Así de dulce era América (I)

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Salí del bar y me senté a esperarla en el primer banco que había a mano. Normalmente nunca hago cosas así pero estaba medio borracho, estaba medio loco y en la calle zumbaba un calor que derretía el asfalto. Serían las once o las doce de la noche, tenía la camisa empapada en sudor y el zumbido de los coches a mi espalda era el único río que Madrid me ofrecía para arrojarme de cabeza. Podía sentir el miedo esparciéndose alrededor, la gente que pasaba a mi lado como si bordeara una alambrada: una pareja cogida de la mano, un grupo de chavales bromeando, un viejo estirado paseando a un perro. Ninguno se atrevió a mirarme a la cara excepto el perro, un labrador de pelo largo agobiado por el calor que detectó en mí un vago lazo de hermandad. Búscate un amo, me dijo con sus grandes ojos oscuros. Eso hago, le contesté sin mover los labios. Eso hago. El viejo pegó un tirón a la correa y el perro se alejó jadeando con la lengua a un palmo del suelo.

La camarera me había puesto dos gin-tonics y mientras me servía el tercero le pregunté a qué hora salía.

– Anda, vete a la mierda.

Lo dijo sonriendo, casi dulcemente, como se le habla a los niños. Me encogí de hombros, bebí un trago largo y decidí hacerle caso. Cuando apareció en la puerta del bar, con la melena recogida en una coleta, casi no la reconocí. Se apartó para encender un cigarrillo y entonces me vio sentado en el banco, esmaltado de sudor. Llevaba unas botas de plataforma, altas, de cuero blanco, por encima de la rodilla. Parecía deslizarse sobre ellas, casi como si llevara patines.

– Eres tozudo, ¿eh?

– Bastante.

– ¿Quieres un cigarrillo?

Hice un gesto que debió ser muy divertido porque se echó a reír y luego se sentó a mi lado. Me dijo que estaba segura de que la estaría esperando pero que no tenía ni idea de qué iba a hacer ella a continuación. Le respondí que yo tampoco lo sabía, que yo no sabía nada de nada. Eso pareció hacerle más gracia todavía. Me dijo que se llamaba Mónica. Asentí con la cabeza. Luego fue ella quien preguntó mi nombre.

– No tienes cara de llamarte Miguel.

– Llámame como quieras. A mí me da igual.

– Miguel está bien.

Sonrió y me preguntó por qué debería venir conmigo. Le dije que de ningún modo debía hacerlo. Que me había quedado a esperarla sólo porque me lo había dicho un perro que acababa de pasar.

– ¿En serio?

– No lo dijo así exactamente. Me aconsejó que me buscara un amo.

Mónica tenía los ojos color ámbar, el mismo color del pelaje de labrador que quería ser amigo mío. Pude ver, debatiéndose al fondo, la duda repentina, la campana de alarma, la extrañeza. En un bar de copas debían entrar unos cuantos locos al día pero pocos lo admitían. Ella ignoraba si hablaba en broma o en serio y yo tampoco tenía la menor idea. Arrojó el cigarrillo al suelo y lo pisoteó con una de sus enormes botas.

– Nunca hago lo que debería hacer. Vamos.

Me invitó a subir a su coche, uno azul oscuro, pequeño y compacto, no recuerdo qué modelo ni qué marca. No entiendo mucho de coches ni me importa lo más mínimo. Aquella noche nada me importaba un carajo. Me recosté en el asiento como un pollo en el horno, bajé la ventanilla y agradecí la brisa que de inmediato me bañó el pecho y la cara. No era una brisa fresca pero al menos se movía y eso ya era bastante en medio de aquel cementerio de aire muerto. Nos saltamos un disco en rojo y al siguiente tuvimos que frenar para no comernos la furgoneta blanca que surgió a nuestra derecha. Casi me estrello contra la ventanilla y Mónica me sugirió que me abrochase el cinturón. No le hice caso. Me daba igual follármela allí mismo que morir aplastado entre una maraña de hierros. Lo que ocurriera primero, si es que ocurría algo. Era la única razón por la que había escapado de aquella noche de mi cuarto, para huir del tedio y de la soledad, para que ocurrieran cosas. De momento había logrado sentarme al lado de una guapa camarera de piernas largas que aprovechó la pausa del semáforo para esnifar una raya de coca. Me ofreció un poco y negué con la cabeza.

– ¿No te va?

– Me da sueño.

– ¿Sueño la coca? Eres la hostia de raro, ¿sabes?

– Es lo que dice mi madre.

– Tengo que ir a un sitio primero, ¿te importa?

No especificó a qué sitio íbamos primero ni a cuál íbamos después. Pisó el pedal a fondo y nos deslizamos entre árboles danzantes y oscuras masas de edificios, a través de la tiniebla claveteada de luces. Estudié su perfil –la línea de la boca, el suave acento de la nariz, las nubes de los párpados– intentando encontrarle algún defecto pero no pude. La imaginé destrozada, rota contra el parabrisas, atravesada por cristales, cables y palancas. No era difícil de imaginar por el modo en que conducía. Aparcó en doble fila en la plaza de Manuel Becerra y me preguntó si quería acompañarla.

– Te espero aquí.

– Preferiría que me acompañaras.

– ¿Temes que te robe el coche?

Emergió por partes, primero las botas y las piernas, luego todo lo demás, desplegándose y luego armándose. Yo bajé y estiré las piernas, golpeando los pies contra el asfalto, como si acabara de hacer un viaje de seis horas en lugar de uno de cinco minutos. Mónica se encaminó hacia las fauces abiertas de un bingo en medio de la calle, las cinco enormes letras ardiendo en un incendio rojo fluorescente. En las escaleras nos cruzamos con un trío de señoras que salían comentando ganancias y pérdidas y que me hicieron pensar en telarañas y moscas. Mónica se acercó a la chica del guardarropa y preguntó por alguien. Apenas había acabado de hablar cuando se abrió la puerta del fondo y apareció un guardia de seguridad alto y corpulento, embutido en un uniforme a punto de rajarse por las costuras. Habló cerca de un minuto con Mónica y de repente el tipo alzó hacia mí unos ojos pequeños y fanáticos que, en medio de esa masa de tendones y mandíbulas, parecían otro par de músculos. Tenía aspecto de perro y de inmediato recordé al labrador, su mirada dulce y líquida, su silenciosa fraternidad de mamífero, calibrando el error garrafal de nuestra escala evolutiva. ¿Evolución? Darwin era un cretino. Sin dejar de mirarme, el guardia cuchicheó algo al oído de Mónica. Fue a agarrarla del brazo pero ella se zafó, dio media vuelta, vino hacia mí y me agarró de la mano mientras le hacía un gesto de despedida. Él no respondió. No la miraba a ella sino a mí. Sus ojos también hablaban. Decían alto y claro: Te voy a joder vivo. Me encogí de hombros y, cuando salíamos, coloqué una mano en su cintura.

– ¿Es tu novio?

– ¿Paco? Eso cree él.

Al llegar al coche, apretó su mano contra la mía, se giró levemente y me dio un beso en los labios. No fue nada, apenas una caricia, pero pude de reojo ver la silueta de Paco festoneada por las luces rojas del local como un dragón en su cueva. La brisa cálida volvió a golpearme en la cara mientras corríamos calle abajo y Mónica me resumía la historia. Lo habían dejado hacía tres meses pero él no lo acababa de encajar. No lo aceptaba.

– Entonces no deberías seguir visitándolo, cariño.

– Tenía que devolverle una cosa. Además, estos días está muy nervioso con lo del juicio.

– El juicio.

– Sí. Tiene un juicio pendiente. Por homicidio.

En ese momento debí pedirle que frenara, bajar del coche y apearme de aquella noche insensata. Pero no podía, me picaba la curiosidad. Hacía sólo un rato había coqueteado con la idea de arrojarme en medio del tráfico pero, como proyecto suicida, Paco era mucho más vistoso.

 – Fue en defensa propia. Tres cabrones lo atacaron armados con cuchillos y cadenas pero se equivocaron de tío. Paco es un experto en artes marciales. Desarmó a uno, dejó inconsciente al otro y al tercero lo mató de un golpe en el cuello.

– ¿Pretendes acojonarme, no?

– A lo mejor un poco.

Apretó un botón y de los altavoces del coche, afilado como un bisturí, brotó el sonido amargo y lacerado de una trompeta. Era Miles, reconocí de inmediato, tras las cascadas de acordes, la lenta congestión de la sordina y la tristeza solitaria del sonido. Me sorprendió aquella muestra de buen gusto aunque no duró mucho: Mónica torció la boca, sacó el disco y lo cambió por otro donde un enfisema ronco intentaba expectorar un ripio. Me preguntó si me gustaba Sabina y, antes de que pudiera responder, soltó un elogio de su música con breves menciones a su carrera discográfica, lo cual me hizo reflexionar sobre el poco provecho que se saca con la verdad. No iba a decirle que pensaba que sus canciones eran cagarrutas de oveja, sus letras vertederos de lugares comunes y su voz un serrucho mellado. ¿De qué me iba a servir ser sincero? Ella seguiría adorando a aquel mamarracho y yo me quedaría sin un polvo.

– Es un poeta –dije aprovechando la pausa de un semáforo en rojo y mirándola despacio a los ojos. Ya puestos, decidí adornar la faena –. El poeta de la calle.

Se me echó en los brazos y me sumergió en un beso húmedo, largo y extenuante. Gracias, Joaquín. Buceamos juntos hasta que nos separó la bocina de un claxon. Al arrancar, Mónica me preguntó si quería acompañarla a casa y le contesté con una caricia en el cuello. Vivía muy cerca, al lado del mercado de Ventas, en un viejo portal que desembocaba en un patio interior flanqueado de escaleras y cuerdas de tender la ropa. Subimos al tercero entre maullidos y crujidos de peldaños sueltos, sin dejar de tentarnos entre rellano y rellano. Mónica abrió la puerta mientras la sujetaba de la cintura y le restregaba la erección contra el culo. Era un culo tenso como un tambor, ideal para un solo de batería. Pensé que íbamos a hacerlo de pie en el pasillo pero ella encendió la luz, se separó de mí, se bajó la minifalda elástica y preguntó si quería beber algo.

– Algo fresco. Cerveza. Lo que sea.

Mientras marchaba a la cocina me quedé atrapado en la luz amarillenta que chorreaba de la lámpara, una polilla en el ámbar del pasado mirando las fundas de ganchillo cubriendo el sofá, los sillones raídos, las fotos en blanco y negro pobladas de rostros mustios. Fue como regresar a la casa de mi infancia. Me entregó una lata de cerveza tibia que hice rodar por mi frente.

– La nevera no enfría demasiado bien.

– Mi madre también tejía cosas de esas, sabes.

– Son de Aurora, la chica con la que comparto esto.

Nos sentamos en el sofá y Mónica empezó a hablarme de su compañera de piso como si me importara algo, como si entre los tres fuéramos a montar una célula terrorista o una generación literaria y necesitara ponerme en antecedentes. Habló del trabajo de Aurora en un ministerio, de su pericia en la cocina y sus gustos en materia de hombres con el mismo absurdo entusiasmo con que poco antes enumeró las virtudes musicales de Sabina, un fárrago de menudencias y anécdotas innecesarias. Bebí un trago largo de cerveza, me rasqué la espalda, me entretuve repasando los diversos diseños de las fundas de ganchillo y las manchas de humedad en las paredes. Reparé en un pie de loro sin loro junto a un ventanuco. Normal que estuviera vacío: ninguna cotorra podía competir con Mónica. No se me ocurrió otra forma de callarla que atraerla hacia mí y meterle la lengua en la boca. Pero algo se había perdido entre nosotros, el ímpetu que nos empujó hasta su casa no daba para más, las ruedas se habían detenido, su boca sabía a goma quemada. No recuerdo quién dijo que en todo beso participan al menos cuatro personas, las dos que se besan y las dos en quienes piensan los que se besan. Quien fuese se quedó corto porque en mi cabeza, sumergida en medio de aquella gruta caliente y húmeda, pululaban al menos cinco o seis mujeres perdidas entre los trazos de coca y tabaco. No sé en quién demonios pensaba Mónica pero de repente se separó de mí, tomó un trago de cerveza y me miró despacio, tomando distancia.

– ¿Me parezco a ella?

– ¿A quién?

– ¿Crees que soy imbécil? He visto cómo me mirabas toda la noche. Mirabas a través de mí, tío. ¿Qué te   piensas que soy? ¿Un fantasma?

Se preparó una raya sobre una de las revistas de moda tiradas encima de la mesa y, mientras se agachaba para empolvarse la nariz, pensé, sólo por divertime, cómo quedaría su cabeza dentro del congelador. Luego pensé cómo quedaría la mía, pero había dicho que el cacharro no funcionaba muy bien y con ese calor no tardaría en pudrirse.

– Bueno. No eres la única. Yo también me he dado cuenta de que me usas para darle celos al animal ese.

– Se llama Paco.

– Paco. Es un nombre raro para un gorila.

– ¿Piensas que eres mejor que él?

– Mejor no –sonreí–. Distinto.

– Ya. Seguro que tú eres unos de esos tíos incapaces de matar a una mosca.

– ¿Una mosca? Creo que podría con una mosca.

– ¿Cómo se llama?

– ¿Quién? ¿La mosca?

– La que te dejó hecho polvo, tío. La que llevas toda la noche buscando debajo de mi cara.

– ¿Se puede fumar esto?

– No te lo recomiendo.

Pasé un dedo por la revista y chupé un resto de polvillo blanco. Sabía a goma de borrar con un punto ligeramente picante. Esperé que se me durmiera la punta de la lengua o los labios, pero no ocurrió nada.

– Se llama Sandy. Tiene el pelo largo y los ojos alegres. La quería como un loco. Éramos felices juntos hasta que me dejó por Terry, un pastor alemán.

– ¿Se lió con un perro?

– Bueno, Sandy es una pekinesa. Tarde o temprano tenía que pasar.

Mónica se limpió la nariz y se me quedó mirando, como si esperase una segunda parte. Pero nunca me ha gustado alargar los chistes. Por lo demás, aparte de las razas y los nombres (ni Sandy era china, ni Terry era alemán, ni se llamaban Sandy o Terry), la historia era sustancialmente cierta. Un enredo canino, una historia demasiado trivial para que mereciera la pena entrar en detalles. No había mucho más que contar, aparte de los destrozos habituales, mi ego declarado zona catastrófica y el descubrimiento tardío de que nos enamoramos no para conocer a alguien sino para descubrir zonas desconocidas dentro de nosotros mismos. Selvas tenebrosas, desvanes en ruinas, continentes perdidos que ni siquiera sabíamos que existían. Pero no le dije nada de eso, no le hablé de aquel día que duró varios años, cuando sentí que me arrancaban el corazón vivo y continué en pie cartografiando el desastre. Aún seguía en pie varias semanas después, caminando por unas calles que de repente se habían llenado de cicatrices: los bares que frecuéntabamos, los bancos donde nos habíamos sentado juntos, los árboles en los que había apoyado una mano, los túneles que había cruzado junto a ella. Desde entonces mi cuerpo era sólo una carcasa vacía, roída por la pena. Ni siquiera sabía de dónde había sacado la sangre para rellenar mi erección.

– ¿Ya está?

– Más o menos. Es muy sencillo, como una letra de Sabina.

Observé sus rodillas juntas, los dos ríos de carne que se perdían bajo la tela. Me eché sobre ella, la busqué con la boca, acaricié sus muslos como intentando sintonizar una emisora, rastreando una música que ya no estaba. Me rechazó suavemente, despacio, zafándose de mi abrazo, estirándose la minifalda, poniendo en orden su blusa con un vago aire infantil. Caperucita, pensé. Calientapollas, añadí mentalmente, pero sin ningún atisbo de rencor, nada más que como una simple descripción técnica. En cierto modo era un alivio que me hubiera rechazado. No tendríamos que involucrarnos en toda la grotesca pantomima del sexo, desvestirse, tumbarse, acoplarse, morder, bombear. Hacía demasiado calor para eso. Me levanté y pregunté por el lavabo.

– Ahí, a la izquierda.

Entré, abrí el grifo, dejé correr el agua un buen rato pero el agua no acababa de salir fría. Me estudié en el espejo, las gotas que corrían por mi frente y mi cara, el rictus de cansancio en mi boca. Atisbé el fondo de mis ojos pero no encontré más que hastío, tristeza, túneles vacíos. Me pregunté qué abismos, qué espantos no vería asomarse un asesino momentos antes del asesinato. No vi más que un reflejo de las pupilas del labrador mirándome con la congoja esencial de su raza. La noche no daba para más, el bulto en mis pantalones se había desinflado. Volví al salón y dije que me iba.

– ¿A dónde?

– No sé. Por ahí.

– ¿Te acerco a algún lado?

– No hace falta.

Ya estaba saliendo cuando Mónica se levantó, me detuvo, cerró la puerta y se arrodilló frente a mí. Hurgó en mi bragueta mientras elevaba hacia mí sus grandes ojos claros.

– Déjame que te la chupe –susurró.

De repente todo cobró la precariedad, la ridiculez de una escena de una película porno. Atascada con la cremallera, Mónica empezó a forcejerar con la hebilla del cinturón. Yo aún sujetaba el pomo de la puerta. Ella seguía hablando en susurros, intendando adornar el guión.

– Lo hago muy bien, de veras.

– No lo dudo.

– En cuanto consiga quitarte esto.

– En serio, déjalo.

Logré abrir una rendija y escapar al rellano. Un gato café con leche me observaba desde un alfeízar. Bajé los escalones de dos en dos y en cuanto salí del portal casi echo a correr. Vivía no muy lejos de allí, a unos veinte minutos andando. Tal vez, si me cansaba lo suficiente, podría caer en la cama en seguida, dormir algo. Los escaparates de las tiendas y los cristales de los vehículos me devolvían un reflejo resbaladizo, fugaz. Búscate un amo, anda, búscate un amo. Hacia la mitad de Alcalá, a la altura de Quintana, aflojé el paso. El sudor me chorreaba otra vez por el pecho y la cara. Mónica me alcanzó cuando jadeaba apoyado en una farola.

– Sube. Te llevo a casa.

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