Memorias desvergonzadas
- "A mi buen amigo Javier Sádaba lo conocí en 2007 en mi querida Tánger. Yo estaba acabando el bachillerato, y él venía a presentar su libro De Dios a la nada".
- "Si hay algo que agradecerle a Javier, es su valentía y el poder decir siempre lo que le da la gana, aunque sea políticamente incorrecto".
Dina Bousselham, secretaria de Comunicación de Podemos Comunidad de Madrid
A mi buen amigo Javier Sádaba lo conocí en 2007 en mi querida Tánger. Yo estaba acabando el bachillerato, y él venía a presentar su libro De Dios a la nada en el Instituto Severo Ochoa. No sé si era porque le parecía una buena estudiante -tenía pinta de eso- o debía de haberle caído bien, pero acabó regalándome un libro que fue el inicio de una amistad que sólo se vio interrumpida, casualmente, con la irrupción de Podemos.
Y hace poco volvimos a vernos. Todo había cambiado y nada a la vez. Elena ya no estaba, él seguía escribiendo sobre ética y filosofía, y de aquella joven estudiante de Políticas quedaba poco. Cuento esto antes de hablar del último libro de Javier, Memorias desvergonzadas. Memorias intelectuales.
Se dice que es muy poco frecuente en España que intelectuales saquen este género literario a relucir. Y Javier lo hace, además, no desde la melancolía o el tan de moda “todo tiempo pasado fue mejor”, sino desde el reconocimiento de su propia evolución intelectual y, sobre todo, recurriendo lúcidamente a la ironía y al humor, recursos literarios nada comunes en este tipo de relatos. Javier es capaz de narrar su primera experiencia como profesor titular en la Autónoma de Madrid y su posterior expulsión -por evidentes motivos políticos en la España tardofranquista-, una experiencia sin duda dramática, y lo hace riéndose de sí mismo. Si hoy en día el humor es un arma en peligro de extinción por la involución democrática que vive nuestro país y los límites que algunos han puesto al derecho a la libertad de expresión, es absolutamente necesario seguir reivindicando el humor. También desde lo académico.
Volviendo al libro, resulta llamativa la influencia que Wittgenstein, un filósofo poco o nada conocido en la España de finales del siglo XX, ejerce en la trayectoria intelectual de Javier. En el libro comenta que después de leer El tractatus Logico-Philosophicus quedó fascinado, tanto por el primer Wittgenstein -que nos muestra el marco o teoría de los que es nuestra vida- como del segundo - que nos enseña a andar con soltura en el día a día.
De sus primeros años académicos, cuenta que bien podrían haber culminado con una brillante carrera como obispo, o al menos como sacerdote. Sin embargo acabó interesándose por la filosofía del lenguaje y por la filosofía lingüística. Resulta al menos curioso, aunque comprensible, la estrecha línea entre razón y fe; filosofía y teología; Ser y Deber Ser que marcó su evolución intelectual. Menos mal que los jesuitas le enseñaron a no creer en Dios. Pero si algo cabe resaltar de su experiencia vital, esa es la estancia en Turingia (Alemania) que le marcó la vida -en el sentido más amplio de la palabra-. En el libro menciona también sus estancias en Nueva York, Oxford y finalmente en Madrid, donde ya de nuevo en la Autónoma como profesor titular se especializa en Ética, o Bioética para ser más exactos. Como él mismo afirma, se trata de una bioética de carácter procedimental (basada en el acuerdo entre los participantes, no en verdades absolutas), casuística (parte del análisis de casos-problema específicos), social (valora el contexto en la toma de decisiones), gradual (considera a otras especies, no es "narcisistamente humana") y laica (autónoma respecto a la religión) .
De su paso por Nueva York, cuenta la relación -intelectual- que tuvo con Noam Chomsky, al que describe de libertario y anarquista -clásico-, y de revolucionario en el campo de la lingüística, pero sobre todo en lo político: “Cambiar un partido por otro suele cambiar muy poco el Poder”. Y de sus libros se queda con Que no nos vendan la moto. Obviamente por el título.
De la universidad pública habla en varias páginas, y no para alabar lo que hay dentro. Leyéndolo me acordaba del desprestigio de una popular universidad de Madrid muy en boca de todos estos días. Cosas de políticos de la(s) vieja(s) escuela(s) roja y azul, o de politicuchos mejor dicho. También habla en varias ocasiones a lo largo del libro de su relación con el nacionalismo, y concretamente con Euskal Herria: “Yo me sentía y me siento vasco, y ahora también madrileño”. Esta frase la escuché muchas veces desde que conocí a Javier. Me sorprendió, eso sí, las pocas menciones al Athletic de Bilbao y a esa pasión irracional llamada fútbol.
De los años 70 y 80 se acuerda, como es evidente, de su contratación -ya como profesor titular- en la Autónoma, con el conflicto vasco como telón de fondo. También recuerda cómo vivió el golpe de Tejero en el 81, y las elecciones del 82 con la victoria de Felipe González. Unas semanas antes de aquellos comicios, escribió en El País un artículo (Y si no voto, qué) defendiendo la abstención, que merece la pena ser recuperado.
De la Iglesia en España, señala con acierto la influencia de la Conferencia Episcopal, al mismo tiempo que relaciona su éxito con la cobardía por parte de la clase política por no atreverse a colocarla en su sitio. También relata su paso por diferentes medios de comunicación, desde las tertulias con Julia Otero hasta el programa de Telemadrid con Marta Robles. Y finalmente en 2009 se jubila.
Pero su historia no acaba ahí. Y en las últimas páginas nos desvela lo que han sido para él algunos de sus libros. Interesante me pareció el repaso de La vida buena donde habla del dolor, de la felicidad y El amor y sus formas. Hablando de amor, he de decir que nunca había conocido a alguien que al hablar expresarse con una única palabra el significado de lo que es el amor. Y esa palabra en boca de Javier sólo tiene un significado: Elena.
De estas memorias he aprendido bastante. Y si hay algo que agradecerle a Javier, es su valentía y el poder decir siempre lo que le da la gana, aunque sea políticamente incorrecto. La vida al final, no se mide en los errores o aciertos, sino en la acumulación de ambos, la belleza de los claros y oscuros, las alegrías y tristezas. Y eso no es un camino lineal, sino que se aprende caminando. Porque al final, la vida siempre, siempre continúa. A veces con nosotros, otras contra nosotros, y al final, sin nosotros. Ojala sigas enseñándonos por muchos años más. Y sobre todo sigas regalándonos, el mayor de los bienes, como decía Aristóteles, que es la amistad. La tuya.