Joaquín Mayordomo
Son las cinco de la mañana y la temperatura ambiente en el barracón ronda los –15 grados. Ni siquiera los sacos de dormir, envueltos en mantas, nos alivian. No ha hecho falta despertador; nuestro cuerpo ha pasado la noche en alerta. Además, los coches todoterreno ya están calentando motores; su ronroneo rompe el silencio de hielo y nos recuerda que debemos salir de la hurera para emprender la excursión a los géiseres. Estamos en el Altiplano boliviano, en la frontera con Chile, a 4.400 metros de altura y debemos subir casi hasta los 5.000 para ver fumarolas a la salida del sol.
En efecto, viajar por Bolivia es hacerlo por las alturas. El Altiplano –más de 4.000 metros de media elevado sobre el nivel del mar– es el talón de Aquiles del turista o viajero en este país. Todas las guías recomiendan prestar atención al "mal de altura": agotamiento instantáneo, cansancio, dificultad para respirar, mareos y vómitos y, a veces, episodios cardíacos de desigual gravedad.
Por eso nosotros hemos empezado el viaje desde las "tierras bajas", en Santa Cruz de la Sierra; aquella región de la llanura amazónica que Bolivia consiguió salvar de la codicia de los países vecinos tras librar guerras como la del Chaco, con Paraguay, entre 1932 y 1935, que le supuso al país ceder unas tres cuartas partes del llamado Chaco Boreal. Aquella Bolivia que alcanzara la independencia de España en 1825 ha ido perdiendo contienda tras contienda hasta configurarse como es hoy. Chile, por ejemplo, la dejó sin salida al Pacífico tras la guerra del Salitre, librada entre 1789 y 1883, provocando, quizá, el mayor trauma nacional que se recuerde sufrido por un país; las heridas de entonces rezuman dolor todavía en el corazón más indígena de América.
Y, entre tanto, Santa Cruz. La rica ciudad aspira a ser capital de un estado independiente del que se gobierna en La Paz. Los cruceños, prósperos agricultores y ganaderos, trinan contra el Gobierno de Evo Morales, al que acusan de haberles dejado de lado desde que lograra el poder, hace diez años. La verdad es que no se llevan bien con los indígenas; suma de etnias que representa el 62% de la población del país.
Mas el viajero no ha venido hasta aquí para acallar disidencias. Los 11 millones de bolivianos que hay ya se complican la vida bastante intentando hablar español, quéchua, aimara y guaraní (lenguas oficiales) o con los más de 30 idiomas locales que practican las distintas etnias y comunidades. El viajero ha venido a conocer, a gozar de un lugar único que se cuelga del cielo entre los "nevados" de 6.000 metros de altura que jalonan a Este y Oeste la cordillera andina, sembrándolo todo de asombrosos paisajes, culturas sorprendentes y costumbres y tradiciones milenarias. Sus gentes son amables y confiadas, alegres, sinceras en el trato... Al forastero le hacen sentir como en casa.
En el Fuerte de Samaipata uno se encuentra con la roca sagrada más grande del mundo; ésta, tendida como una serpiente de 220 metros de larga por 65 de ancha sobe la cumbre de una montaña, a 1.995 metros de altitud, fue, durante siglos, un gran altar para la celebración de sacrificios humanos. Con el tiempo la vistieron de símbolos, animales sagrados esculpidos, relieves que explican el comportamiento de los pueblos prehispánicos... Por esta razón, la Unesco lo declaró, en 1989, Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Las misiones de San Javier y Concepción son sólo dos de la docena de joyas que los jesuitas dejaron por aquí antes de su expulsión del Imperio español, en 1768. En el viaje hasta ellas la carretera atraviesa interminables planicies sembradas de soja o serpentea entre verdes colinas y extensas "haciendas", en las que pacen centenares de reses. De pronto, José Luis Valverde, el cruceño que nos acompaña, señala al portón que da paso a una de esas dehesas y cuenta una historia: "Aquí vivió el famoso fotógrafo alemán Hans Ertl Graetzel, fotógrafo de Hitler y amigo de su amante y de Leni Riefenstahl, la directora de cine que filmó los Juegos Olímpicos de 1936... Y lo que son las cosas, una de sus hijas, después, resultaría ser guerrillera; ahora creo que envejece modestamente en La Paz".
Las Misiones de Chiquitos, como se las conoce genéricamente, fueron, en su día, islas de civilización occidental en medio de la selva; en ellas, los misioneros acogían a los indios, los cristianizaban, les enseñaban oficios y les protegían de los traficantes de esclavos que organizaban las razias para llevárselos a Brasil. En estas colonias –algunas llegaron a ser pequeñas ciudades– florecieron casi todas las artes. Sus iglesias asombran por su grandiosidad, riqueza ornamental y armonía constructiva. Pero la música fue la "estrella" entre tanta inspiración y actividad creativa; en las misiones se conservan más de 5.000 partituras de música sacra de los siglos XVII y XVIII; una disculpa, entre otras, que ha servido a los chiquitanos para organizar cada dos años, desde en 1996, el Festival Internacional de Música Barroca más importante del mundo.
El salto de Santa Cruz a Sucre (2.800 metros de altura) nos conecta con el Altiplano. El viajero pierde resuello y no entiende tanta fatiga de golpe. Los mates de coca alivian y la prudencia aconseja tomárselo con calma. El cambio sorprende: del verde selvático se pasa a un paisaje de cerros pelados; casi lunar. Sucre es una ciudad "española", sembrada de palacios, iglesias y casas señoriales. Hoy es la capital constitucional de Bolivia y durante la etapa colonial fue el asentamiento mayor que tuvo España en la región, desde donde controlaba el negocio minero que florecía en Potosí.
¡Ay, Potosí! ¡Es la ciudad minera por antonomasia! La mayor mina de plata del mundo. Durante 471 años, desde que en 1545 se fundara la ciudad, Cerro Rico, a cuya falda se asienta esta increíble urbe de 200.000 habitantes, ha sido el surtidor de maná inagotable para un mundo que pierde la cabeza por los metales preciosos. En Potosí, a 3.900 metros de altura sobre el nivel del mar, se acumulan más palacios e iglesias en menos espacio, en proporción, que en cualquier otra parte. Aunque escaseara el aire, aquí nunca les faltó la fiesta. Ha envejecido, sí y buena parte de su patrimonio muestra un estado ruinoso. Pero aún así, al recorrer sus calles, al penetrar en sus iglesias... uno puede soñar, sin temor a equivocarse, con lo que debió ser este lugar en su época de esplendor. Aún quedan decenas de explotaciones mineras abiertas, pero hubo un tiempo en que se contaban por centenares. La plata y el oro corrían por sus calles y garitos cómo jamás se haya visto en otro lugar.
Hoy se puede llegar hasta ella en avión, pero este viajero lo hizo en transporte público sorteando durante todo un día barrancos y precipicios, donde los árboles brillaron por su ausencia a lo largo de todo el trayecto y el polvo fue siempre un manto envolvente. Y cuando el autobús asomó ¡por fin! a esa ladera pelada de Cerro Rico, en la que en un abigarramiento imposible se amontona ahora la ciudad, el primer pensamiento fue para aquellos pioneros que debían estar locos... ¡Locos! Locos porque si la vida a 4.000 metros de altura es ya difícil, levantar una villa que lleva el marchamo de "imperial", con toda su monumentalidad, lo es mucho más. No sólo se requieren ríos de plata, mano de obra y tesón para ello; también, creo yo, una alta dosis de locura.
La Casa de la Moneda es la joya de Potosí. En ella se conservan, ancladas en el tiempo, aquellas experiencias y muestras de suntuosidad que el colonizador, en casi tres siglos de dominio, fue acumulando y sobre las que asentó su poder. En las salas de exposición se exhiben los ingenios más rudimentarios que llegaron al principio y los más sofisticados traídos después; todos venidos de allende los mares, transportados luego a lomos de reatas de mulas, ingenios con los que se fundía la plata y se acuñaban las monedas.
Y en esto el viajero hubo de abandonar Potosí; precipitadamente. La insoportable contaminación que provoca la flota de autobuses que gatea sin descanso por las cuestas hacia lo alto del cerro y ese mal de altura que martillea en el cerebro sin pausa, unido al anuncio de huelga general de los camioneros que amenazaban con aislar la ciudad varios días, provocó nuestra huida. Aun así, paseamos las calles, siempre empinadas, a cámara lenta; visitamos iglesias anegadas de un superlativo barroco y degustamos la calapurca, la sopa típica potosina que se sirve con una roca volcánica hirviendo en el centro del cuenco.
Marchamos a Uyuni, la siguiente etapa, otro de los misterios a desentrañar en este viaje.
Y Uyuni es un páramo, plano e infinito. Polvoriento. Está situado a 3.660 metros sobre el nivel del mar. ¡Y aquí esta el salar! Una de las maravillas naturales que aún conserva el planeta. Pero aquí, también, hace escala el Dakar y, si no se remedia, terminará arruinándolo. En cualquier caso, el Salar de Uyuni es la magia; un mar blanco que alcanza los 180 km. de largo y 80 de ancho. Y también es un mar de riqueza que alberga el 60% del litio mundial, además de ingentes cantidades de magnesio, boro y potasio. ¿Pero cómo se formó? La elevación de la cordillera de los Andes por el choque de las placas tectónicas supuso, en un momento determinado, que se desgaje ésta en dos: la Oriental y la Occidental, provocando inmensos mares interiores de agua salada que, al evaporarse, han dado lugar a numerosos salares en la región; el de Uyuni es el más extenso y el "más puro". En el viaje por él se visita la isla Incahuasi, en la que crecen cactus gigantes y desde la que se admira su nívea extensión. Pero, observándolo desde el aire, se ven claramente las huellas que han ido dejando las aguas al evaporarse hasta delimitar su configuración actual.
Desde el aire... Ésta es la última imagen que guardará en la retina el viajero de esta región increíble de lagunas (la verde, la colorada), salares y géiseres... porque se marcha. El Gobierno de Evo Morales ha impulsado una red de pequeños aeropuertos y renovado otros, que facilitan notablemente el desplazamiento por el país. Los 546 km. que separan Uyuni y La Paz, y que llevaría recorrerlos una docena de horas en autobús, apenas suponen 50 minutos en avión.
¡La Paz! Una de las ciudades más asombrosas del mundo. Si levantase la cabeza su fundador, Alonso de Mendoza, que en 1548 estableció su campamento de campaña aquí, en un pequeño promontorio en el fondo de este valle, seguro que moriría ipso facto del susto. ¡Cuesta creer lo que de pronto se ofrece a los ojos! A medida que el taxi desciende desde el aeropuerto, las laderas se empinan y los barrios de ladrillo-visto (casas a medio hacer) trepan por los barrancos de barro y laderas, casi verticales, de ese embudo que es el casco urbano de La Paz. Para hacerse una idea de cómo se configura esta increíble metrópoli que alberga un millón de habitantes es necesario saber que desde los bordes de ese embudo imaginario delimitado por El Alto –otra megaciudad en construcción, recientemente desgajada de la capital– hasta la zona más baja, La Florida, donde habita la clase más acomodada, hay casi 800 metros de desnivel.
Pero, detrás del paisaje, en el enrevesado de sus calles y cuestas, La Paz es la energía que se incendia generando una amalgama de colores confundidos en un laberinto de sueños. Por su imposible red viaria rugen los vehículos, públicos y privados, atronando al paseante. Y por el aire... ha empezado a funcionar hace unos años una red de teleféricos que, aseguran, será la solución para el transporte urbano de esta ciudad. Hay tres líneas ya en marcha y la municipalidad tiene prevista la construcción de otras tres. Será como el metro, nada más que por el aire.
Los mercados callejeros de La Paz, a rebosar, deslumbran por el colorido y la variedad de productos. En la calle Linares (calle de las Brujas) el curanderismo es famoso; aquí puede encontrarse cualquier remedio para la realidad y los sueños. Pero son las cholas con sus polleras las que lo ocupan todo. Los puestos de comida, la fruta y los tenderetes de cualquier cosa que uno pueda imaginar configuran sobre las aceras otra ciudad superpuesta a la real.
Pueden visitarse, lógicamente, decenas de iglesias (¡es la capital!) e innumerables museos. Museos como el de la Coca; muy interesante por lo que representa esta planta, casi milagrosa, para el país y porque con ella se puede matar (cocaína) o dar vida (mate de coca). Pero es en la calle Jaén, con edificios de los siglos XVIII y XIX bien conservados, donde se encuentran los museos municipales: el Costumbrista, el de los Metales Preciosos y el Litoral, que reúne en sus paredes y estantes un nostálgico canto al recuerdo de aquellos tiempos en los que Bolivia tenía, todavía, salida hacia el mar.
Hacia el mar irá desde aquí este viajero para conocer el norte de Chile. Esa tierra que le arrebataran con "malas artes", se dice, los chilenos con la aquiescencia y conspiración del empresariado británico que tenía importantes intereses en la región. Pero antes de irme quisiera decir que Bolivia es un país en marcha; se le ve cargado de energía. Pero ya no quiere a Evo Morales. Curiosamente, la gran mayoría de la gente con la que he hablado –taxistas, guías o gente en la calle...– le reconoce al líder cocalero su mérito, incluso todos aseguraban haberle votado, pero ya no le quieren. La gente no entiende que pretenda perpetuarse en el poder; no aceptan que habiendo perdido el referéndum (51,30% a favor del no, frene al 48,70% del sí), persista en presentarse a la reelección. En cualquier caso, al pueblo boliviano, que suma entre indígenas y mestizos el 90% de su población, se le ve por primera vez dueño de su destino. Y esto, cuando se visita un país, se percibe. Sin duda, Bolivia está ahora más cerca del cielo.
Gracias por acercarnos Bolivia a los que nunca viajaremos allì, de esta manera tan didàctica. Excelente artìculo.