El Museo Thyssen de Madrid se inauguró en 1992 y constituyó un acontecimiento sin parangón en la historia de la museística moderna en España. La colección del barón Thyssen, formada por maestros antiguos y una buena colección de autores modernos y contemporáneos, venía a cubrir con creces las lagunas que tenían tanto el Museo del Prado, sobre todo en pintores considerados burgueses por la estricta corte española, como el Reina Sofía en lo concerniente al arte moderno europeo, del que este museo sufría grandes carencias. Esa inauguración supuso la creación del llamado Triángulo del Arte, la mayor concentración artística en España.
Han pasado 25 años y el Museo Thyssen celebra ese aniversario llevando a la Fundación Caixa Forum de Barcelona y bajo el título de Un Thyssen nunca visto, 63 obras maestras de la pintura clásica y moderna, en un diálogo entre épocas. Un recurso que comienza a ser un poco manido. Guillermo Solana, director del Museo, con ánimo de que el visitante caiga en la cuenta de que elementos del cubismo, por ejemplo, estaban presentes en el Renacimiento, recurre a enfrentar las previstas naturalezas muertas con la obra Botella, garrafa, jarro y limones, una composición de Cézanne de principios de siglo en acuarela que para Solana representa el otro punto de inflexión respecto al bodegón en la naturaleza muerta y que prefigura el postimpresionismo y el primer cubismo. La exposición se acaba de inaugurar y estará en Barcelona hasta febrero.
Se ha pasado, pues, de la estricta concepción historicista del positivismo del XIX a saltarse esta idea en aras de unir las distintas épocas de la historia del arte. Algo loable pero que no se le escapa a cualquier aficionado al arte con un poco de entendederas: el arte de las Cícladas casi se acerca más a Giacometti que a Fidias y conviene resaltar estas cosas, así como el lado conceptual del arte azteca y maya, por no decir del arte de África, y que gentes como Picasso siempre tuvieron claro.
Lo cierto es que el Thyssen ha tirado la casa por la ventana. Y esa línea temática que ha tomado depara grandes sorpresas. Así, en el apartado de las Anunciaciones nos enfrenta a tres Vírgenes, la de Veronese, El Greco y Marc Chagall, cuya característica común es el abismarse en el azul. Veronese introduce elementos de la vida cotidiana al pintar un perrito a los pies de la Virgen; en la del Greco, el paisaje cede el lugar a unas nubes incendiadas por la aparición del Ángel Anunciador; en Chagall, La Virgen de la novia fue pintada en pleno Holocausto, y ante tiempo tan monstruoso la Virgen se eleva al Cielo vestida de novia.
Bodegones, anunciaciones... no podía faltar el paisaje. Tenemos una muestra espléndida del llamado “paisaje cósmico” ideado por Joachim Patinir, puro Renacimiento, pasando por el Corot de El arroyo de Bréme, tan del realismo del XIX, hasta llegar a Giorgia O'Keefee, en Desde las llanuras II, un cuadro de 1954 en que la pintora inunda el paisaje de Texas de un anaranjado tremendo con rayos amarillos. De nuevo una afortunada mirada de contrastes.
La exposición, sin embargo, y este es su mayor mérito, está ideada para que sea algo único, por lo que se recomienda que el visitante madrileño vaya a Barcelona con ánimo de ver algo nuevo. Así, la muestra está dividida en secciones con títulos en latín, De Rerum Natura, Dramatis Personae, Sacrum Mysterium... con asociaciones un poco insólitas, como el Cristo en la tempestad ( 1596) de Brueghel junto a Las nubes del verano, que Emil Nolde, el pintor expresionista alemán, creó en 1913 a raíz de un viaje a las islas del Pacífico o, sin ir más lejos, un Autorretrato de Rembrant, nada menos, junto a El arlequín con espejo, 1923, de Picasso. O el contraste que se establece entre Último retrato, un terrible retrato de mujer realizado por Lucien Freud, de 1965, y el que realizó Giacometti con el mismo tema el año anterior y que como éste quedará inacabado.
Y brillando con el oropel de la Modernidad, las pinturas dedicadas a la ciudad, a la calle, tema único en el Historia del Arte. Hay claro, un cuadro de esa famosa sfumatta de la Venecia que pintó con fortuna sin igual Canaletto; hay, también, un tema recurrente con el Pisarro que pinta las calles de Paris en una idea postimpresionista, y que ha dado carácter a la capital francesa; hay, claro, un Kandisnky de 1908, casi fauve, titulado Johannistrasse, Murnau, hasta llegar al hiperrealismo, donde todo parece acabar, morir, en Cabinas telefónicas, de Richard Estes.
Y el bosque como contraste... los bosques interiores de Max Ernst, tan ligados al ensueño surreal, su Árbol solitario y árboles conyugales, de 1940, transforma los árboles en formas antropomórficas plenas de inquietud.
Para hacernos una idea de la cantidad de obras maestras reunidas, diremos que nos convence poco que sean Arlequín con espejo, de Picasso, junto a Habitación de Hotel, de Edward Hopper, las muestras más valoradas de la exposición. La cosa es de lujo, pues hay hasta un Fray Angélico, traído de las obras que el Thyssen posee en el MNAC de Barcelona. Por ahí se cuelga también un Rubens, Retrato de una joven dama con rosario... En fin, una cita ineludible de obras maestras dadas que nos habla bien a las claras de las estupendas relaciones que hay entre las instituciones artísticas y que lo único que genera son beneficios.
El Museo Thyssen en Caixa Forum Barcelona. Estupenda combinación.