Si para ser conductor de primera hace falta ser buen bebedor, como dice la vieja cantinela de excursiones, para ser escritor laureado hace falta escribir en inglés. Hasta Su Graciosa Majestad británica cumple años en fechas de celebración de Shakespeare, allá, y Cervantes, acá, lo que ya es un detalle. Aunque los fastos de la Reina parecen competir con los del Bardo de Stratford-Upon-Avon no es así, sino que más parece que los subraye, los enluzca y dé esplendor.
La extendida moda de pasear por las rutas literarias, beber en los bares donde abrevaba Leopold Bloom o crear concursos de adivinanzas sobre lo que haría tal escritora o tal otro, si se vieran en la era de internet, parece un cosa boba y, sin embargo, no hace más que crecer. Da la impresión de que con tal de no tener que leer libros la gente está dispuesta a hacer lo que sea.
Por ejemplo, en Cataluña, al autor del Coloquio de los perros ni se le menciona en el Día del Libro, 23 de abril, fecha convenida para conmemorar mundialmente a Cervantes y a Shakespeare. En su lugar se celebra la onomástica del día: San Jorge, el del dragón, que ni siquiera es un santo autóctono ni privativo, y del que se desconoce si era un apasionado de las novelas. El negocio, aquí, consiste en que la gente compre rosas, a un precio exagerado, y libros que rara vez van a leer, de los que figuran en los superventas de los grandes almacenes. Y se come y se bebe como si de celebrar Nochevieja se tratara.
Llámenme aguafiestas porque acertarán, pero prefiero hundir mis pitañosos ojos en las páginas del desventurado Hidalgo antes que perder el tiempo y el dinero en esas celebraciones. Aunque mi natural bipolaridad me sorprenda a veces con el argumento de que algo se gana con todo ello: que se vendan libros, que no es poca cosa, que a alguien le entre el gusanillo de leer como actividad inexcusable en la vida –algo ya más raro- o que surja alguna buena idea a base de estrujarse el cerebro para ser original.
En Estados Unidos, mientras esto escribo, miles de fans llevan horas reunidos para acompañar a su músico amado, Prince, que acaba de fallecer. Miles de gargantas vociferantes, gente que baila sin descanso las canciones más representativas, sin que les importe que sus cabezas se empapen por la púrpura lluvia, las lágrimas del cielo, que caen sin perdón. Fuera la pasión por Cervantes parecida a la que ahora muestran por Prince, siempre tendría lectores el Príncipe de los Ingenios.
Pero la pasión por Cervantes es silenciosa, discreta, casi oculta, desconocida, quizás. La sintió Freud, cuando aprendió español para poder leer el Quijote, sin intermediarios. O Thomas Jefferson, que lo aprendió leyendo las aventuras ejemplares del manchego para después transmitir a sus hijas ese legado. Hasta George Washington, cuya biblioteca apenas atesora libros de literatura, compró un ejemplar en inglés, dicen que el mismo día en que firmó la primera Constitución de los Estados Unidos de América.
Otros ilustres, sin embargo –según me confió una vez Juan Benet- como Virginia Woolf que consideraba al Quijote una lectura para damas desocupadas. Aunque no está documentado que ella misma llegara a leerlo alguna vez.
Se olvida al Cervantes poeta que tanto acierto tuvo en retratar al español vacío y pomposo, el de mucho ruido y pocas nueces, el bravucón improductivo. O esos versos salidos de La ilustre fregona, en los que se pregunta "¿Quién de amor venturas halla? El que calla". Y así, siguiendo.
Nada hay de original en leer y celebrar a Cervantes, aunque leerlo sea ya muy original, muy genuino. Y tan importante que no cabe otra cosa mejor que hacer al respecto.