Necrológicas y derribos

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Miguel_Sánchez_OstizLa tribu literaria está de luto. Leo con sentimiento, y la reverencia debida, las necrológicas de John Berger, maestro de mirada y de crónicas de viaje, de este viaje más a trancas y barrancas que a otra cosa como es el de la mayoría que tiene pocos lujos a su alcance. Berger, autor tan seguido y tan de culto, cuyas enseñanzas magistrales tan poco se les nota a sus devotos españoles, expertos en El arte de viajar de gorra y en el repique de guías de viaje y museo como creaciones de verdadera ambición. Hacerse el Malraux sale caro. Para ir tras los pasos de Berger, además de medios, hace falta talento. Suele pasar.  A mayor calidad humana y literaria, más inapreciable el eco celebrado de la enseñanza.

Me gustan las derivas de Berger a partir de una imagen, de una noticia, de una cosa vista al pasar, su dejarse llevar por la evocación, esteticista o no, y las reminiscencias eruditas, sus versos al vuelo. Suelo acordarme a menudo de una frase de no sé qué obra suya: «A veces, para rebatir una sola frase hay que contar toda una vida», algo que invita a callarse si la pregunta o la frase escuchada son enojosas, porque para qué vas a explicar nada, para qué contar tu vida. Mejor dejarlo correr.

A Berger se le elogia por hacer algo difícil, como es darle entidad literaria al mundo rural en una época en que ese mundo está cada vez más desdibujado o está solo para explotarlo de manera industrial o para destrozarlo. Es difícil conseguir que a alguien le interese el drama de ese mundo condenado a la desaparición, aunque mucho dependa del nombre del autor y de la editorial, de si está o no de moda, y de los palmeros, siempre los palmeros que jalean lo que mande la patronal. Del drama de la estampida y desertización de las zonas rurales, y consiguiente fuga a la gran ciudad aquí se escribió mucho, por sus protagonistas y testigos directos, pero se ha olvidado mucho más porque lo escrito tenía ese desgarro y esa sordidez de lo que es dudosamente esteticista, y solo es patético, de un desgarro de polvo, adobe y frío.

Se incendia por enésima vez Valparaíso, Playa Ancha, barrio universitario y de marinos en su parte baja, barrio pobre en su parte alta, hacia el Camino de la Pólvora y Quebrada Verde, hacia donde ha mordido estos días el fuego. En los años 2008 y 2010 pasé unas cuantas semanas en una calle de Playa Ancha que subía y subía y se perdía en el cerro, flanqueada de chabolas. «No vaya por ahí... », me decía mi patrona, preocupada de que me pasara algo. Bastaba que me lo dijeran para que fuera y viera: pobreza, precariedad, nada muy diferente a lo que llevó el doctor Aldo Francia a su película Valparaíso mi amor (1969). Conocí a un alemán de la calle Serrano, medio cuco, medio vagamundo, bohemio le decían, que tenía un tour turístico de la miseria y mostraba a los turistas, gringos sobre todo, lo que no quiere ver nadie, y los llevaba por esos cerros tan pintorescos desde lejos, tan sobrecogedores cuando estás en ellos. Hoy hay cientos de evacuados y la solidaridad porteña desatada. Tragedia menor y lejana esa... ya proveerán, ya empacarán la ayuda y alguien se sacará con ella la foto. Lo que viene luego, sobre el terreno, no da cámara, o sí la da: Le mani sulla cità, de Francesco Rosi, esto es, la especulación feroz. Un terreno baldío es una provocación. Allí y aquí. Es una suerte tener una noticia así a mano para no verse obligado a ocuparse de las largas colas callejeras del hambre de aquí mismo en estos días helados, ni del asalto, organizado dicen, como si fuera una ofensa, a la valla de Melilla; ni del siniestro espectáculo del reñidero nacional de los gallos que olvidan la urgencia de la pelea por el cambio, mientras otros medios de comunicación celebran las destemplanzas de majas y majos, tan aplaudidas como abucheadas, con un estilo que tiene un tufillo a crónica deportiva entusiasta. Nos va la vida en el asunto, pero parece que solo se trata del partido del domingo escuchado en transistor y descampado, el resultado de la quiniela, la elucubración del café copa y puro. Espectáculo... arrevistado, pues de la historia falsificada y su rememoración hacen mojiganga, entre pendones, cristos y legionarios, y motivo de arenga cuartelera, como la toma de Granada.

Todo es vergüenza y aburrimiento, dice Sánchez Ferlosio, y quienes le ponen el micrófono resaltan esa frase como lo más profundo y sólido que puede decir el escritor en su entrevista, a modo de reclamo publicitario de otro volumen de obras completas, que es de lo que se trata. Temible profundidad nonagenaria la suya, que cosecha los aplausos de los incondicionales y el asombro del respetable que conviene, porque cada cual tiene motivos sobrados sobre todo para estar más que harto, aburrido... de la desvergüenza siempre ajena. Ese desgarro de Ferlosio vende o en eso se confía. Nos puede lo tremendo, lo rotundo, el desplante en vano. De ahí a decir, con Gutiérrez Solana, que no hay otra verdad que la fuesa, solo hay un paso... o un tropiezo; y tampoco eso.

(*) Miguel Sánchez-Ostiz es escritor y autor del blog Vivir de buena gana.

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