Recuerdo perfectamente el día que vi por primera vez Alien: el octavo pasajero. Más bien la noche que la vi. Tenía doce años y estaba en casa de mis abuelos, que me dejaban ver de todo por la tele. Eran las doce, aproximadamente. Mi abuela me preguntó qué película iba a ver. “Una del espacio”, le contesté ofreciéndole sólo una parte de la verdad. Y allí me quedé, hundido en uno de los sofás del viejo salón de la casa de mis abuelos. Observando, aterrorizado, cómo los tripulantes de la nave Nostromo iban palmándola uno a uno, asesinados por un monstruo que sólo se intuía, que sólo era una dentadura babeante, una cola, ácido en las venas, una presencia, una sombra, como decía Kirk Douglas (en Cautivos del mal) que tenía que ser el monstruo en las películas. Y si a eso le sumamos los fabulosos decorados y el engendro diseñado por H. R. Giger, apaga y vámonos. A dormir muertos de miedo.
Casi me lo hago encima aquella noche y han pasado muchos años de esa primera vez. He regresado a la obra maestra de Ridley Scott más veces y la he disfrutado, analizado y venerado como sólo algo tan grande se merece. Su secuela (Aliens, de James Cameron) fue entretenidísima y el resto un disparate: La 3, de David Fincher, es muy floja, la 4, de Jean-Pierre Jeunet, espantosa. Y esa cosa absurda llamada Prometheus, del propio Scott, ni les cuento. De Aliens contra Predators mejor no hablamos.
El legado del clásico de Ridley Scott, una de las películas de terror más grandes de todos los tiempos, es incontestable. Por primera vez vimos en el espacio a unos sudorosos currantes en un carguero, las diferencias de clase, la admiración científica ante un ser tan perfecto como monstruosos y letal, a una tía llevando el peso de toda la película, a un depredador que (como pasaba en Tiburón) sólo se intuye, que construimos nosotros con nuestra imaginación...
Y todo eso se perdió en los noventa por culpa de Lucas y Spielberg, por culpa de la llegada de prodigiosos efectos digitales que se cargaron todo el misterio, la tan necesaria imaginación del espectador. Con los genios del ordenador todo se hizo posible y al hacerlo todo posible la sugerencia y la insinuación, fundamentales en el cine, desaparecieron. Y se cargaron las películas.
Life (Vida), que arranca con un plano secuencia espectacular y nos habla de una misión espacial integrada por astronautas de diferentes países, presenta el gran descubrimiento de la vida fuera de nuestro planeta. Entre las muestras marcianas que recopilan descubren una célula que un científico consigue reanimar, logro científico que es celebrado por todo el planeta, incluidos unos escolares que siguen la hazaña en Times Square. Pero la célula se convierte en parásito, crece, se transforma en una especie de estrella de mar chunga y se empieza a cepillar a los tripulantes de la nave. Nada nuevo.
El resultado es una película tan fácil de ver como de olvidar, una serie B tan digna como previsible (excepto su final). Los guionistas (que convencieron a Ryan Reynolds para que entrara en el proyecto y lo hiciera realidad) han logrado una versión pulp del clásico de Scott y su texto ha sido correctamente plasmado en la pantalla por el realizador Daniel Espinosa. Eso sí: si yo fuese uno de los herederos del guionista Dan O’Bannon les metía un pleito que se iban a cagar. El plagio a Alien: el octavo pasajero es más que descarado: entidad extraterrestre que entra en una nave en forma de simiente y acaba como un ser monstruoso y descomunal, lanzallamas como arma contra el bicho, cuarentenas que salen mal, tripulación que va cayendo en las garras del ente con muertes diferentes y a cada cual más atroz, cápsulas de emergencia... hay que tener cara.
Life (Vida), producida, rodada y montada en sólo 18 meses (tiempo irrisorio para Hollywood), está ambientada en el presente y cuenta con personajes demasiado arquetípicos y excesivamente heroicos. A la película de Espinosa no sólo le falta la elegancia y la sutileza de la película de Scott, también una narración que sea puramente cinematográfica. En este sentido, los personajes contando al resto de la tripulación cada paso que dan por la nave acaba siendo agotador, demasiado verbal para una película que pide silencios, una buena banda sonora y efectos sonoros que nos acojonen. Cine, vamos.
El guión de Alien: el octavo pasajero es brillante porque en él el mapa de personajes es maravilloso: tenemos a los currantes (los obreros con reclamaciones salariales), al científico (que acaba siendo un frío y cínico ente artificial), al capitán lleno de dudas, a la aguerrida teniente y su gato... Un reparto inolvidable, incluida la bestia, magníficamente diseñada. Pero en Life (Vida) falta esa riqueza de personajes, aquí todos son héroes entregados al resto de la tripulación, sin aristas, sin demasiados conflictos, y siempre acompañados de una banda sonora que nos lo recuerda de manera burda. Los chicos hasta dan la vida para salvar al planeta tierra.
Pero vamos, la peli se deja ver y sirve de aperitivo para Alien: Covenant, nueva entrega de la franquicia dirigida por Scott, escrita por John Logan y Dante Harper (Deadpool) y basada en una historia de Michael Green y Jack Paglen. Se estrena el 12 de mayo en España. Veremos.
EL PLAN B
Órbita 9 es sólo para fanáticos de nuestro cine, para esos que se lo ven todo, hasta lo más chungo. Y ya que este fin de semana la cosa va de ciencia ficción, esta película española viene que ni pintada. En ella Clara Lago forma parte de un ensayo científico pero su destino cambiará cuando se tope con ese filete de ternera llamado Álex González. El rollete entre ambos ¡pondrá en riesgo un experimento vital para la raza humana! Ah, Belén Rueda pasa por allí y dicen que la cosa se parece demasiado al relato Trece a centauro, de J. G. Ballard.