CINE / Algo más que mero entretenimiento

El cine como arma de denuncia social (I)

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El discurso final de Ma Joad en 'Las uvas de la ira'. / Zona Literatura (YouTube)

Desde sus inicios, los cineastas comprendieron que el cine era no sólo una original fuente de entretenimiento y un campo de experimentación artística, sino también una poderosa herramienta de propaganda que podía llegar más lejos que cualquier otro medio. Con el cine, con sus tempestades de imágenes, se podía manufacturar y enviar un mensaje a las masas sin necesidad de filtros lingüísticos. Así, uno de los grandes pioneros del lenguaje cinematográfico, David W. Griffith, pudo entonar una canción de amor al Ku Klux Klan en una de las primeras epopeyas del séptimo arte, El nacimiento de una nación, una película lo bastante honesta y lo bastante obscena como para alabar sin tapujos el racismo consustancial a la sociedad estadounidense.

Son legión los cineastas grandes y pequeños que, siguiendo a Griffith, han hecho de sus películas la justificación y el cimiento de una ideología, desde las fábulas de dibujos animados de Walt Disney a los apabullantes documentales nazis de Leni Riefenstahl, desde las magnas epopeyas del cine soviético a las burdas aventuras de John Rambo. Eisenstein le devolvió la pelota a Griffith con El acorazado Potemkin, cuya célebre secuencia de la matanza en la escalinata sigue siendo el ejemplo supremo del montaje como elemento esencial y distintivo del arte cinematográfico.

Sin embargo, también hubo cineastas, grandes y pequeños, que vieron en el cine una posibilidad de denuncia, de crítica social, de dar voz a los débiles, a los desposeídos, a los ultrajados y maltratados de la historia. En esta selección necesariamente breve y dividida en dos partes, voy a referirme a algunos de los más grandes.

Las uvas de la ira (1940), de John Ford.

Nunnally Johnson consiguió quintaesenciar en un guión de dos horas una de las novelas capitales del siglo XX, obra de John Steinbeck, y John Ford le imprimió su inimitable sentido de la lírica gracias a un equipo técnico de ensueño, capitaneado por el mago de la fotografía, Gregg Toland, y arropado por un reparto inmenso donde sobresalen las cariátides de Jane Darwell, John Carradine y Henry Fonda. La huida de la familia Joad a través de las carreteras de América culmina en la despedida entre madre e hijo, uno de los momentos cumbres del séptimo arte. Aun así, todavía hay idiotas que tachan a Ford de fascista cuando pocos cineastas han puesto en pie un discurso como el de Ma Joad al final de la cinta: "No pueden acabar con nosotros, ni aplastarnos, saldremos siempre adelante, porque somos el pueblo".

cine como arma de denuncia social Cartel anunciador de 'Ladrón de bicicletas'.
Cartel de 'Ladrón de bicicletas'.

Ladrón de bicicletas (1948), de Vittorio de Sica.

El Neorrealismo, el gran movimiento cinematográfico italiano de posguerra, alcanzó su cima en esta cinta de simplicidad absoluta y crudeza casi insoportable. Cesare Zavattini adaptó una novela de Luigi Bartolini, una historia sencilla de un hombre al que roban la bicicleta el primer día de trabajo y, desesperado, decide robar otra sólo para que lo atrapen delante de su propio hijo. Nadie ha filmado el drama del paro con la sinceridad de Vittorio de Sica, del mismo modo que nadie ha narrado el drama de la vejez desvalida con la tristeza de Umberto D.

Los olvidados (1950), de Luis Buñuel.

Buñuel (en palabras de Hitchcock, "el más grande y el más sencillo de los genios cinematográficos") contó en Viridiana cómo no hay ninguna dignidad en la miseria, pero ya había contado antes en Los olvidados que la pobreza es la fuente de todo mal y el primer germen de la delincuencia. Retrato implacable y terrible de la orfandad en los suburbios de México D. F., declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, progenitora directa de docenas de obras maestras posteriores (empezando por Los 400 golpes, de Truffaut) la cinta de Buñuel todavía se contempla hoy con un nudo en la garganta, con la certeza de que está sucediendo ahora mismo, al otro lado de la calle.

El gran carnaval (1951), de Billy Wilder.

Conocido por sus comedias ácidas, feroces y cínicas, Wilder aprovechó la acidez, la ferocidad y el cinismo para abofetear al espectador con esta fábula monstruosa donde un periodista sin escrúpulos (un maquiavélico Kirk Douglas) aprovecha la tragedia de un pobre hombre atrapado en una cueva para sacar tajada, mientras su mujer, sus amigos y el resto del pueblo sacan tajada también. Wilder no deja títere con cabeza, escupiendo directamente a la cara de la prensa, de la policía, de la política y del público, el cual se ve reflejado en la curiosidad morbosa y criminal de esos paletos que pagan por ir a ver la agonía de un desdichado.


Memorable discurso de Emiliano Zapata. / Florentino Torío Vergel (YouTube)

¡Viva Zapata! (1952), de Elia Kazan.

Kazan intentó redimirse de su imperdonable condición de chivato ante el Comité de Actividades Antiamericanas con varias películas. Sin duda, las más memorables son La ley del silencio, donde hizo del delator un héroe, y ¡Viva Zapata!, que canta las glorias de la revolución mexicana. Si esta última resulta más plausible lo es por el guión formidable de John Steinbeck, las interpretaciones majestuosas de Marlon Brando, Jean Peters y Anthony Quinn, y el brío y el lirismo que imprimió Kazan a la dirección. El plano final, bellísimo y rigurosamente inverosímil, del caballo escapando indemne a una lluvia de balas como símbolo invencible de la revolución es de los que se quedan grabados en la retina para siempre.

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