El robo de un puñado de joyas que la firma Suárez había cedido para la ceremonia se convirtió involuntariamente en la propina cómica de Dani Rovira después de la gala de los Goya. Una vulgar noticia que no da ni para un recuadro en sucesos y un misterio que no levantaría del sofá a Colombo ni a Miss Marple ha alegrado en las redes sociales a docenas de miles de odiadores del cine español, una afición que ya alcanza la categoría de oficio. Es un verdadero misterio de dónde saca esta gente tanta bilis y tanto odio, pero así son las cosas. El desprecio secular a la profesión de comediante (a la cual Fernando Fernán Gómez hizo un magnífico homenaje en El viaje a ninguna parte) bate marcas históricas en ciertos sectores de la derecha española, un colectivo que ha hecho de la incultura una medalla y una forma de vida. No hay más que ver el corresponsal que envió OK Diario a la cobertura de los Goya, Álvaro Ojeda.
No me considero chovinista ni por asomo y creo que el cine español peca bastante de endogámico y poco de autocrítico, pero hace falta ser cerril e ignorante para meter en el mismo saco a Buñuel, a Aménabar, a Erice, a Garci y a Camus. Un cine que nos ha legado varios monumentos del séptimo arte (Viridiana, El cochecito, Plácido, Los santos inocentes) merece algo más de respeto por parte de esos botarates a tiempo completo que parecen recién descongelados de un frigorífico de la Guerra Civil. La cual fue (todo hay que decirlo), aparte de una masacre y un triunfo absoluto del fascismo, un exterminio cultural en toda regla. Miles de intelectuales, novelistas, dramaturgos, poetas, músicos y cineastas cogieron las de Villadiego porque sabían que les aguardaba el mismo destino que a Lorca y a Hernández. "Yo le metí dos tiros en el culo por maricón" dijo con orgullo uno de los asesinos de Lorca, una aseveración bestial que resuena todavía en tantos comentarios e incluso en cavernarios artículos de opinión que hablan de "ese maricón de Almodóvar".
Guste o no guste (a mí no me gusta ni mucho ni poco), el cine de Almodóvar resulta un excelente termómetro para rebatir la eterna cantinela de que la cultura resulta muy cara al contribuyente y poco productiva. Para empezar, su cinematografía ha contribuido lo suyo a variar esa rancia imagen de España anclada en Hemingway, en el landismo, en el sol, la sangre y los toros. Lo cual significa que hay miles de turistas (generalmente estudiantes) que viajan atraídos por la peculiar mitología del cineasta manchego, y eso, aparte de en muchas otras cosas, se traduce en dinero. Habría que enseñar a ciertos economistas con gomina que invertir en cine, la literatura y la música pueden resultar más rentable a largo plazo que las autopistas de peaje privatizadas o los aeropuertos deshabitados.
Este año, sin rebuscar mucho, había en las candidaturas de los Goya al menos tres películas que rozan el nivel de la excelencia: Que Dios nos perdone, Tarde para la ira y El hombre de las mil caras. Cualquiera de las tres les da pan con hondas a docenas de thrillers hollywoodienses escritos y rodados con piloto automático, e incluso a sobrevaloradas producciones del cine independiente, como la acartonada Comanchería. El problema –lo explicaba Iván Reguera en su penetrante análisis de la gala– es que, acomplejados ante tanta crítica y tanta tontería, la gente del cine español se pone a hablar de industria y no de arte, como si el cine se hiciera en las taquillas. No hay que caer en el juego del robobo de los Gogoya, cuando al final el ladrón se ha entregado a la policía y ha resultado ser un pobre técnico de iluminación que vio la caja escondida detrás de un televisor, la abrió, pensó que eran baratijas, se la guardó y siguió trabajando. Una historia que parece firmada por Azcona. No hay que defender el cine español porque sea nuestro sino porque es cine.