Rusia bajo los zares

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Simon Sebag Montefiore junto a su nuevo libro. / dauntbooks.co
Simon Sebag Montefiore junto a su nuevo libro. / dauntbooks.co

Después de firmar dos tomos biográficos sobre Stalin (La corte del zar rojo y Llamadme Stalin) y uno sobre Catalina la Grande, era casi fatal que el historiador inglés Simon Sebag Montefiore volviera sus ojos hacia la dinastía Romanov, la familia que gobernó el imperio ruso con mano de hierro hasta 1917. Frente a otros colegas supuestamente especializados en el período bolchevique, Montefiore siempre ha hecho gala en sus pesquisas de una objetividad modélica, sobre todo en comparación con ellos. Para darse cuenta del tono con que se dirimen estas cuestiones, basta señalar que muchos historiadores occidentales aún citan como referencia fundamental a Robert Conquest, un propagandista de bulos anticomunistas cuyo origen se remonta a Goebbels. Robert Service, por ejemplo, celebrado autor de diez libros sobre el período comunista y de sendas biografías dedicadas a los principales líderes bolcheviques (por orden de publicación, Lenin, Stalin y Trotsky) dijo de su último trabajo: "Si el picahielos de Mercader no acabó de matarlo, espero que mi libro lo haya conseguido". Como se ve, un historiador serio, al estilo Pío Moa, de los que filosofan como le gustaba a Nietzsche: a martillazos.

Montefiore plantea su estudio sobre la última dinastía de los zares intentando delimitar el territorio sobre el que prosperaron, un imperio no sólo físico sino político, ético y mental, un depravado universo de sadismo, alcoholismo y ambición que parece sacado de una epopeya. A los envenamientos suceden las ejecuciones, a las emperatrices ninfómanas los zares borrachos, entre enanos lanzados por diversión contra la pared y santones embrutecidos elevados al rango de consejeros aúlicos. Tres siglos de historia que transcurren como una pesadilla, veinte monarcas que van del pusilánime Miguel I -quien se hizo con el trono tras el reinado de Iván el Terrible, en un país amenazado por suecos, polacos y tártaros y convulso por la conjura de los boyardos- al desdichado Nicolás II -que terminó sus días asesinado junto a toda su familia tras el triunfo de la Revolución-, pasando por una pléyade de alcohólicos, idiotas y genocidas donde brillan con luz propia dos espléndidos autócratas: Pedro el Grande y Catalina la ídem.

Con su enorme talento retórico, Churchill dijo que Rusia era "un acertijo dentro de un enigma dentro de un misterio". Posiblemente la frase valga para cualquier imperio, del romano al otomano, desde los faraones egipcios hasta los emperadores chinos, pero lo cierto es que Rusia no sólo sobrecoge por su inmensidad sino también por su inextricable mezcla de razas, idiomas y civilizaciones. No es oriente ni occidente, no es culta ni bárbara, sino todo lo contrario. En cualquier caso, aunque apasionante y documentada, la crónica de Montefiore sobre los Romanov cojea una vez más por el lado donde cojean todos los historiadores. Nadie ha escrito jamás el libro de las muchedumbres sin nombre, la historia de los hombres y mujeres sin historia, los pobres, los desposeídos, los aplastados por el poder, en cualquier época y bajo cualquier estrella.

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