José Yoldi
Para Irene
Todos los indicios estaban allí, pero él no los vio. O no quiso verlos. ¿Quién sabe del poder del subconsciente?
La dirección había convocado una reunión de los empleados, periodistas y técnicos, para explicarles sus proyectos de expansión y de inversiones en el extranjero. El encuentro se celebraba en la tercera planta del edificio de La Crónica, el diario de referencia de la capital. El nuevo director era un tipo sin ningún activo periodístico en su haber por lo que los redactores le llamaban “el ágrafo”. Cinco meses antes, en su puesto anterior, había despedido a la mitad de la plantilla del diario económico de Globoprint, lo que le había acarreado otro mote con menos piedad. En ese momento, hablaba con entusiasmo de lo que la presidencia del grupo de comunicación consideraba el futuro de la compañía: estaba previsto realizar grandes inversiones en Portugal y en América, tanto en Estados Unidos como en Brasil, México, Colombia o Ecuador. El holding necesitaba liquidez, pero el presidente —un antiguo periodista— consideraba que se trataba de un problema menor, porque en muy poco tiempo los medios informativos que pensaban adquirir iban a triunfar y a proporcionar beneficios significativamente mayores que los que obtenían de sus empresas en España.
Juan Irañeta no se consideraba un quijote, o eso creía él. Había sido un empleado modelo, durante años. Trabajaba jornadas de once y doce horas con asiduidad y, aunque solía refunfuñar cada vez que le caía un marrón, buscaba tiempo de donde no lo había para realizar el encargo lo mejor posible. Su mujer se quejaba de que para él su trabajo fuera prioritario y que no dedicara el tiempo necesario para atenderla a ella o a los niños. Además, durante años defendió al periódico y a la dirección frente a las invectivas de determinados amigos, más o menos informados, que criticaban la deriva del diario hacia la defensa o justificación del partido gobernante o del poder económico.
Irañeta que, más por trabajo y carácter afable que por talento, solía obtener numerosas exclusivas, era un tipo legal. Se consideraba antes que nada periodista y siempre trataba de contar la verdad de las noticias que conseguía, aunque en más de una ocasión se había encontrado en el periódico al día siguiente algún titular “forzado” encabezando alguna de sus informaciones, que iba más allá de lo que el texto de la propia información sostenía. Que se había ganado el afecto de sus compañeros lo demostraba el hecho de que había sido el más votado de los diez candidatos que se habían presentado a un puesto en el Consejo de la Redacción, un órgano de representación de los periodistas en el que se debatían cuestiones profesionales y de ética con la dirección. Llevaba más de 25 años en la empresa; le habían entregado el reloj Patek-Philippe —con el que “la casa” premiaba a los que le habían servido bien en un acto celebrado en la planta noble, donde se ubicaba la presidencia— y, hasta en una asamblea, un compañero le había puesto como ejemplo de que no le despedirían nunca.
La reunión discurría entre apacible y triunfal. El director desgranaba con entusiasmo cómo la empresa iba a comprar una emisora de radio en Miami y otra en Memphis que, en la actualidad, tenían muchas pérdidas. Era una gran oportunidad, argumentaba, porque el precio era muy asequible y la compañía iba a reflotarlas y a convertirlas en líderes de audiencia en sus respectivos segmentos. También iban a adquirir una revista de difusión nacional en Portugal que no iba tan bien como debería, y estaban previstas inversiones en un diario en México y otro en Brasil, así como emisoras de radio en Colombia y Ecuador.
"El ágrafo" llevaba más de una hora de discurso. Irañeta pudo apreciar algún bostezo inmediatamente sofocado entre algunos de sus compañeros. El director redobló su entusiasmo. El éxito estaba asegurado, decía, debido a la experiencia que Globoprint —con dos cadenas de televisión, emisoras líderes en radio convencional y radiofórmula, varias editoriales de primera línea y La Crónica— tenía en el área de la comunicación multimedia.
Todos los indicios estaban a la vista, pero Irañeta no los vio. En cuanto el director terminó y animó a los asistentes a que formulasen las dudas que tuvieran o simplemente alguna pregunta no se pudo resistir.
—Director —dijo con voz grave— ¿por qué se presume que somos más listos que los demás y que vamos a tener éxito donde otros han fracasado?
De repente se hizo un gran silencio que debía de haber alertado a Irañeta de lo inconveniente de su pregunta. El director, condescendiente, respondió:
—¿No es evidente, Irañeta? Tenemos una gran experiencia en el sector de la comunicación.
—¿Experiencia? Supongo que en fracasos —replicó Irañeta, que ya había atravesado la línea de no retorno. Miró la cara del director que se quedó callado y no supo ver su frialdad ni cómo se la iba a devolver en el futuro, por lo que, lanzado, enumeró todos los fiascos de la empresa que recordaba.
—Uno de los primeros, Radio Crónica, que iba a revolucionar las ondas y a los dos años tuvo que cerrar. Como dato divertido —precisó— solo tenía una unidad móvil, la número 5, porque así todo el mundo creería que por lo menos había otras cuatro.
Irañeta se iba calentando.
—También recuerdo Classic Radio, aquel proyecto del entonces consejero delegado y actual presidente, según el cual toda España iba a escuchar música sinfónica y ópera. No sé si duró tres meses. O la faraónica delegación de Barcelona de La Crónica que defraudó todas las expectativas, puesto que nunca produjo el aumento de ventas que se esperaba. Pero el pinchazo más estridente fue el semanario El Universal, que iba a ser la joya de la corona y tuvo que cerrar antes de un año. A pesar de contar con dos directores, iba tan mal que el presidente se implicó en su relanzamiento con una portada de impacto: 18 señoras desnudas, cubiertas, una con la bandera española, y las restantes, con las de sus respectivas comunidades autónomas. Así que como no sea para emular a Churchill que decía que el éxito consiste en ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo…
A esas alturas el silencio era espeso, como en el funeral de un rey. El director aprovechó la pausa para insinuar:
—Quizá te faltan datos, Irañeta.
Éste, ya sin frenos, se revolvió:
—¿Datos?¿Me puedes nombrar un solo caso en el que la compañía haya comprado algún medio —radio, diario deportivo o económico, televisión o lo que sea— que no estuviera ya en el primer lugar y que, por su gestión, Globoprint lo haya llevado hasta el liderazgo de difusión o de audiencia?
El vicedirector acudió al rescate.
—¡Qué cosas tienes, Juanito! Hay muchos ejemplos.
—Dime solo uno.
—Pues La Crónica Semanal —respondió el adjunto.
—¡Hombre! —atacó Irañeta— no se trata de un medio diferente, sino del suplemento dominical de La Crónica y debe su difusión al éxito del diario.
El director retomó las riendas de la reunión.
—Es lo mismo, ya conocemos las cosas que tiene Juan. Si no hay otras preguntas, daremos la reunión por terminada.
Nadie habló hasta salir de la sala. En el momento en el que cruzaba el umbral de la puerta todo el mundo se apartó de su lado. En ese instante, Irañeta cayó en la cuenta de su sincericidio.
CODA:
Tiempo después, los bancos no compartieron el optimismo y entusiasmo de los directivos de Globoprint y no les concedieron los créditos que habían solicitado. Decididos a conseguir el anhelado capital vendieron las acciones de la división audiovisual del grupo a un empresario amigo que gracias al apoyo mediático de Globoprint había conseguido eludir la prisión en un caso de tráfico de influencias.
La venta incluía una cláusula de recompra en un plazo de tres años. La confianza era tal que si las acciones no habían subido un treinta por ciento para esa fecha, Globoprint se obligaba a volverlas a adquirir con esa plusvalía. Pero transcurrido ese plazo, las acciones no solo no habían alcanzado el treinta por ciento previsto, sino que se habían depreciado notablemente. La compañía tuvo que hacer frente al pacto de recompra y se endeudó hasta los 5.800 millones de euros, ya que los negocios americanos tampoco consiguieron el éxito esperado de acuerdo con el viejo proverbio de que es más fácil levantar un proyecto nuevo que reflotar uno que se está hundiendo.
Los intereses, más de un millón de euros al día, ahogaban al grupo, por lo que hubo que vender las cadenas de televisión y algunas de las editoriales. Las emisoras de radio y los diarios, incluida La Crónica, tuvieron que reducir drásticamente las plantillas. Irañeta fue de los primeros en ser despedido.
El diario de referencia tuvo que refinanciar la deuda y meter a los principales bancos en el accionariado. Pactó moratorias con Hacienda y con la Seguridad Social y, aunque redujo la deuda hasta los 2.000 millones, de facto, su línea editorial, antaño firme y ejemplarizante, se volvió laxa y servil con el Ejecutivo. Ya solo era la referencia de lo que nunca se debería de haber hecho.
Irañeta aprendió que en todas las empresas la dirección siempre anima a los empleados para que expliquen toda la verdad de los problemas que existen, pero que la experiencia demuestra que es mejor ser solo un poco sincero, pero nunca del todo. La compañía no quiere saber la verdad y tú incurres en “sincericidio”.
Por qué será que me suena esta historia…. Irañeta es un alter ego?