Cojonudo Fernández

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José Yoldi

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Imagen: Efe

Para David

Cojonudo Fernández Belascoain era una estrella emergente en su partido. Había nacido en un pueblo de la ribera de Navarra, pero su oratoria, don de gentes y defensa a ultranza de las decisiones del líder de la formación le habían llevado a dar el salto a la política nacional. Integraba el grupo de jóvenes pretorianos que continuamente tenían que salir a las televisiones a explicar a la ciudadanía algunas de las decisiones de la dirección  que a los primeros espadas les resultaban difíciles de justificar.

En su infancia, los otros críos le habían llamado “Nudo”, para abreviar, y en la adolescencia, en su clase habían pasado a llamarle “el espárrago”, en alusión a las latas de esas hortalizas que se comercializan bajo el nombre “Cojonudos”.

Era un tipo guaperas, algo prepotente, con cierto estilo en el vestir. En lugar de jugar a la pelota, que era el deporte que se practicaba en el pueblo, se había aficionado al tenis, donde su revés había cosechado notables elogios. Alguien le dijo que con ese nombre, que todo el mundo recordaba, se tenía que meter en política, que era un activo que no podía despreciar. Solo el nombre ya ganaría elecciones, siempre y cuando él no metiera la pata.

Pronto el pueblo se le quedó pequeño y, tras un breve paso por Pamplona, se instaló en Madrid, donde todo el mundo esperaba que obtuviera su escaño en las siguientes elecciones y que pasara a presidir alguna comisión del Congreso, quizá la de Justicia e Interior, que tenía prestigio.

Sin embargo, a última hora, cuando la dirección elaboró las listas, no le incluyeron en las de Madrid, demasiado solicitadas, sino en las de Navarra, y además, el líder supremo le pidió el sacrificio de ceder su puesto a uno de los dirigentes históricos que no tenía acomodo en ninguna circunscripción.

— No vas a tener ningún problema, sales con la gorra, pero nos solucionas un lío importante, y no te preocupes, que lo tendremos en cuenta —le dijo el presidente cuando le comunicó que el sacrificado iba a ser él.

— Como quieras, presidente, ya sabes que siempre estoy a tu servicio —respondió Fernández Belascoain.

— No esperaba menos de ti —replicó el presidente.

Pero las cosas se torcieron un poco. Navarra nunca es un territorio fácil, y entre un cierto voto de castigo por los últimos escándalos de corrupción, que el cabeza de lista de su formación era un paquete poco vendible y las novedades de otros partidos, Cojonudo se vio peleando por el escaño con Eme Pe García, una joven de su pueblo, de su misma edad y que representaba a una opción más progresista. Eme Pe era hija de inmigrantes, pero prometía mejorar los servicios sociales de la comunidad.

Durante toda la noche electoral el escaño fue bailando de uno a otra y al revés, hasta que escrutado el cien por cien del censo, aunque pendiente de posibles reclamaciones, Eme Pe se lo había adjudicado por 20 votos de diferencia.

Javier Goñi, empleado del registro civil jubilado, había seguido el escrutinio repantingado en el sofá hasta avanzada la madrugada. Su mujer, Ana Idoate, se había ido a la cama en cuanto vio que el partido en el Gobierno se llevaría de nuevo el gato al agua, pero Goñi tenía otras razones para aguantar a pie de televisor.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, le contó a Ana su historia.

Hace ya más de treinta años, vino un hombre a la oficina para inscribir a un niño al que quería llamar Luzbel. Le dije que no podía registrarlo con ese nombre y el tipo me contestó que entonces Mephistopheles.

— Esos son nombres de demonios.

— Ya lo sé, me gustan las ciencias ocultas y quiero llamar al niño así.

— Lo siento, pero no está permitido por la ley.

— ¿Y qué es lo que está permitido?

— Pues cualquier nombre que no sean demonios, ni nada peyorativo ni despreciativo para el niño. En general, cualquier cosa positiva.

— Pues vaya ley de mierda.

— Son las normas —le expliqué.

Después de pensar un momento, me dijo:

— Pues quiero llamar al niño “Cojonudo”. ¿Qué hay más positivo que eso? Supongo que ahora no habrá problemas, ¿no?

Y aunque me parecía una completa excentricidad no encontré argumentos en la ley para denegar la inscripción, así que ahí lo tienes.

— Sí que es toda una historia —comentó Ana.

— Espera, que falta lo mejor —anunció Javier.

— ¿No me digas?

— Sí, veras, a los pocos días, llegó un inmigrante peruano a inscribir a una niña, a la que quería llamar “Catástrofe”.

— ¿Catástrofe?

— Sí, el hombre era padre de diez hijos, tenía dificultades para mantenerlos y les había llegado otra niña por algún recoveco del método Ogino.

— ¡Ufff!

— El hombre estaba muy ofuscado, decía que la criatura era una catástrofe para la familia y que por eso quería llamarla así. Le dije que las normas no me permitían la inscripción de catástrofe, y tras pensarlo un momento, me preguntó:

— Pero se pueden poner letras —expresó en voz alta—. En Estados Unidos y en otros países hay gente que se llama solo con letras, como O.J. Simpson.

—Bueno, le dije, lo que no está prohibido, debe estar permitido, así que si le quiere poner dos letras a la niña, no se lo puedo impedir.

— Vale, pues le quiero poner Eme Pe.

— ¿Cómo María Pilar? —traté de acotar.

— No, como María Pilar, no. Solo Eme Pe —dijo muy firme.

— Vale, vale, lo he entendido, pero siento curiosidad, ¿por qué Eme Pe?

— ¿Ya está todo hecho?, ¿no hay vuelta atrás? —preguntó.

— Sí, ya es definitivo.

Y mirándome directamente a los ojos, con una gran sonrisa triunfal, prosiguió:

— Usted no me dejó ponerle Catástrofe. ¿No se lo imagina? Eme Pe quiere decir Mucho Peor.

— Y ¿sabes Ana? Catástrofe Mucho Peor le acaba de birlar el escaño a Cojonudo Luzbel.

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