De la violación como argumento literario

  • Titulos de todos los tiempos, muchos de ellos actuales, tratan la violación en sus páginas

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Como si de una corriente imparable se tratara, salen cada día informaciones sobre casos de violación que no fueron denunciados en su día, por miedo, vergüenza, o por ambas razones juntas. Los medios han debatido, discutido, mostrado hasta la saciedad casos, algunos juzgados como los de Pamplona, y la prensa ha sacado incuso una relación de libros que hablan de la violación, su mística y su siniestra presencia.

La literatura universal, desde tiempos muy remotos, ha tratado la violación como ha tratado la guerra –van mucho juntas-, el amor, el odio, la avaricia y tantas otras miserias de la condición humana. La Biblia es un compendio de relatos sobre cómo las mujeres “son tomadas” por la fuerza o no tanto, pero casi, etc., etc.

Una novela que golpea en la cara del lector por su duro relato, la frialdad con la que sus protagonistas cosifican a la víctima, la naturalidad con que repiten su rutina destructiva sobre un cuerpo indefenso, un espíritu destruído, es Santuario (1931), de William Faulkner.

Claro que hay muchos títulos, como digo, que han salido ahora a la luz por la detestable actualidad de las violaciones de mujeres, pero esta novela es el núcleo escueto de la brutalidad masculina cuando esa condición sexual es arrebatada por el abismo de causar dolor sobre un cuerpo incapaz de defenderse.

Hacer arte del dolor –humano o animal- es una recurrencia que tiene muchos hilos de comprensión. Aún se recuerdan algunas voces que hablaban de la belleza de la destrucción de las torres gemelas, de las que caían seres humanos al vacío, buscando no la salvación sino huir del dolor. Las personas que han sido violadas y sobreviven al salvaje acto, no pueden huir tan fácilmente, a menos que busquen la muerte rápida, como esos desdichados saltadores de las torres gemelas.

Lo más terrible de la violación de mujeres es la comprensión de la sociedad –por suerte, cada vez mejor informada--, la tendencia a considerar esa violencia como algo natural en la condición humana: lo veo, me gusta, me lo llevo. La veo, me gusta, me la violo.

No puedo evitar acordarme de lo que un Premio Nobel de Literatura escribió, de forma autobiográfica, fascinado por la belleza de la sirviente que cada día le limpiaba literalmente la mierda de su precario baño, en la antigua Ceilán, donde trabajaba como cónsul:

«Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia.» Pablo Neruda, Confieso que he vivido (1974)

Casi calca la misma conducta del exdirector del FMI, Strauss-Kahn, cuando intentó cepillarse por las buenas a la limpiadora de su cuarto de hotel neoyorquino, una mujer negra y humilde. Con tan mala fortuna que la víctima de sus ardores lo denunció con éxito y el violador vio cómo se chafaba su carrera política.

En muchos casos, como en la vida real, las violaciones literarias suelen presentar al agresor como un hombre de poder sobre la agredida, una mujer de baja condición social, aunque no siempre es así.

En el teatro del Siglo de Oro, los ejemplos de violaciones son muchos: Dorotea, en el Quijote, Ana, en El burlador de Sevilla, Isabel, en El alcalde de Zalamea, Laurencia en Fuenteovejuna... y en algunos casos, las víctimas son mujeres de buena familia.

Recuerdo lo que me impresionó, siendo yo una impúber, cómo se recoge en el Cantar de Mío Cid la violación de las hijas del Campeador por los infantes de Carrión, aunque hay estudiosos que dudan de la veracidad histórica del hecho: la literatura es literatura.

Sin desmerecer los títulos que colegas míos han recogido en los papeles,  les convoco a leer –si aún no lo han hecho- Santuario. La maestría de William Faulkner deja a su imaginación de lector la narración completa de los hechos que en esa novela se cuentan. Sabrá, querido lector, de lo que es capaz su imaginación conducida por un gigante literario.

 

1 Comment
  1. amparo ballesteros says

    de la anécdota que refieres sobre Neruda y su sirvienta, al menos él se da cuenta del desprecio que merece. cuando leí la autobiografía del tipo lo desprecié para siempre, no por esa anécdota sino por todas las anécdotas que relata sobre las mujeres. nunca le perdoné. ni ha llegado a gustarme como poeta.

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