MÚSICA / El autor rastrea las huellas de uno de los mayores compositores del pasado siglo, Jean Sibelius
En busca de Sibelius (I)
En Perdición, su primera obra maestra, Billy Wilder tuvo que recurrir al truco de mostrar una puerta abriéndose hacia fuera, hacia el rellano, para que Barbara Stanwyck tuviera un lugar donde ocultarse. Muchos años después, Wilder comentaba que ni a Chandler ni a él se les había ocurrido otra manera de resolver la escena y decía que en ningún país del mundo existía una puerta como aquella. Se equivocaba: en Finlandia todas las puertas se abren hacia fuera.
Es una de las muchas peculiaridades de un país conocido en el extranjero por un sistema educativo envidiable, unos cuantos pilotos de Fórmula 1, una célebre marca de teléfonos móviles, un arquitecto de fama mundial y un idioma endiablado, el finés, lejanamente emparentado con el húngaro, el estonio y el sami. Pero la razón que me había llevado hasta Finlandia no era aprender idiomas, ni contemplar edificios, ni comprar un Nokia, ni siquiera celebrar el inminente centenario de su independencia, sino rastrear las huellas de uno de los mayores compositores del pasado siglo, un hombre que amaba apasionadamente los bosques y los cielos de su tierra, que plasmó en música las leyendas del Kalevala y que se empeñó en llevar la forma sinfónica hasta su límite: Jean Sibelius. Nunca he entendido muy bien por qué algunas de sus obras -la Tercera, la Cuarta y la Séptima Sinfonías, Tapiola, Kullervo, el Cuarteto Voces Intimae y, sobre todo, la Quinta Sinfonía- me afectan tan profundamente. Esperaba que el contacto con el paisaje finlandés, la visión de esos lagos extáticos y esa luz densa, me diera otra clave para comprender el secreto de su fascinación. Siempre he sospechado que la belleza en la música de Sibelius no responde a criterios puramente musicales. No soy el único que lo piensa. Nada menos que Herbert von Karajan dijo una vez: "Es un compositor al que realmente no se puede comparar con ningún otro. Es, a su manera, como las Masas Erráticas. Están ahí, son colosales, son de otro tiempo y nadie sabe cómo han llegado hasta ahí. De modo que es mejor no preguntarse por qué".
Sibelius empezó su carrera en un momento en que Finlandia no era más que un bastión del imperio ruso -el Gran Ducado de Finlandia- y la idea de la independencia sólo existía en la imaginación de un puñado de políticos, artistas y poetas. A finales del siglo XIX, un breve poema sinfónico desgajado de una obra mayor (Finlandia, op. 26) expresó el turbulento anhelo del pueblo finlandés por liberarse del yugo ruso y su emotiva melodía final llegó a alcanzar el rango de himno oficioso. "No somos suecos y no queremos ser rusos, así que dejadnos ser finlandeses" decían desde décadas atrás, encajonados en un país que, desde la Edad Media, era poco más que un territorio en disputa entre Rusia y Suecia.
Finlandia consiguió la independencia en diciembre de 1917, hace ahora justamente un siglo, aprovechando el choque de la Primera Guerra Mundial y el terremoto de la Revolución Rusa. El propio Lenin, férreo partidario del derecho de autodeterminación, apoyó la independencia finlandesa, aunque en realidad esperaba que los revolucionarios se hicieran con el control del país, lo que desembocó en una breve y cruenta guerra civil donde el mariscal Mannerheim, un antiguo oficial del ejército imperial ruso, salió victorioso. La estatua a caballo de Mannerheim, custodio de la patria, preside la arteria principal de Helsinki, que también lleva su nombre. La capital hace honor a la geografía finlandesa, de tierras bajas y apenas montañosas, donde el edificio más alto es un viejo y coqueto hotel de doce pisos, el Torni, desde cuya terraza pueden admirarse los fastuosos crepúsculos escandinavos. Las líneas horizontales predominan por toda la ciudad, desde la mansedumbre del Báltico escoltando a los barcos en el puerto a los elegantes paralepípedos de Alvar Aalto. El Finlandia Hall, la gran sala de conciertos diseñada por Aalto y construido con resplandenciente mármol blanco de Carrara, parece un trasatlántico de piedra anclado para siempre en la bahía de Töölö.
Entre sus muros ha sonado centenares de veces la música de Sibelius. Helsinki fue uno de los lugares donde Sibelius estudió, disfrutó de la juventud y se entregó a excesos con la bebida, la comida y los habanos. Una célebre pintura de Akseli Gallen-Kallela, Symposium, da fe de las grandes juergas de que disfrutaba el compositor junto a sus amigos pintores, músicos y poetas. Era un tren de vida que no podía permitirse, a pesar del éxito de sus primeras obras, y que acabaría pasándole factura no sólo en el sentido económico. En 1907 se sometió a varias delicadas operaciones quirúrgicas para extirparle un posible cáncer de garganta. La larga convalecencia y el temor a la muerte inminente, con apenas 42 años de edad, le inspiraron sus partituras más sombrías: el Cuarteto de cuerdas Voces Intimae y la misteriosa Cuarta Sinfonía, una obra angustiosa y desoladora en la que algunos críticos han visto también una premonición de la Primera Guerra Mundial y cuyo tercer movimiento -il Tempo Largo- Sibelius pidió que sonara en su funeral. Karajan, tal vez el mayor adalid del compositor finlandés en el ámbito germánico, dijo que era una de las pocas sinfonías, junto a la Sexta de Mahler, que terminan en un "desastre total", aunque el austriaco lo hace con un paroxismo de violencia y el finlandés con una discreción sobrecogedora. Como una puerta que se cierra.