A menudo el cuerpo no alcanza tan lejos como la voluntad. Por eso hay que forzarlo, llevarlo más allá de sus límites, como bien saben las gimnastas, los acróbatas, los púgiles y los pianistas. Keith Emerson había vivido siempre sobre la cordillera blanca y negra de los teclados, ejecutando malabarismos circenses y acrobacias imposibles, tocando borracho perdido sin fallar una nota, improvisando junto al gran Oscar Peterson, tumbado sobre el piano con todas las digitaciones invertidas o clavando cuchillos y cabalgando sobre la montura de un órgano Hammond. Para alguien que entendía la música como un ejercicio eminentemente físico, el diagnóstico de una enfermedad degenerativa era una condena a muerte. Así que cuando una de sus manos quedó paralizada, Emerson recurrió a la voluntad para decir basta a su cuerpo y se suicidó de un tiro en la cabeza.
Atrás quedaban 71 años de dedicación absoluta y fanática a los teclados, una discografía espléndida aunque irregular y el trío fundamental del rock progresivo: Emerson, Lake & Palmer. Nadie llevó más lejos que ellos el intento imposible de fusionar el repertorio sinfónico con el rock en versiones que iban desde la orquestación de clásicos (Cuadros de una exposición de Mussorgsky y Hoedown de Copland son, tal vez, los mejores ejemplos) a la composición de largas y complejas suites al estilo de los grandes dinosaurios de los setenta: Pink Floyd, Jethro Tull, Yes, King Crimson, Genesis. Al igual que ellos, a veces ELP resultaban excesivos, barrocos y pretenciosos; al igual que ellos, en muchas ocasiones alcanzaron una terra incognita para el rock, un continente de inexplorada, inédita y compleja belleza.
Antes de recalar en el trío, Emerson fogueó su virtuosismo en The Nice, una banda de rythm & blues donde ensayó diabluras a medio camino entre el jazz y la psicodelia, versionando, entre otros, a Bach, a Dave Brubeck y a Sibelius. En plena época hippie, hacia 1968, llegaron a quemar una bandera estadounidense en protesta por la guerra de Vietnam al tiempo que tocaban una escandalosa adaptación de America del West Side Story de Bernstein. Pero a Emerson aquella aventura pronto se le quedó pequeña y se retiró del grupo en 1970 con la excusa de dedicarse en exclusiva a la composición y a su carrera en solitario.
Sin embargo, en el Fillmore West de San Francisco conoció a Greg Lake, bajista y cantante de King Crimson, y lo convenció para que se uniera a un nuevo proyecto. La primera intención era reclutar al batería Mitch Mitchell, que acompañaba a Jimmi Hendrix, e incluso se rumoreó que el propio Hendrix se uniría a ellos. Aunque Lake lo ha corroborado en sus memorias, nunca se sabrá hasta qué punto la inclusión del genial guitarrista mestizo entre aquellas tres bestias rubias pudo haber ido más allá de una fantasía. En cualquier caso, por desgracia, la temprana muerte de Hendrix desbarató la idea y dejó a HELP descabezado en ELP.
Con la suma de Carl Palmer -uno de los más imaginativos y asombrosos percusionistas británicos- a la batería, y de la potente y cálida voz del bajista Greg Lake, Keith Emerson contaba con dos músicos de su talla para lanzarse de cabeza hacia la leyenda. Tras un primer trabajo de presentación, que llegó muy alto en las listas, la creatividad del terceto estallaría en Tarkus, una magnífica composición cuya cara A, que da nombre al LP, iba a quedar como una de las cimas absolutas del rock sinfónico. Con su inaudito comienzo en 5/4, doblando el piano con los sintetizadores, y un trabajo extraordinario y puntilloso de la sección rítmica, Tarkus significó el descubrimiento de su sonido y, para muchos, la cúspide más alta jamás alcanzada por el trío. Salvo en raras ocasiones (Karn Evil de Brain Salad Surgery o Pirates de Works), nunca llegarían a volar tan alto.
El motivo principal de que no lo hicieran fue el choque de egos típico de una banda donde cada músico pretendía brillar por su destreza técnica y cuyo individualismo no acababa de encajar en una búsqueda común. También, el hecho de que Emerson no se dedicara de lleno a la composición y prefiriera seguir versionando partituras clásicas, aunque lo hiciera con tanta generosidad y tanta audacia como el cover de la Toccata, del Concierto para piano y orquesta nº 1 del compositor argentino Alberto Ginastera. Quien no sólo quedó satisfecho con el resultado –"¡Es diabólico" dijo cuando Emerson fue a verle a Ginebra con una grabación para pedirle permiso–, sino muy agradecido por la difusión mundial de su obra.
Con todo, los incondicionales hubiéramos preferido, al menos, otro Concierto para piano como el que nos regaló Emerson junto a la London Philarmonic Orchestra dirigida por John Mayer. Una obra de la que se sentía muy orgulloso, y no es para menos, ya que logró quintaesenciar su amor por Stravinsky, Prokofiev y el ragtime en tres movimientos gloriosos cuyo único defecto, quizá, es la breve duración del andante central, algo desvaído entre los dos monumentos que lo emparedan. Recuerdo un viaje en autobús, ya en otra vida, en que lo escuchaba una y otra vez, hipnotizado por el frenesí de sus oleajes encajonados en una vieja cinta TDK, una cassete cutre y unos cascos. El mundo entonces era mucho más grande para mí, y también más íntimo, lo suficiente como para caber en un piano.