Martin Seymour-Smith escribió que se trata de “la novela de mayor perfección formal de la literatura inglesa”. Graham Greene decía que volvía a ella una y otra vez para descubrir siempre algo nuevo que admirar. Hay un evidente aire de familia entre los desdichados espías y los turbios adulterios de Greene y esta inolvidable contradanza del amor y la muerte lograda por Ford Madox Ford. Con no poca vanidad y justificado orgullo, el propio Ford comenta en el prólogo a modo de dedicatoria: “Cielo santo, ¿es posible que yo escribiera tan bien por entonces?”. También recuerda la corrección de su amigo John Rocker al exagerado elogio de un admirador que dijo que El buen soldado era la mejor novela en lengua inglesa: “Cierto, pero se ha olvidado usted de una palabra. ¡Es la mejor novela francesa en lengua inglesa!”.
En cuanto al material, la novela trata de una enloquecida e intrincada maraña de falsedades, rencores, pasiones, celos y venganzas, pero tamizada a través de una voz narrativa prodigiosa, que se instala en la mente del lector desde la atalaya de la formidable primera frase: “Ésta es la historia más triste que jamás he oído”. No lo dice en vano, aunque la trama avanza a trompicones, de atrás hacia delante, de adelante hacia atrás, entre las aparentes torpezas y los olvidos involuntarios con los que el narrador, Dowell, va dosificando la información casi página a página, matizando, modulando, coloreando acciones y personajes, rememorando un pasaje conocido desde un inesperado punto de vista que, de repente, cambia por completo su sentido y su alcance. A pesar de sus vacilaciones, sospechas y lagunas (o mejor dicho, precisamente gracias a ellas), la voz del narrador disfraza una soberana lección del arte de contar. Las dos parejas protagonistas --un matrimonio británico y otro estadounidense-- van girando en torno a la luz del relato como los instrumentos de un cuarteto de cuerda siguiendo una partitura magistral, una aterradora fábula repleta de estupideces y engaños.
En su primera parte el relato parece una simple historia de adulterio de clase alta, un juego de máscaras entre un apuesto y frívolo caballero inglés, Edward Ashburnham --esposo de Leonora, una irlandesa católica, celosa y manipuladora--, y un millonario estadounidense bastante bobo --Dowell, el narrador-- que ni siquiera llega a sospechar la clase de pájara que es su mujer, Florence. Pero a medida que el relato avanza, las complejidades y equívocos que forman las relaciones entre ambas parejas, basadas en la hipocresía, la simulación y le mentira, van formando un asombroso ajedrez de sombras.
Cuando, pasada la mitad del libro, hace su aparición la última protagonista, la dulce y joven Nancy, el cuarteto vuelve a organizarse tras un suicidio inesperado para despeñarse hacia una auténtica catástrofe. El propio narrador expresa su perplejidad en un párrafo demoníaco: “Era un asunto realmente asombroso y creo que a los ojos de Dios habría sido mejor que trataran de arrancarse los ojos unos a otros con cuchillos de cocina. Pero eran gente bien”.
Ford hacía bien en enorgullecerse de su factura: pocas veces el arte de la novela ha volado más alto. Para comprobarlo, si es posible, háganse cuanto antes con la vieja edición de Edhasa, avalada por la espléndida traducción de José Luis López Muñoz. Nunca --que yo sepa-- un escritor ha retratado las desdichas y miserias de la institución matrimonial y la hipocresía de la alta sociedad con la ironía y la profundidad de esta asombrosa sátira. El propio Ford cuenta que, en una ocasión, se encontró con uno de sus asistentes que regresaba al regimiento después de un permiso y lo encontró pálido como la cera. Cuando le preguntó qué le ocurría, el muchacho respondió: “Bueno, ayer le pedí a mi novia que se casara conmigo y hoy he estado leyendo El buen soldado”. A medida que me internaba por los pasadizos de ese infierno doméstico recordaba aquella anécdota que cuenta mi añorado Eduardo Chamorro en su libro de recuerdos Juan Benet y el aliento del espíritu sobre las aguas. De regreso de los Estados Unidos, Benet se quejaba de que era falso eso de que cualquiera podía entrar en una tienda de armas y hacerse con un revólver. Él lo había intentado varias veces sin conseguirlo. Un amigo le pregunta: “Y tú, ¿para qué quieres un revólver, Juan?”. “¿Yo? Por si me caso”.