceteño donde en los espejos aparecemos apoyándonos sobre un amigo, un amante, un familiar, intentando mantener la verticalidad que el homo sapiens se ganó con la lucha morfológica por los siglos de los siglos.
Los Redondeles, decíamos, un edificio que data del 1783. Tres círculos concéntricos lo componen, tres callejuelas de 360 grados que albergan barras, bares, stands o como se quiera llamar donde hasta los andares del cerdo es servido en copiosas comidas, los barriles de cerveza se terminan cuando menos te lo esperas y el vino DO La Mancha corre por las gargantas cada día más afónicas. Y de postre, Miguelitos de La Roda, que todas las mañanas entran al recinto en camiones, encarcelados en cajas de cartón, dubitativos al no saber el origen del paladar que les devorará poco tiempo después. Ay, la Feria de Albacete.
Tantas vueltas en esos Redondeles que uno ya no sabe dónde está el norte, dónde está el sur, el este, el oeste, el arriba o el abajo. Si eso de ahí es suelo, o por el contrario, cielo. En el centro de los concéntricos, donde colocó la aguja del compás quien los dibujó, un templete de música modernista del año 1912, obra del arquitecto Daniel Rubio. Por uno de los puntos del perímetro, se abren los círculos para dar lugar a un paseo que los desdibuja, que rompe la simetría para gozo de quienes nos tenemos que orientar en ella. Es el rabo de la sartén, donde se cuece el pueblo manchego durante diez días.
Refugio de septiembre, Feria de Albacete. Abierta 24 horas, 240 horas seguidas, los problemas mundanos se convierten en principales. Lo principal se queda a un lado, para remmeorar, todos los años, eso que es la ciudad, la vecindad, la cháchara, el compartir lugar y vaso, las conversaciones hasta el día siguiente dando vueltas al recinto. Este año, que septiembre es momento de negociaciones políticas que no acaban, de directos televisivos que no dan tregua, la Feria de Albacete puede ser un buen refugio, para votantes y candidatos, para políticos y ciudadanos del común y practicar aquello que los altisonantes renacentistas llamaron Carpe Diem.
Un refugio: prohibido hablar de investiduras y de repeticiones electorales. Una bocanada de aire fresco que dará la bienvenida a aquellos que quieran llegar, jugar y perderse entre paredes encaladas. Donde la villa gana a la corte. En un lugar de La Mancha que el escritor de la Generación del 98, José Martínez Ruiz 'Azorín' se atrevió a denominar hace más de un siglo, el Nueva York de La Mancha. Ya está dicho. Invitados quedan. ¡Ay, la Feria de Albacete!