En el Teatro María Guerrero, gracias al Centro Dramático Nacional, se representa estos días, hasta el 10 de abril, Y la casa crecía, una comedia de Jesús Campos García escrita hace dos años, en plena crisis, y estrenada ahora, donde el autor expone con toda crudeza todo el montaje del sistema capitalista liberal basándose en la experiencia de la burbuja inmobiliaria y en las nuevas tecnologías. Hay que decir que Campos García no ha escrito, por suerte, una obra didáctica, está muy alejado de las tesis brechtianas, sino que, afecto a la farsa, como buen seguidor de la tradición crítica española, la sombra de Valle Inclán es alargada, le ha dado más por incidir en las locuras surreales de un Jardiel Poncela, con el que mantiene ciertos lazos en común, mezcladas con aires de sermón a lo Calderón de la Barca, que es el modo en que finaliza la obra. Y es que hay que decir que Y la casa crecía, es una obra hilarante, sí, pero también un apasionado experimento de lo que puede dar de sí una concepción mestiza del arte, de tal manera que en la obra nos encontramos hasta referencias constantes a la película Lo que el viento se llevó. Eclecticismo que es esencial en la obra de este autor que no había estrenado en el Centro Dramático Nacional desde hacía 40 años, en que lo hizo con 7.000 gallinas y un camello, en 1976. Nada menos.
El montaje de la obra debe todo al cine porque se basa en escenas cortas que se muestran sucesivas, pero no sólo eso: en el transcurso de la obra la casa, en armonía con el concepto liberal y salvaje de la economía, no olvidemos que oikos en griego significa casa y que la economía, en origen, es la administración de la mansión, crece de continuo hasta llegar a amenazar el espacio de la representación, en clara metáfora del desastre a que puede conducir el descontrol de una situación que no sólo no se quiere domeñar sino que se alienta, en una suerte de locura hasta el extremo de, en palabras del autor, “ser cancerígeno”. Para Campos García el mundo actual es como un tablero de ajedrez: se caen piezas, se comen unas a otras, pero nadie repara en que el que piensa nunca está en el tablero. Metáfora del capitalismo actual, donde aquel que mueve los hilos semeja al Dios que se mantiene alejado del tablero y que, cree, con lógica aplastante y cínica, que el mundo le pertenece. Así lo ve el autor, para quien la crisis fue algo que no se quiso evitar porque el crecimiento continuo no existe y hay que destruir cada cierto tiempo lo hecho para reconstruir y seguir sacando beneficios. De ahí los créditos, el consumo desaforado, que es la imagen rutilante de lo que luego se convierte en paro, crisis, desahucios. Caras de la misma moneda, del mismo juego perverso que Y la casa crecía lleva a cierto paroxismo hilarante.
El autor es decorador de interiores y eso se nota en su teatro, pues para él la obra tiene que ser total y de ahí que controle todos los aspectos de la misma, incluida, claro, la escenografía, que es esencial, y eso le asemeja a colegas suyos, como Francisco Nieva, Fernando Arrabal, Albert Boadella, Távora o Cocteau, Samuel Beckett o Darío Fo. Puesta en escena, con sus juegos de luces y sombras que, para su autor, es tan importante como las palabras, el texto, pero más si tenemos en cuenta el caso de un palacete burgués que no deja de crecer en el transcurso de la obra.
El reparto es amplio para este tipo de obras: diez actores que cumplieron plenamente con su aspecto loco, disparatado, de farsa, en que consiste Y la casa crecía. Fernando Albizu, José Ramón Arredondo, Ana Cerdeiriña, Luis Hostalot, Ana Marzoa, Juan Matute, Miguel Palenzuela, Juan Carlos Talavera, Marilyn Torres y Samuel Viyuela, actores que se mueven en el cambiante escenario con gran eficacia y naturalidad, sacando lo mejor de su vis esperpéntica, un lado éste el del disparate que saben combinar muy bien con el drama, siendo esa mezcla lo mejor de la obra, lo que hace que el espectador se dé cuenta de que, en realidad, estamos asistiendo a algo terrible envuelto en extremada comicidad porque la vida se nos presenta así, con sus luces y sus sombras.
La obra, ya digo, es metáfora pura de la situación actual, pero no hay en ella atisbo alguno de simbología abstracta. Los personajes no es que den sensación de realidad, es que insisten en su normalidad más anodina, normalidad de los personajes pero anormalidad de la situación. Y si bien es cierto que aquello que subyace detrás de lo que vemos es previsible porque el autor no oculta su análisis de la causa de la crisis actual, lo cierto es que en la obra esa simbología está bien oculta porque la dosis de realidad que el espectador ve lo arrastra a poner toda su atención en lo que sabe es la realidad que vive. Así, la cantidad de estafadores que pululan por toda la obra. Los hay ricos, distantes, pero lo terrible es que los hay simpáticos, de baja estofa, como si el autor nos dijera con voz queda que quién no tiene un cuñado parecido a ellos.
Esta incidencia en la farsa es condición esencial de la obra, pero a Campos le gustaría que, finalmente, al espectador le diera por darse cuenta de lo dramático que en ella se cuenta: de ahí esa inmersión calderoniana del final de la obra, donde se nos dice, en la mejor tradición teatral española, que lo visto es sólo un juego de ficción, pero que luego, detrás, está el Creador y su terrible realidad. Sólo que el Creador calderoniano es ahora Áquel que mueve los hilos, Áquel que sencillamente tiene tanto dinero que no sabe qué hacer con él.
Farsa, obra valiente, nada panfletaria. Metáfora de un mundo que se quiere única realidad. Un buen regreso de Campos García al CDN. Cuarenta años no es nada.